miércoles, 31 de julio de 2019

El tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13,44-52)

P. Carlos Cardó SJ
El tesoro escondido, ilustración de Jesús Mafa (Camerún - 1973), perteneciente al proyecto El Arte en la Tradición Cristiana de la Universidad de Vanderbilt, Nashville, Tennessee, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una perla muy valiosa, va y vende cuanto tiene y la compra".
La decisión de ambos es lo central de la parábola. Quien encuentra el tesoro o la perla decide venderlo todo y adquirir esos bienes porque valen más que lo que tiene. El valor de la decisión está en que permite adquirir el bien mayor. El acento se pone en “venderlo todo” porque el Reino de Dios –simbolizado en el tesoro y la perla– vale mucho más. Frente a él todo queda relativizado.La gracia de llevar una vida conforme a los valores del reino de Dios, la compara Jesús al descubrimiento de un tesoro escondido y de una perla de gran valor. El campesino de la parábola vende todo lo que tiene para poder adquirir el campo, donde ha hallado el tesoro, y quedarse con él según las leyes judías. Asimismo, el mercader de perlas finas que encuentra una de gran valor, vende todo lo que tiene y la compra.
Pero no se trata de una obligación impuesta desde el exterior que se asume a regañadientes, sino de una decisión fruto de la alegría: Por la alegría que le da… vende todo. Decisiones así se producen en el campo del amor humano: quien encuentra a la persona que andaba buscando y que lo llena de alegría, la prefiere por encima de las demás.
Ocurre también con el amor a Dios: quien lo ama de verdad relativiza frente a Él todas las cosas del mundo. No porque pierdan valor o atractivo, sino porque sólo tienen sentido en función de lo que se ama. El Evangelio no dice que el campesino del tesoro y el mercader de la perla echen todo a rodar, sino que invierten lo que poseen para adquirir lo que vale más. Uno no “pierde” nada; más bien lo gana todo. Dios no quita nada; más bien Dios lo da todo. Es la razón por la cual, para seguir a Jesús, los discípulos dejan redes y barca, esposa, hijos, campos. Pablo dirá que, ante la “sublimidad del conocimiento de Cristo”, todo lo que antes era para él ganancia, lo considera pérdida (Fil 3, 8).
Tarde o temprano todos nos enfrentamos con la necesidad de decidir y elegir algo que puede marcar la vida para siempre y que implica necesariamente dejar de lado otras posibles opciones que no dejan de atraer. Pero el hecho es que no se pueden aprehender a la vez ambas cosas, aunque no siempre queramos reconocerlo. La tentación fundamental consiste en pensar que no necesito realmente renunciar a nada, que puedo hacerlo todo, mantener lo que antes tenía y lo que ahora me propongo realizar, aunque se le oponga… Pero sin embargo, esto es falso, irreal.
En este sentido las parábolas del tesoro encontrado y de la perla preciosa nos hacen comprender que el amor de Dios, su reino, la persona de Jesús y su mensaje, una vez  descubiertos como el valor supremo, llenan a la persona de una alegría tan íntima (“alegría inefable y gloriosa”, dice San Pedro – 1Pe 3,8) que se determina a adoptarlo como el sentido orientador de su vida, aunque haya otros caminos que le ofrecen otras formas de ser feliz.

martes, 30 de julio de 2019

Explicación del trigo y la cizaña (Mt 13, 36-43)

P. Carlos Cardó SJ
Campo de trigo con cosechador al amanecer, óleo sobre tela de Vincent Van Gogh (1889), Museo Van Gogh, Ámsterdam, Países Bajos
En aquel tiempo, Jesús despidió a la multitud y se fue a su casa.Entonces se le acercaron sus discípulos y le dijeron: "Explícanos la parábola de la cizaña sembrada en el campo".Jesús les contestó: "El sembrador de la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del demonio; el enemigo que la siembra es el demonio; el tiempo de la cosecha es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Y así como recogen la cizaña y la queman en el fuego, así sucederá al fin del mundo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles para que arranquen de su Reino a todos los que inducen a otros al pecado y a todos los malvados, y los arrojen en el horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga".
Los discípulos preguntan a Jesús del sentido de la parábola de la cizaña en el campo. La explicación que les da mueve a asumir con realismo la coexistencia del bien y del mal no solo en el mundo, sino también en la comunidad de los discípulos, y a obrar con libertad responsable.
La Semilla es la Palabra de Dios y Cristo, palabra de Dios encarnada, es el grano de trigo que cae en tierra y da fruto. El campo es el mundo, este mundo que, con todos sus defectos, es la creación de Dios. La buena semilla son los hijos del reino, los que escuchan con corazón bueno y dan fruto. La cizaña son los hijos del maligno. Escuchan al maligno y se hacen hijos suyos. Uno es hijo de lo que escucha. El diablo es el divisor, divide a la persona humana y la separa de Dios, mete división en la comunidad de hermanos. La cosecha es la consumación final del mundo: cuando Dios haya culminado su obra y todo sea uno en Él; cuando alcancemos la estatura de Cristo. 
Llegará el día en que el tiempo de las decisiones habrá concluido y sólo quedará el amor que no muere; entonces se pondrá de manifiesto la obra de cada uno y lo que cada uno es. Los justos brillarán como el sol, símbolo de Dios. Serán transfigurados en su gloria.
La parábola exhorta a orientar la propia vida conforme al querer de Dios, que se expresa en su palabra y se condensa, más concretamente, en el mandamiento del amor al prójimo que Jesús nos ha dejado. Quien así procede evita el ser contado en el número de los que causan escándalos o no tienen en cuenta las normas de comportamiento en la comunidad, es decir, obran en contra de la ley de Cristo.
Al mismo tiempo la parábola del trigo y la cizaña contiene una advertencia: la pertenencia a la comunidad cristiana no garantiza por sí sola la salvación. La parábola hace mirar el futuro, al momento final en que quedarán de manifiesto las conductas. La separación no se hará en base a criterios religiosos, sino de acuerdo a la conducta y al obrar conforme al mandamiento del amor a los semejantes.
El texto conmueve la seguridad de quienes, confiando sólo en los elementos institucionales o cultuales de la vida cristiana, descuidan la ley del amor dada por Cristo. Al mismo tiempo subyace en la base de las palabras de Jesús el misterio de la gracia divina y la libertad humana que siempre están relacionadas. La gracia libera y orienta a la libertad de la persona y la capacita para responder al bien, pero nunca va a sustituirla. La gracia nos hace más auténticos al orientarnos a obrar siempre como hijos o hijas de Dios.
Sólo al final se hará el juicio. El texto contiene una exhortación a la paciencia y a la responsabilidad personal: no podemos juzgar a nadie, hay que ser misericordiosos para alcanzar misericordia. La persistencia del mal en el mundo no nos debe llevar al desaliento, pero tampoco nos debe inducir a la connivencia y complicidad con los corruptos, porque eso hace desaparecer el amor en el mundo (Mt 24, 12).

lunes, 29 de julio de 2019

Resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-45)

P. Carlos Cardó SJ
La resurrección de Lázaro, óleo sobre lienzo de Rembrandt Van Rijn (1633), Museo de Arte del Condado de los Ángeles, Estados Unidos
En aquel tiempo, muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano.Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá."Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará."Marta respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día."Jesús le dice: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?".Ella le contestó: "Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo."
El texto forma parte de la sección dedicada a la resurrección de Lázaro. En ella el evangelio de Juan da respuesta al anhelo de felicidad eterna, proclamando uno de los contenidos centrales del mensaje cristiano: la victoria de Cristo –y la nuestra– sobre el último enemigo del ser humano, la muerte (1 Cor 15,26).
Además, el evangelio de Juan expresa reiteradamente la convicción de que la resurrección consiste en creer en Jesús: quien cree en Él, aunque muera, vivirá (v.25), no morirá para siempre (v.26). Creer en Jesús es participar, ya aquí en la tierra, de la vida de Dios, que es amor. Por eso, en su primera Carta, añade Juan: Y nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama, ya está muerto (1 Jn 3,14).
Desde esta perspectiva, se puede decir, pues, que el milagro en sí de la vuelta de Lázaro a la vida no es lo más importante en el relato de Juan, porque su interés se centra más bien en lo que experimentan sus hermanas Marta y María. Como comentaba acertadamente el Card. Carlo M. Martini, Lázaro sale temporalmente del sepulcro, para volver a él años después. Las hermanas, en cambio, salen de su aldea de Betania (que en hebreo significa casa del afligido), donde reinaba el llanto y el luto, para encontrar allí mismo, en esa misma tierra, al Señor de la vida. El hermano vuelve a su vida mortal de antes, sus hermanas alcanzan la fe en Jesús y con ello pasan a la vida inmortal, a la vida que  resucitará de la muerte y se mantendrá en comunión con Dios en su eternidad.
Esta parte del relato de Lázaro vuelto a la vida resalta la figura de Marta. Mientras María se queda en casa –sentada, dice el texto, para señalar su estado de aflicción–, Marta sale al encuentro de Jesús para acogerlo y recibir su condolencia. Al verlo, le dirige una súplica cargada de fe en el poder divino que obra en Él y, al mismo tiempo, un reconocimiento de su propia incapacidad para evitar la muerte de su hermano. Es la pobre que sabe que sólo Dios puede cambiar las cosas, no por sus méritos sino por el amor que Él tiene a sus amigos.
Ya se lo habían mandado decir las hermanas cuando Lázaro estaba grave: Señor, el que amas está enfermo. Ahora, cuando ya no hay nada que hacer y a pesar del aparente desinterés mostrado por Jesús, Marta reconoce que Él hubiese sido capaz de librar a su amigo de la muerte: Señor, su hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero, aun así, yo sé que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá.
Ella no ha perdido la fe, pero ha sido puesta a prueba por la realidad inexorable de la muerte. Jesús la alienta a reafirmarla, haciéndole ver que la resurrección, esperada para el lejano futuro de los últimos tiempos, puede hacerse ver ahora por la fe. Para ello, Jesús la corrige y la orienta. Marta debe dar el paso de la fe propiamente cristiana, que contiene, en primer lugar, la certeza de que la resurrección nos viene por Jesucristo: Yo soy la resurrección y la vida…”, y, en segundo lugar, la posibilidad de experimentar –por la misma fe– la realidad ya presente de la resurrección. La vida eterna no es sólo futura sino presente. La forma de vida, que la fe promueve, contiene ya el germen de aquella vida que crecerá y alcanzará su plenitud después de la muerte.
Marta cree que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo. Con ello afirma lo central de la fe cristiana: que con Jesucristo ha venido la vida que vence a la muerte y puede ser vivida ya en este mundo. Dios, vida nuestra, no está fuera del mundo; nos ha venido en Jesús y está con nosotros.

domingo, 28 de julio de 2019

Homilía del Domingo XVII del Tiempo Ordinario - El Padre nuestro (Lc 11, 1-4)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola del amigo inoportuno, óleo sobre lienzo de William Homan Hunt (1895), Galería Nacional Victoria, Melbourne, Australia
Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos".Entonces Jesús les dijo: "Cuando oren, digan: ‘Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende, y no nos dejes caer en tentación’ ".También les dijo: "Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo que viene a medianoche a decirle: ‘Préstame, por favor, tres panes, pues un amigo mío ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle’. Pero él le responde desde dentro: ‘No me molestes. No puedo levantarme a dártelos, porque la puerta ya está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados’. Si el otro sigue tocando, yo les aseguro que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su molesta insistencia, sí se levantará y le dará cuanto necesite. Así también les digo a ustedes: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, encuentra, y al que toca, se le abre. ¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pescado, le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?".
Poder llamar a Dios Padre nuestro es el gran don de Jesús. Al hacerlo nos reconocemos como hijos suyos, creados por amor. Tener a Dios como Padre es vivir con la certeza de que siempre estará con nosotros, y esto nos da una confianza inquebrantable: Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 32ss).Enséñanos a orar, le pide un discípulo a Jesús. Él le responde proponiendo el Padre nuestro, que más que una plegaria es un programa de vida, pues cada una de sus peticiones ha de ser llevada a la práctica.
La oración, como toda nuestra vida, está orientada a santificar el Nombre de Dios. Esto significa tener a Dios en el lugar central que se merece. Jesús santificó continuamente el Nombre de Dios su Padre, amándolo y amando a los hermanos. Y así nos enseñó a vivir: “Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26).
Santificamos el nombre de Dios cuando, como Jesús, procuramos hacer su voluntad, cuando nos confiamos a Él en los momentos difíciles, cuando reconocemos como don suyo lo que tenemos y lo compartimos con los necesitados. Así, el Nombre de Dios es santificado.
La oración que Jesús nos enseña despierta en nosotros el deseo del reino de Dios. Venga tu reino. Es nuestra esperanza: que la historia confluya en su reino como su término seguro y feliz, cuando Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28) y sean creados cielos nuevos y tierra nueva en que habite la justicia.
Sabemos que ese reino “ha llegado” ya en Jesús; que “viene” a nosotros cuando encarnamos en nuestra vida los valores del evangelio; y que “vendrá” plenamente cuando se superen las desigualdades injustas y se establezca la fraternidad entre los hijos e hijas de Dios. El reino está entre nosotros como semilla que crece sin que nos demos cuenta (Lc 13,18s). Y es Jesús resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro juez y también nuestra eterna felicidad. Por eso, expresamos nuestro deseo de la venida de su reino con estas palabras: Marana tha, ¡Ven Señor, Jesús!
Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos: Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Necesitamos el pan material para nuestros cuerpos y el pan espiritual para nuestra vida en Dios. Y decimos pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da tiene que compartirse. El pan que no se comparte genera división. El pan compartido es bendición, eucaristía.
En la oración que Jesús nos dejó expresamos también la necesidad del perdón. Perdónanos nuestras ofensas. Dios no niega nunca su amor que rehabilita a todo hijo suyo, aunque sea un rebelde o un malvado. Como dice el Papa Francisco: “Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. Todos necesitamos perdón. El cristiano no es justo sino justificado; no es santo sino pecador tocado por la gracia divina que lo rehabilita y eleva; no es intolerante ni excluyente y se muestra compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona.
La confianza en Dios nos lleva a asumir ante Él nuestra radical deficiencia y debilidad, el riesgo de la vida: No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba, porque forma parte de la existencia, sino que nos proteja para no sucumbir, seguros –como dice San Pablo– de que “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza, que nos arranca del amor de Dios.
Y para reforzar aún más esta confianza, Lucas añade dos pequeñas parábolas en las que Jesús pone como referencia el comportamiento de un amigo con su amigo y el de un padre con su hijo, para concluir que el amor de Dios es mucho más disponible y generoso que el de un amigo o el de un padre terreno.
El amor de padre es en sí la verdadera parábola que usa Jesús para hacernos ver que Dios nos ama como el más paternal de los padres y la más maternal de las madres; ama gratuitamente, no por nuestros méritos; ama siempre, no unas veces sí y otras no; no puede dejar de amar, no engaña ni defrauda.
¿Qué padre hay tan malo que se atreva engañar a su hijo pequeñito dándole algo inservible o peligroso? Si esto es así con los padres de la tierra, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? Queda claro, pues, que el don por excelencia que se obtiene con la oración es el Espíritu que nos libera, que inspira creatividad, empeño y fortaleza en las dificultades, claridad para ver los acontecimientos de la vida a la luz de Dios y poner amor en todo lo que vivimos.

sábado, 27 de julio de 2019

La Parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30)

P. Carlos Cardó SJ
El sembrador de cizaña, grabado en madera sobre papel de Sir John Everett Millais (1864), publicada en “Ilustraciones de las Parábolas de Nuestro Señor”, edición de 1924 de Gilbert Daziel
Les contó otra parábola: “El reinado de Dios es como un hombre que sembró semilla buena en su campo. Pero, mientras la gente dormía, vino su enemigo y sembró cizaña en medio del trigo, y se marchó.  Cuando el tallo brotó y empezó a granar, se descubrió la cizaña. Fueron entonces los siervos y le dijeron al amo: Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿De dónde le viene la cizaña? Les contestó: Un enemigo lo ha hecho. Le dijeron los siervos: ¿Quieres que vayamos a arrancarla? Les contestó: No; que, al arrancarla, vais a sacar con ella el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña, atadla en gavillas y echadla al fuego; luego recoged el trigo y guardadlo en mi granero”.
La transmisión de los valores del evangelio siempre va a encontrar obstáculos para su arraigo en las mentes y conductas de las personas. Son la buena semilla que el Señor siembra, pero el influjo nocivo de otras maneras de pensar y de actuar crecen junto a ella y tienden a impedir su crecimiento, como hace el trigo con la cizaña. Siempre habrá trigo junto con cizaña. El bien aparecerá mezclado con el mal. Y el mal no sólo actúa fuera, sino dentro de la comunidad cristiana y en el corazón de cada uno.
El creyente sabe que el triunfo del bien sólo acontecerá al final, por obra de Dios. Antes tiene que transcurrir el tiempo de la espera, tiempo de la fortaleza y de la resistencia activa, de Dios y nuestra, y tiempo también para la misericordia. Por eso, el creyente no se puede dejar abatir; debe más bien exaltar el bien: ser en verdad hijo de un Dios misericordioso, que hace llover sobre justos e injustos y salir el sol sobre malos y buenos.
El mal no gasta al bien. Enfrentado como Jesús, el mal puede dar paso al bien que niega. “Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien” (Rm 8,28). “Dios ha permitido que todos seamos rebeldes para tener misericordia de todos” (Rom 11,32). Y donde abunda el pecado, allí sobreabunda la gracia (Rom 5,20).
Es comprensible que, ante el mal del mundo, sobre todo cuando causa sufrimiento a los inocentes, nos preguntemos acerca de la bondad de Dios. Pero tales preguntas no son inevitables. La fe no ofrece una teoría consoladora para resolver esos interrogantes, pero ve un camino para superarlos, de modo que sea posible cambiar este mundo en dirección del reino de Dios y por tanto de incluir todo mal y todo sufrimiento bajo el influjo de ese amor de Dios que “renovará la faz de la tierra” y que “enjugará las lágrimas de los ojos” (Apoc 21,4). Es el camino de Jesús que, ante el mal y el pecado del mundo acumulado en su cruz, hizo actuar la fuerza del amor de Dios que supera al mal y a la muerte misma.
En esta perspectiva, cabe también interrogarnos sobre nuestro amor a la Iglesia. La Iglesia es divina y humana de arriba abajo. Nuestra fe nos hace ver en ella el “Sacramento” de la comunión de Dios con los hombres en Jesucristo, comunidad reunida por el Espíritu Santo y llamada al reino de Dios Padre. Por eso es “cuerpo” y “esposa” de Jesucristo. Creemos que la Iglesia –a pesar del pecado de sus miembros– es el lugar indestructible que sostiene la verdad originaria (“apostólica”) del Espíritu de Dios en el mundo.
Pero esto no siempre nos resulta obvio. Aunque hay muchos signos, no es fácil constatar que la Iglesia sea “sacramento del amor de Dios”. El pueblo de Dios siempre es santo y pecador. Nosotros quisiéramos una comunidad cristiana perfecta, sin defecto. Pero la Iglesia no es una secta de puros; en ella hay puesto para todos. Por eso, se encontrará siempre infectada de mal, por fuera y por dentro.
Quizá, por fijarnos sólo en sus elementos divinos, la idealizamos, forzada como está a peregrinar aún lejos de su Señor por los caminos del mundo. Por eso, en toda época ha habido conflictos entre las apariencias humanas de Cristo y las exigencias de la Fe. Pero es verdad también que, al mismo tiempo y con mayor intensidad aún, todos hemos experimentado la íntima certeza de la pureza, verdad y bondad de Cristo en sí y de su obra entre nosotros a través de esa misma Iglesia. 
Por supuesto que nos gustaría ver cuanto antes a los representantes oficiales ofreciéndonos una imagen más auténtica del Señor Jesús, Buen Pastor en sus personas y en sus vidas; pero esto no es posible de manera inmediata y plenamente. Sin mostrarnos en absoluto insensibles a los escándalos y espectáculos decepcionantes que, de mil maneras, siempre ha dado ese mundo oficial, no seamos, sin embargo, de aquellos que querrían ver el cielo sobre la tierra.
En definitiva, es la fe en Jesucristo la que sostiene nuestra fe en la Iglesia, y sólo en esta fe podemos superar la desconfianza, el distanciamiento escéptico o la crítica arrogante y destructiva. Sólo cuando aceptamos a la Iglesia como es, llega nuestro amor a ella a su madurez. Preguntémonos si confiamos en ella, si oramos por ella, si somos miembros activos de ella. Y cuando nos vengan ganas de criticar a la Iglesia, comencemos por criticarnos a nosotros mismos. Es evidente que cada uno de nosotros, a su modo, compromete a la Iglesia ante el mundo; no sólo aquellos otros eclesiásticos sobre los que estamos dispuestos a lanzar nuestro grito de protesta.
La confianza en la promesa del Señor de que estará en su Iglesia y con nosotros “todos los días” (Mt 28,20) y que jamás nos retirará su santo Espíritu, nos mueva a buscar los signos (a veces tan ocultos) del buen trigo que crece a pesar de la cizaña.

viernes, 26 de julio de 2019

Explicación de la parábola del sembrador (Mt 13, 18-23)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola del sembrador, óleo sobre madera de Pieter Bruegel el viejo (1557), Museo de Arte Timke, San Diego, California
Jesús dijo a sus discípulos: "Escuchen ahora la parábola del sembrador: Cuando uno oye la palabra del Reino y no la interioriza, viene el Maligno y le arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Ahí tienen lo que cayó a lo largo del camino. La semilla que cayó en terreno pedregoso, es aquel que oye la Palabra y en seguida la recibe con alegría. En él, sin embargo, no hay raíces, y no dura más que una temporada. Apenas sobreviene alguna contrariedad o persecución por causa de la Palabra, inmediatamente se viene abajo. La semilla que cayó entre cardos, es aquel que oye la Palabra, pero luego las preocupaciones de esta vida y los encantos de las riquezas ahogan esta palabra, y al final no produce fruto. La semilla que cayó en tierra buena, es aquel que oye la Palabra y la comprende. Este ciertamente dará fruto y producirá cien, sesenta o treinta veces más".
Jesús explica a sus discípulos el sentido de su parábola del sembrador. Les habla de distintas tierras en las que cae la semilla del evangelio que Él difunde. Son cuatro, y sólo en una de ellas el trabajo del sembrador tiene éxito. Son distintas clases de tierra, no tipos de hombres; son cuatro niveles o formas de escucha de la Palabra que pueden convivir en nosotros en diferentes grados de intensidad según las circunstancias.
La semilla caída en tierra de borde del camino corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos la Palabra del Señor, pero no la entendemos y no podemos hacerla nuestra. Nuestras formas de pensar, costumbres y prejuicios la opacan y nos impiden comprenderla, incluso nos impiden prestarle la atención que se merece, creemos que no tenemos nada que aprender, ni cambiar. La semilla del evangelio no arraiga.
La semilla en terreno pedregoso corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos el mensaje y lo acogemos con alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas impiden que eche raíces en nosotros y se seca. Podemos ser superficiales e inconstantes en nuestro compromiso, con buenos sentimientos y deseos, que se quedan en eso, sin obras, ni compromiso efectivo y concreto.
La semilla caída en tierra llena de zarzas ocurre cuando permitimos que la Palabra arraigue y crezca, pero las preocupaciones no evangélicas, los criterios antievangélicos que asimilamos y el engaño de lo que el mundo nos ofrece como felicidad sofocan en nuestro interior las aspiraciones más altas. Son los "afanes de la vida" y la "atracción de las riquezas"; falsos dioses, ídolos que seducen. La persona queda cautivada, asentada en una vida estéril, que no beneficia a nadie sino al propio interés y provecho.
La tierra buena que da fruto corresponde a aquellas situaciones en las que aflora lo mejor nuestro, aquello que nos honra y hace sentir realmente bien: cuando somos capaces de gestos de generosidad y amor. Entonces, nos hacemos disponibles como María a lo que el Señor nos pide.
Mantenernos como tierra buena no es tarea de un día; es proceso lento y constante. Pero es esfuer­zo sostenido por la confianza en Dios. A pesar de las dificultades, Jesús nos asegura el resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el espesor del mal en nuestro corazón y convertirnos a Él.
Hay aquí una invitación a observar las resistencias que oponemos al mensaje evangélico, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo el mismo Señor lucha con nosotros para tomar posesión de nuestro corazón.
El texto evangélico nos abre los ojos a la acción sostenida de la gracia en nuestros corazones. Pablo la sentía como la paciencia que Dios tenía con Él para convertirlo en un instrumento suyo realmente eficaz: Cristo Jesús me tuvo compasión, para demostrar conmigo toda su paciencia, dando un ejemplo a los que habrían de creer y conseguir la vida eterna (1 Tim 1, 16). El fruto de la palabra sembrada en nuestro interior es de Dios, es Dios que se nos da. A nosotros nos toca analizar nuestras resistencias y pedir liberarnos de ellas para acoger lo que lo que Dios nos da. Es pedir fidelidad al amor que ha sido derramado en nuestros corazones.

jueves, 25 de julio de 2019

¿Pueden beber el cáliz…? (Mt 20, 20-28)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús y la esposa y los hijos del Zebedeo, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1565), Museo de Grenoble , Francia
Entonces se le acercó la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacer una petición.Jesús le preguntó: “¿Qué deseas?”.Ella contestó: “Manda que, cuando reines, estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda”.Jesús le contestó: “No saben lo que pides. ¿Son capaces de beber la copa que yo he de beber?”. Ellos replicaron: “Podemos”.Jesús les dijo: “Mi copa la beberán, pero sentarse a mi derecha e izquierda no me toca a mí concederlo; será para los que mi Padre ha destinado”.Cuando los otros diez lo oyeron, se enfadaron con los dos hermanos.Pero Jesús los llamó y les dijo: “Saben que entre los paganos, los gobernantes tienen sometidos a sus súbditos y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre ustedes; más bien, quien entre ustedes quiera llegar a ser grande, que se haga su servidor; y quien quiera ser el primero, que se haga su esclavo. Lo mismo que este Hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos”.
Aparecen aquí dos lógicas en conflicto: por un lado, la lógica del mundo, que ha influido en la mente de los discípulos y que los lleva a procurar el poder y el dominio, y, por otro lado, la lógica de Hijo del hombre que le lleva a seguir un camino del amor y del servicio, y no se detiene ni ante las injurias, la persecución y la muerte.
La lógica de la cruz supone un cambio radical del sistema de valores imperante. Jesús, siendo el primero, se pone a servir a los demás, dando ejemplo de la verdadera grandeza. Él nos invita a pasar de la perspectiva de quien busca a toda costa rangos, categorías y cargos de poder, a la perspectiva de quien busca ser solidario y servir mejor. La persona encuentra su verdadero valor no en lo que posee,  sino en su actitud de amor y servicio a ejemplo de Jesús.
La buena fama y reputación son un derecho de toda persona humana. Perderlas significa una forma de muerte social. Por eso, el deseo de reconocimiento y de prestigio es connatural al ser humano. Sin embargo, cuando estos valores se convierten en absolutos, hasta el punto de hacer que la persona los busque como la motivación más importante de sus acciones, reducen la propia existencia a una esclavitud y dependencia de la idea que los demás tengan de ella, a un culto a la imagen que se convierte en la idolatría del yo y puede llevarlo a la hipocresía de aparentar lo que no es para obtener aprobación y prestigio.
Naturalmente se olvida del modo como  Dios lo acepta. Olvida también que la vanagloria pierde a la persona en sus aparentes y transitorias victorias, mientras que el amor desinteresado, que mueve a pensar en los demás, le obtiene la verdadera gloria. Jesús desvela nuestra verdad, que consiste en ser como el Hijo, para quien la victoria consiste en amar, servir y dar la vida.
Dice el texto que la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, pide a Jesús: Manda que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda. En la versión de Marcos son los mismos hijos los que piden: Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte (Mc 10, 35). En todo caso es la misma forma de pedir que empleamos con frecuencia en nuestra oración.
Queremos que Dios haga lo que nosotros queremos, que su voluntad se adapte a la nuestra; en vez de ir nosotros a Dios, queremos que Él venga a nuestros intereses. Jesús en Getsemaní da el ejemplo supremo: No se haga mi voluntad sino la tuya. Además, la madre de los Zebedeos puede pedir algo que para ella es bueno: la cercanía de sus hijos a Jesús en su reino; pero ignora que su reino se realizará en la cruz, cuando aparezca con toda su gloria de Hijo amado del Padre que ama a sus hermanos hasta dar la vida por ellos.
San Juan Crisóstomo comenta este pasaje (Homilías sobre Mateo, n. 65) y dice: Jesús procura sacar a la madre de los Zebedeos y a sus discípulos de las ilusiones que se han forjado, diciéndoles que deben estar dispuestos a sufrir injurias, persecuciones y aun muerte: No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo voy a beber?
Que nadie se extrañe de ver a los apóstoles con actitudes tan imperfectas. Hay que esperar que el misterio de la cruz se les revele, que la fuerza del Espíritu Santo les sea comunicada. Si quieres ver el valor de sus almas, míralos más tarde, y los verás superiores a todas las debilidades humanas.
Jesús no oculta las debilidades y pequeñez de sus discípulos para que veas aquello que llegarán a ser después, por el poder de la gracia que los transformará… Observa bien que no les pregunta directamente: «¿Van a ser capaces ustedes de derramar su propia sangre?».
Para alentarlos, les propone compartir su cáliz, beber de su copa, es decir, vivir en comunión con Él… Mas tarde podrás ver al mismo San Juan, que ahora sólo busca el primer puesto, cederle el puesto a San Pedro… En cuanto a Santiago, su apostolado no duró mucho tiempo. Con fervor ardiente, despreciando totalmente los intereses puramente humanos, demostró un celo tan grande que mereció ser el primer mártir entre los apóstoles (Hech 12, 2).

miércoles, 24 de julio de 2019

La Parábola de la semilla (Mt 13, 1-9)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola del sembrador, ilustración atribuida a Albretch Dürer (1503), Museo Británico, Londres, Inglaterra

Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Se reunió junto a él una gran multitud, así que él subió a una barca y se sentó, mientras la multitud estaba de pie en la orilla.Les explicó muchas cosas con parábolas: “Salió un sembrador a sembrar. Al sembrar, unas semillas cayeron junto al camino, vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso con poca tierra. Al faltarles profundidad brotaron enseguida; pero, al salir el sol se marchitaron, y como no tenían raíces se secaron. Otras cayeron entre cardos: crecieron los cardos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra fértil y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. Quien tenga oídos que escuche”.
Jesús explica el misterio de su vida, del desarrollo del reino de Dios y de su Palabra que actúa en nosotros. El centro de la parábola es la semilla. Pero se destaca la idea de que la siembra se frustra cuando la tierra es superficial, o pedregosa, o llena de malezas; sólo al final se logra una cosecha abundante. Probablemente Jesús pronunció esta parábola en el contexto histórico del fracaso que vivió en su predicación en Galilea. La gente que primero le siguió entusiasmada, después dudó de él como Mesías, no creyó en la venida del reino que Él anunciaba, no siguió sus enseñanzas.
Jesús revela el modo como Dios lee las cosas y nos enseña a entender lo que acontece en nuestro mundo tan contradictorio. Nos hace ver que el Reino de Dios ya está inaugurado y marcha hacia su realización plena, pero que no tiene un desarrollo homogéneo y triunfal. La acción de Dios choca con el mal y con las resistencias que le oponemos. Pero –esta es la sorpresa– su éxito final está asegurado. Dios es señor de la historia.
Con esta parábola Jesús quiere recuperar la confianza de la gente, sobre todo de sus discípulos. Se puede llamar la parábola de la confianza porque hay en ella una llamada a fiarnos de la obra de Dios. La acción confiada del sembrador que esparce la semilla interpela al creyente para que salga de sus temores y apatías, cobre valor y se abra a la novedad del futuro que viene al encuentro del presente. No se trata de una confianza fácil y optimista. Hay muchas dificultades que superar y obstáculos que enfrentar.
A estas dificultades alude la alegoría de las distintas clases de tierra. Más que cuatro tipos de hombres, son cuatro niveles o formas de escuchar la Palabra de Dios que conviven en cada uno de nosotros.
La semilla caída en tierra de borde del camino significa que podemos escuchar la Palabra pero sin entenderla, sin asimilarla, porque nuestras maneras de pensar, nuestras costumbres y prejuicios la echan a perder. Encerrados en nosotros mismos, no advertimos la baja calidad humana y cristiana de nuestra vida, y nos defendemos, arguyendo que no tenemos nada que aprender, ni nada que cambiar.
La semilla que cae en terreno pedregoso acontece cuando escuchamos el mensaje evangélico y lo acogemos con alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas a que estamos sometidos impiden que lo tengamos en cuenta en nuestra vida y oriente nuestras decisiones y conducta. Todo queda en buenos sentimientos y deseos, que no se traducen en obras, ni en un compromiso cristiano efectivo.
La caída de la semilla en tierra llena de malezas ocurre cuando permitimos que la Palabra crezca en nosotros, pero después las preocupaciones vanas y el engaño de las cosas que el mundo nos ofrece para ser felices, actúan en nosotros sofocando los valores evangélicos, restándoles atractivo y fuerza, hasta hacerlos caer en el olvido.
Pero se da también en nosotros la tierra buena en la que la semilla sí puede dar fruto. Esa buena tierra es lo mejor nuestro, aquello que nos honra y nos hace sentir realmente bien: cuando somos capaces de gestos de generosidad y de amor admirables. Entonces, nos hacemos disponibles a lo que el Señor nos pide.
Mantenernos como tierra buena no es tarea de un día ni de dos; es proceso lento y constante. Pero es un esfuer­zo sostenido por nuestra confianza en Dios. A pesar de las dificultades de la siembra, Jesús nos asegura el buen resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el espesor del mal en nuestro corazón y convertirnos a Él.
Jesús nos invita a observar las resistencias que oponemos a su mensaje, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo Él mismo lucha con nosotros para tomar posesión de nuestro corazón. Nos pide que analicemos nuestras resistencias y pidamos vernos libres de ellas para acoger lo que Él quiere darnos.
Al celebrar la Eucaristía, Dios siembra en nosotros la Palabra, que se proclama de manera más solemne que en otras ocasiones. Renovamos la confianza en la obra de Dios en nosotros y pedimos que al comer el cuerpo de Cristo en la comunión, su palabra se haga vida en nosotros.

martes, 23 de julio de 2019

Éstos son mi madre y mis hermanos…(Mt 12 46-50)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo predicando (“La petite tombe”), aguafuerte y carboncillo sobre papel de Rembrandt Van Rijn (1652 aprox.), Rijksmuseum, Amsterdam, Holanda
Mientras Jesús estaba hablando a la muchedumbre, su madre y sus hermanos estaban de pie afuera, pues querían hablar con él.Alguien le dijo: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren hablar contigo».Pero Jesús dijo al que le daba el recado: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?».E indicando con la mano a sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Tomen a cualquiera que cumpla la voluntad de mi Padre de los Cielos, y ése es para mí un hermano, una hermana o una madre».
Esta fe es una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la llamada y la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la casa de Dios”. Pero esta posibilidad resulta un escándalo para quienes reclaman para sí el privilegio de ser los únicos allegados a Dios.Señalando con la mano a sus discípulos dijo Jesús: «Estos son mi madre y mis hermanos». La fe verdadera se mueve por el deseo continuo de estar con Él, de acuerdo con Él. Esta fe sólo se alcanza mediante la escucha atenta de su palabra. La unión profunda que de ella surge, Jesús la compara a un parentesco y familiaridad auténtica, es pasar a formar parte de su familia.
El evangelista Mateo observa que a sus más íntimos, Jesús los señala con la mano. Son los que Él ha escogido como discípulos, y ellos han respondido poniéndose en su seguimiento, dejándose enseñar por Él y viviendo entre ellos una auténtica fraternidad. Hacerse discípulo, entrar en el discipulado es la vía para pasar a formar parte de la verdadera familia de Jesús, de sus parientes. Esto exige asumir las actitudes propias de los discípulos: reunirse en torno al Maestro para escucharlo y vivir con Él. Dichosos los que oyen la Palabra de Dios y la guardan (Lc 11,27).
La familia es un asunto del corazón, es vínculo cordial de mutua pertenencia, adopción de una identidad que se establece para siempre y se comparte. Ser pariente cercano de alguien, miembro de su familia, se expresa en llevar su nombre, exige dar cuenta de Él y honrarlo, es compartir suerte y reputación. Jesús dice: El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.
Llevarán el nombre de Jesús los que vivan en su corazón todo lo que fue para Él su razón de vivir: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los otros. Ámense como yo los he amado (Jn 13, 35).
Asimismo, la Iglesia es asunto «de familia». Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la Palabra para hacerla suya y conformar con ella la propia vida, los que toman como referencia en su obrar lo que dijo e hizo Jesús, y esto les hace vivir una fraternidad singular. La Iglesia es un asunto del corazón: sólo es «de familia» cuando se la ve como algo «nuestro». Entonces se la ama, se celebra con ella y se sufre con ella también, desde dentro; se procura ayudarla a ser cada vez mejor la esposa que Cristo se escogió.
La acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo del creyente y modelo de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree y su maternidad verdadera consiste en escuchar y realizar la Palabra.
Lo importante, pues, no es estar entre los que comen y beben con él (13, 26), sino pasar como María, de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, fundado en la escucha y puesta en práctica de la palabra: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu (2 Cor 5,16).

lunes, 22 de julio de 2019

Aparición a María Magdalena (Jn 20, 11-18)

P. Carlos Cardó SJ
Noli me tangere (¡no me toques!), óleo sobre lienzo de Tiziano Vecelli (1510 – 1511), Galería Nacional de Londres, Inglaterra
El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida.Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». María se había quedado llorando fuera, junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó para mirar dentro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y el otro a los pies. Le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?»Les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».Dicho esto, se dio vuelta y vio a Jesús allí, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?».Ella creyó que era el cuidador del huerto y le contestó: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré».Jesús le dijo: «María».Ella se dio la vuelta y le dijo: «Rabboní», que quiere decir «Maestro».Jesús le dijo: «Suéltame, pues aún no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es Dios de ustedes».María Magdalena se fue y dijo a los discípulos: «He visto al Señor y me ha dicho esto».
El Papa Francisco ha revalorizado la figura de María Magdalena como apóstol de la resurrección y figura relevante en la primitiva Iglesia. El texto de Juan sobre la vivencia que tuvo María Magdalena de la resurrección del Señor hace ver que es la primera persona a la que Él busca, en respuesta quizá al afán con que ella le busca. Por eso se la puede ver como figura de la comunidad eclesial que busca a su Señor en medio de las crisis.  
También puede verse un paralelismo entre el discípulo amado y María Magdalena: el discípulo vio y creyó. Vio signos, no al Señor. Representa la fe que responde a la cuestión de la tumba vacía. María en cambio escucha al Señor pronunciar su nombre, y su fe, unida al amor, le hace posible ver al Señor. Por el amor la fe se convierte en experiencia personal del Resucitado. A quien me ama el Padre lo amará y yo también lo amaré y me manifestaré a él (14, 21).
El domingo de madrugada María Magdalena había ido al sepulcro y había visto removida la piedra que lo cubría. Volvió donde estaban los discípulos y refirió el hecho. Pedro y el discípulo al que Jesús quería salieron corriendo. María fue tras ellos. Ellos entraron al sepulcro, ella se quedó fuera, no tuvo valor. Paralizada por la fuerte tensión que sentía, se quedó llorando.
Cuando se fueron los discípulos, María Magdalena se agachó para mirar en el sepulcro. Cobra valor para mirar en la profundidad del vacío que le ha dejado la partida del Señor. No la acepta, busca ansiosamente algo que clarifique lo que ha sucedido. Y el misterio comienza a iluminar su vida.
Dos ángeles, mensajeros de Dios, testigos de lo ocurrido, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo del Señor, uno en la cabecera y otro a los pies, le preguntan: Mujer, ¿por qué lloras? La respuesta de Magdalena –Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto expresa un hondo sentido de pertenencia: mi Señor.
Cuando se está vinculado tan profundamente a alguien que de pronto desaparece, ya no se sabe cómo vivir sin él. Sólo el encuentro le hará pasar del luto a la alegría. Y es lo que los mensajeros le insinúan a Magdalena con su pregunta: Por qué. Tal vez porque considera la muerte como el final de todo; pero puede haber otra explicación.
Y la luz vino. Se volvió y vio a Jesús que estaba allí, pero no lo reconoció. No puede entender todavía. El reconocimiento es gradual. Tiene que calmarse y reconocer que los caminos del Señor pueden ser otros. Entonces recordará quizá lo que Él ya les había dicho: No los dejaré huérfanos; volveré con ustedes. El mundo ya no me verá; ustedes en cambio sí me verán (Jn 14, 19).
Entonces Jesús le dijo: ¡María! Pronunció su nombre con el afecto de siempre y en su tono familiar inconfundible. Todo lo que Jesús ha sido para ella se concentra en esa sola palabra, su nombre. El Señor pronuncia nuestro nombre en lo más íntimo de nosotros y lo pronuncia con amor. Llama a cada uno por su nombre y eso les hace saber lo que son para Él, lo que cuentan para Él: Te he llamado por tu nombre y tú me perteneces (Is 43,1). Porque tú cuentas mucho para mí, eres valioso y yo te amo (Is 43,4).
Por lo demás, Jesús resucitado mantiene el mismo comportamiento de amistad y cercanía que ha tenido en todos sus encuentros (con Nicodemo, con la Samaritana, con los enfermos, con los pobres). Interesado por lo que vive cada uno, pregunta: ¿Qué buscan?, ¿Por qué lloras? Toca el corazón y se reanima la fe que hace posible reconocer su presencia.
¡Rabbubí!, responde María Magdalena en arameo. Lo reconoce a Él como su maestro y a ella como su discípula. Ha realizado el camino del discipulado, ha pasado de la desconfianza a la confianza, de la incredulidad a la fe, de la tristeza al gozo. Como Marta de Betania, ella también reconoce en Jesús a la resurrección y la vida y sabe que creer en Él es tener vida eterna (Jn 11,25).
El encuentro con Él por la fe lleva ya el germen de nuestra feliz resurrección. Ésta se actualiza en toda situación difícil y oscura que puede parecer sin remedio, pero que vista a la luz de la fe puede revelar en sí misma la presencia del Señor resucitado, vencedor de la muerte.
No me retengas, continua Jesús... ve y di a mis hermanos que voy a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes. Cumple la promesa de ir a prepararnos un lugar. Invita a pensar en lo que nos aguarda. Esta espera traza la perspectiva fundamental de nuestra orientación en la vida, su sentido y su meta.
María Magdalena fue corriendo donde estaban los discípulos y les anunció. Se torna anunciadora, pregonera de la resurrección, apóstol, figura del discípulo de Jesucristo, modelo para la Iglesia.

domingo, 21 de julio de 2019

Homilía del Domingo XVI del Tiempo Ordinario - Marta y María (Lc 10, 38-42)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo en casa de Martha y María, óleo sobre lienzo de Jacopo Tintoretto (1580 aprox.), antigua pinacoteca de Munich, Alemania
En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se detuvo y dijo: "Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano."Pero el Señor le contestó: "Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán."
San Lucas pone este pasaje a continuación de la parábola en la que Jesús se identifica con el Samaritano que atendió al hombre herido por unos bandoleros y le buscó una posada. En el camino hacia Jerusalén, el Buen Samaritano busca alojamiento en casa de dos mujeres, Marta y María. Ahora hay una casa que le aloja. El que enseña a acoger, ahora es acogido.
Poco sabemos de estas dos mujeres que lo reciben: sólo que son las hermanas de Lázaro (cf. Jn 11, 1-5). María podría ser la mujer que, en Betania, ungió al Señor antes de su pasión (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13). Y algunos comentaristas creen que es la misma mujer que –según Lc 7, 36ss– se acercó a Jesús con un vaso de alabastro lleno de un perfume precioso y lo derramó sobre sus pies.
Marta critica a su hermana porque no la ayuda en los trabajos materiales, en que ella se afana para acoger a Jesús, como cree que debe hacerlo. Pero Jesús le replica, invitándola a hacer suya la actitud de María que, a sus pies, escucha con atención su palabra. Sin la palabra del Señor todo pierde su auténtico valor e incluso “sabor”.
Se ha dicho tradicionalmente que Marta representa la actividad y María la oración. Pero no hay que contraponer a Marta con María ni a la acción con la oración, hay que integrarlas. Lo que enseña el texto de Lucas es que se ha de purificar la acción por medio de la oración y escucha del Señor porque, sin esto, la acción –aunque sea buena y prolífera– puede perder orientación y convertirse en búsqueda de uno mismo. Con la oración, que nos hace escuchar la Palabra, nuestra acción se ahonda y purifica.
María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán. Jesús elogia la sencilla y sincera receptividad para la escucha. Con esa disposición, la persona deja entrar en su corazón el amor, que es lo que da sentido a todo lo que hace por los demás. “Lo único necesario” es experimentar vitalmente el ser amado sin condiciones. Esto, y sólo esto, da al cristiano la íntima certidumbre de la que brota la calma y la quietud frente a toda circunstancia. El deber no basta. Hay que descubrir el valor de lo gratuito. Ya los profetas lo habían intuido: “Se salvarán si se convierten y se calman; pues en la confianza y la calma esta su fuerza”, dice Isaías (30,15).
Necesitamos integración personal y calma interior porque solemos andar divididos y ansiosos. Los quehaceres materiales y los negocios del mundo ahogan en nosotros, como zarzas y malezas, la semilla sembrada en nuestra tierra. Necesitamos parar, recogernos en nuestro interior y ponernos a los pies del Maestro cada día. Él nos recordará: Busquen, más bien, el Reino y todas las cosas se les darán por añadidura (Mt 6,33; Lc 12,31).
Dejar de escuchar la palabra del Señor, por muchas pretendidas obras buenas e importantes que se hagan, significa tanto como apartarse del reino y correr el riesgo de echarse a perder. Pensemos, pues, en lo importante que es saber integrar el servicio a los demás con la escucha de la palabra de Jesús, sin tratar de rebajar ésta con falsos pretextos.
Al mismo tiempo, el pasaje de Marta y María nos recuerda que Dios está llamando continuamente a nuestra puerta. Lo que pasa es que no queremos oír su llamada o no sabemos cómo acogerlo. Pero hay algo que el texto evangélico hace evidente: Cuando Cristo llama a mi puerta en la forma de un hombre o una mujer que necesita mi ayuda, lo que debo hacer no puede consistir solamente en darle cosas (por valiosas que sean, y que a fin de cuentas es Él mismo quien nos las da), sino ante todo hacerme consciente de que es Él quien viene a mí como un regalo en ese hermano o hermana que ha tocado a mi puerta.
Esto, pues, debe reflejarse en el trato que le doy. Quien a ustedes acoja a mí me acoge (Mt 10,40). Hospes sicut Christus”, al huésped se le recibe como a Cristo, dice la regla benedictina: “Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo. …Y al recibir a pobres y peregrinos se tendrá el máximo de cuidado y solicitud, porque en ellos se recibe especialmente a Cristo, pues cuando se recibe a ricos, el mismo temor que inspiran, induce a respetarlos” (Regla de San Benito).