P. Carlos Cardó SJ
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva». Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?».Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas». Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de él.
Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!». En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña.
Se trata de dos mujeres que además de la
exclusión de que eran objeto en aquella sociedad patriarcal, padecían la
impureza que su enfermedad les transmitía a ellas y a quien las tocase. Pero
nada de ello fue impedimento para que Jesús las tratara con una solicitud
cargada de sentimiento. Sin temer el ser criticado por transgredir normas y
prejuicios, Jesús rompió –en éste y en otros casos– con el androcentrismo de su
sociedad y mantuvo un trato solidario y liberador con las
mujeres y los niños, que no sin motivo buscaban su proximidad.
La primera mujer del relato lleva doce años padeciendo una larga
enfermedad, que los médicos no han podido curar. En la cultura hebrea la sangre
es la vida (Gen 9, 4-5). La mujer
pierde sangre, se le va la vida. Representa toda situación crítica de la que el
creyente no sabe cómo salir mientras no sienta que la gracia de Dios lo toque y
lo sane. La otra mujer es una niña de 12 años, que en Oriente equivale a la
edad del noviazgo; pero está enferma de muerte. Esta niña-mujer, por ser, además,
hija de Jairo, jefe de la sinagoga, podría simbolizar al pueblo de Israel, que la
Biblia presenta como la esposa de Yahvé.
Mientras Jesús va a casa de Jairo, aparece en escena la mujer que
sufre de hemorragias. Tiene una enfermedad que la hace impura desde el punto de
vista legal (Lev 15, 19-24) y la
obliga a permanecer apartada el tiempo que dure su hemorragia porque vuelve
impuro lo que toque. Humillada física y moralmente, la pobre mujer sólo puede acercarse
a Jesús desde atrás, sin dejarse ver,
sin poder tocar. Experiencias similares pueden darse en el camino de la fe: sucede
algo lamentable y la persona se siente alejada, inhabilitada para la vida
cristiana. Su fe entonces sólo logra expresarse como el deseo de que Dios la
tenga en cuenta, como dice el Salmo 80: Vuelve
a nosotros tu rostro y seremos salvos.
¿Quién
me ha tocado?, pregunta Jesús, al sentir que la mujer le ha rozado el manto. No
es un reproche, es una invitación: la fe de la mujer tiene que hacerse pública.
Y es lo que hace ella con un gesto cargado de sentimiento: asustada y temblorosa…se postró ante él y le contó toda su verdad. Contarle
toda su verdad es poner su vida en manos del Señor, reconocer que no hay nada
oculto entre los dos, y dejar que Él disponga las cosas según su voluntad. Por
eso Jesús, después de tranquilizarla, le dice con afecto: Hija, tu fe te ha salvado.
Vete en paz, estás liberada de tu mal.
Todavía estaba hablando, cuando vienen a anunciar al jefe de la
sinagoga que su hija ha muerto: ¿Para qué
seguir molestando al Maestro? Jairo ya había expresado su fe, pero el
anuncio que le traen hace que le sobrecoja el miedo a la muerte, la sensación
de impotencia frente a lo irremediable. Pero Jesús lo reanima: No tengas miedo, basta con que sigas
creyendo.
Lo que viene después es una predicación en acción sobre el sentido
cristiano de la muerte. Jesús le quita dramatismo, le arranca su aguijón (como
dice san Pablo en 1Cor 15,55), la reduce a un sueño: la niña no está muerta, está dormida. El mensaje de su victoria
sobre la muerte ha de ser comunicado a “los que se afligen como quienes no
tienen esperanza” (1 Tes 4,13), y que
en el relato aparecen simbolizados en el tumulto, el llanto y los gritos en la
casa mortuoria.
Jesús, entonces, tomó la
mano de la niña y la sacó del sueño, con palabras llenas de ternura: Talita Kumi (que significa: muchacha, a ti te hablo, levántate). Conviene
advertir que el mandato de Jesús, ¡Levántate!
¡Ponte de pie!, significa también ¡Resucita!,
y es el verbo que se emplea en los relatos de la resurrección: “Cuando resucite (cuando sea levantado), iré delante de ustedes a Galilea” (14,28).
“Ha resucitado, no está aquí” (16,6).
La
niña se levantó y se puso a caminar. Y ellos se quedaron llenos de estupor,
con el mismo sentimiento que tendrán las mujeres ante el sepulcro vacío (16,8):
temor y desconcierto. Y les mandó que le
dieran de comer. Porque todavía queda camino por andar... A lo que Dios hace en nuestro favor,
corresponde nuestra colaboración.
Todos
podemos vernos en situaciones extremas en las que ya nada se puede hacer. Las
palabras de Jesús a Jairo: No tengas
miedo, basta con que sigas creyendo, nos ayudarán a no dejarnos dominar por
el miedo y la desesperación. Sabremos infundir ánimo a quien lo necesita.
Procuraremos, además, que “que la Iglesia sea un recinto de paz, de justicia y
de amor para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”.
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