P. Carlos Cardó SJ
Al llegar a la otra orilla, a la tierra de Gadara, dos endemoniados salieron de entre los sepulcros y vinieron a su encuentro. Eran hombres tan salvajes que nadie se atrevía a pasar por aquel camino. Y se pusieron a gritar: "No te metas con nosotros, Hijo de Dios! ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?".
A cierta distancia de allí había una gran piara de cerdos comiendo. Los demonios suplicaron a Jesús: "Si nos expulsas, envíanos a esa piara de cerdos".
Jesús les dijo: "Vayan". Salieron y entraron en los cerdos. Al momento toda la piara se lanzó hacia el lago por la pendiente, y allí se ahogaron.
Los cuidadores huyeron, fueron a la ciudad y contaron todo lo sucedido, y lo que había pasado con los endemoniados. Entonces todos los habitantes salieron al encuentro de Jesús y, no bien lo vieron, le rogaron que se alejase de sus tierras.
La narración
de Mateo resulta muy reducida en comparación con el texto más antiguo de Marcos.
No hay en ella detalles descriptivos de la curación, ni de lo que ocurrió
después. Todo se centra en la persona de Jesús. El endemoniado de Gerasa del
texto de Marcos se convierte en dos endemoniados de Gadara, según Mateo. La
región es la misma, la Decápolis, en Transjordania, territorio de paganos en el
que no se conoce a Dios y el mal actúa libremente. Y la intención es la misma: demostrar
que también allí la acción salvadora triunfa. Jesús destruye de raíz el mal y
disipa nuestros miedos porque ha vencido al príncipe de este mundo, que tenía
el poder de la muerte.
En muchas
culturas antiguas ciertas enfermedades orgánicas o mentales, que suelen impresionar
por la forma estremecedora con que perturban al paciente, se atribuían a
influjos diabólicos. La creencia en la presencia y actuación masiva de
espíritus y demonios formaba parte de la cultura de muchos pueblos. En la
Biblia, y en los evangelios en particular, los endemoniados eran personas que padecían la acción del espíritu
adversario, mentiroso y creador de división. Sus víctimas quedaban escindidas,
separadas de su yo auténtico, agresivas hasta dar miedo, como dejadas de la
mano de Dios, sin que nadie pudiera hacer nada para liberarlas.
En el fondo de
estas creencias, sin embargo, había un contenido de verdad innegable: la
enfermedad es algo que Dios no puede querer porque trastorna el orden de su
creación y daña a sus criaturas. Además, la teología subyacente a este tipo de
relatos evangélicos resalta el hecho de que diversas curaciones realizadas por Jesús
manifestaban a los ojos de la fe el poder salvador de Dios que rompe las
cadenas de la gente, vence al mal, le quita poder determinante sobre la
existencia humana y abre para todos nuevas posibilidades de vida. Jesús mismo
hacía ver que esas acciones eran signos del triunfo del amor salvador de Dios: Si expulso los demonios con el dedo de Dios,
es que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mt 12,28; Lc 11,20).
Jesús vino a
exorcizar este mundo en el que el mal y el pecado actúan a veces en grados
tales que pueden parecer invencibles y llenar el ánimo de la gente de pesimismo
o de resignación fatalista. La posesión diabólica significa una existencia
humana agredida hasta el riesgo de ser destruida, echada a perder, sin futuro,
como sometida a fuerzas nocivas que pueden conducirla a la muerte y a la
perdición. Pues bien, del temor a esos poderes ha venido Jesús a liberarnos.
Más aún, aunque
la acción de los espíritus diabólicos, cuyos síntomas –como puede verse en el
pasaje del exorcismo del niño en Mateo 17, 14-27– podrían hacer pensar hoy en la
epilepsia o en alguna enfermedad psiquiátrica, no dejan de ser un signo
especialmente sugerente, una llamada de atención a nuestra sociedad frente a realidades
de este mundo a las que los hombres se someten hasta ofrecerles sacrificios inimaginables
y quedar «poseídos» por ellas, enfrentados a Dios, a los demás, a la
naturaleza, y a sí mismos.
Esas
realidades son los “demonios” hostiles a Dios, los «ídolos» o «poderes y
potestades» (1Cor 8,5; 15,24), de que nos habla el Nuevo Testamento.
¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Hijo de Dios?,
preguntan los demonios. Nada,
absolutamente nada tienen en común. Y así tiene que ser también para nosotros: no
hay lugar para componendas porque podemos caer en el engaño. El espíritu del
mal tienta con falacias y razones aparentes, ofreciendo formas falsificadas de seguridad,
eficacia, éxito y felicidad. Un no
decidido y cortante es la mejor forma de enfrentarlo.
¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?,
dice el mal espíritu, como si ahora no fuese el tiempo de enfrentarlo y
fuese mejor posponer la lucha o la determinación que debes tomar. En tiempos de
Jesús se creía que la victoria definitiva sobre el mal sólo se produciría al
final de los tiempos; pero con la presencia de Cristo el tiempo se ha cumplido,
hoy es el tiempo de la salvación. Ahora puede actuar en nosotros la gracia que
libera.
Finalmente no
hay que olvidar que estas acciones de Jesús se nos confían. A sus discípulos,
núcleo germinal de su Iglesia, les dio
poder (autoridad) sobre los espíritus
inmundos para expulsarlos y para sanar toda enfermedad y dolencia (Mt 10,1).
Como miembros de la Iglesia, a todos nos toca la misión de exorcizar espíritus que despersonalizan a la gente
hoy en nuestra sociedad. Quien experimenta la salvación no puede sino despertar
en otros la experiencia de ser salvado y liberado.
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