lunes, 15 de julio de 2019

Seguimiento radical de Jesús (Mt 10, 34- 11, 1)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén, acuarela del Hno. Jesuita italiano Mario Venzo (siglo XX), VIII Estación del Vía Crucis, Parroquia Nuestra Señora de Fátima, Miraflores, Lima
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: "No piensen que he venido a traer la paz a la tierra; no he venido a traer la paz, sino la guerra. He venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y los enemigos de cada uno serán los de su propia familia. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que salve su vida, la perderá y el que la pierda por mí, la salvará.Quien los recibe a ustedes, me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta; el que recibe a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo. Quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pobrecitos, por ser discípulo mío, yo les aseguro que no perderá su paga".Cuando acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, Jesús partió de ahí para enseñar y predicar en otras ciudades. 
Las recomendaciones que dio Jesús a sus apóstoles al enviarlos a predicar son muy exigentes, no dejan lugar a la mediocridad. La adhesión a su persona ha de ser total.
Ante todo, Jesús hace una declaración de su misión: No piensen que he venido a traer la paz… sino la espada. Ha venido como signo de contradicción: ante Él la gente tendrá que tomar posición: por o contra Él. Sus enseñanzas unen y dividen. La paz que trae no es a cualquier precio; es una paz que enfrenta todas las formas del mal, pero con el arma de su Palabra, que como espada de doble filo deja al descubierto los pensamientos y las intenciones del corazón, lo que es vida y lo que es muerte (cf Hebr 4,12).
Viene luego una alusión al Profeta Miqueas (7,6), que refuerza la idea de que su persona puede dividir incluso a los miembros de una familia. Obviamente Jesús sabe que el amor a la familia es un sagrado mandamiento de Dios (así lo afirma varias veces: 15, 3-6; 19, 19); pero es consciente también de que quien se decida a vivir conforme a sus enseñanzas podrá experimentar un conflicto entre la lealtad que le debe a Él y la que debe a su familia; entonces tendrá que preferirlo a Él.
Y esto no debía asombrar demasiado a los primeros cristianos pues conocían las enseñanzas de los filósofos estoicos de su tiempo que afirmaban: «El bien debe estimarse más que cualquier parentesco» (Epicteto). Lo que Jesús afirma es que el vínculo de la fe ha de prevalecer sobre cualquier otro vínculo, incluso el de parentesco. Vivir en radicalidad la fe puede acarrear incomprensiones, críticas y rechazos aun de personas muy queridas, que no comparten todos los valores del evangelio.
Un eco de la fuerza con que el Dios celoso del Antiguo Testamento exigía fidelidad (cf. Ex 20,5; 34,14; Dt 4,24), resuena en las palabras de Jesús. No se le puede poner por debajo de nadie ni de nada. La adhesión a su persona ha de estar por encima. Por tanto, se han de posponer otros bienes y valores, que pueden seguir manteniendo su poder de atracción.
El creyente sabe cuál es la prioridad y por eso su opción funda­mental hace que el “valor” Dios, sea el más importante, en torno al cual debe girar toda su vida, y ante el cual todo ha de que­dar relativizado. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí…. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
No dice que dejemos de amar a nuestros seres queridos, padres, hermanos, hijos... Lo que dice es que quien ama a su padre o a su madre más que a Él, no es digno de Él. No se le puede amar menos porque ya no sería el Señor, a quien se debe amar con todo el corazón y por encima de todo. Y si se le puede amar así –por encima de todo– es porque Él nos amó primero (1 Jn 4, 19) y se entregó a la muerte por mí (Gal 2,20).
A su pasión por mí, respondo con mi pasión por Él. Así, Cristo viene a ser vida para el creyente, lo más importante del mundo, más que la familia, más que la propia vida.
Por lo demás, todos sabemos lo que puede ocurrir en las familias cuando uno de sus miembros opta por un cristianismo más auténtico, o siente la vocación a una mayor entrega en la Iglesia, o asume un estilo de vida solidario que le lleva a encaminar su vida profesional más a servir que a ganar dinero.
El solo hecho de querer obrar con rectitud en una sociedad marcada por la corrupción de las costumbres, puede llevar al cristiano a la encrucijada de tener que optar entre lo que le ofrecen los hombres –que pueden ser incluso personas muy cercanas– y lo que pide Cristo.
En tales momentos el cristiano opta por Cristo y lo hace sin dejar en absoluto de amar a los suyos, aun sabiendo que puede quedarse solo, y sólo por la certeza interior de que, en definitiva, no puede haber oposición entre los amores humanos y el amor a Dios. Este cristiano redescubre y engrandece el amor que les tiene a sus seres queridos. Ha aprendido a amarlos en Dios y según Dios, ha aprendido a amarlo todo en Dios y para Dios.
La exigencia de la cruz, final y resumen de todo, incluye estar listos a dar la vida. No es amar a la cruz por sí misma ni al dolor por el dolor, sino desear imitar y seguir a Jesús hasta donde sea necesario, aun a riesgo de la propia vida. Una entrega así asegura el logro más feliz de la persona antes y después de la muerte.
El texto termina con un elo­gio de todo aquel que acoge al que va en nombre del Señor, al que es discípulo suyo, aunque sea un pobrecito. Hay una identificación entre los enviados y Jesús que los envía, su ser y su actuar se continúan en ellos: el que a ustedes recibe, a mí recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me ha enviado (Mt 10,40; cf. Mt 25,31-46). El que dé de beber a uno de estos pobrecitos porque es mi discípulo, no perderá su paga.

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