P.
Carlos Cardó SJ
El
sembrador de cizaña, grabado en madera sobre papel de Sir John Everett Millais (1864), publicada en
“Ilustraciones de las Parábolas de Nuestro Señor”, edición de 1924 de Gilbert
Daziel
Les contó otra parábola: “El reinado de Dios es como un hombre que sembró semilla buena en su campo. Pero, mientras la gente dormía, vino su enemigo y sembró cizaña en medio del trigo, y se marchó. Cuando el tallo brotó y empezó a granar, se descubrió la cizaña. Fueron entonces los siervos y le dijeron al amo: Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿De dónde le viene la cizaña? Les contestó: Un enemigo lo ha hecho. Le dijeron los siervos: ¿Quieres que vayamos a arrancarla? Les contestó: No; que, al arrancarla, vais a sacar con ella el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña, atadla en gavillas y echadla al fuego; luego recoged el trigo y guardadlo en mi granero”.
El creyente sabe que el triunfo del bien sólo acontecerá al final,
por obra de Dios. Antes tiene que transcurrir el tiempo de la espera, tiempo de
la fortaleza y de la resistencia activa, de Dios y nuestra, y tiempo también
para la misericordia. Por eso, el creyente no se puede dejar abatir; debe más
bien exaltar el bien: ser en verdad hijo de un Dios misericordioso, que hace
llover sobre justos e injustos y salir el sol sobre malos y buenos.
El mal no gasta al bien. Enfrentado como Jesús, el mal puede dar
paso al bien que niega. “Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien” (Rm 8,28). “Dios ha permitido que todos seamos rebeldes para tener
misericordia de todos” (Rom 11,32). Y
donde abunda el pecado, allí sobreabunda la gracia (Rom 5,20).
Es comprensible que, ante el mal del mundo, sobre todo cuando causa
sufrimiento a los inocentes, nos preguntemos acerca de la bondad de Dios. Pero
tales preguntas no son inevitables. La fe no ofrece una teoría consoladora para
resolver esos interrogantes, pero ve un camino para superarlos, de modo que sea
posible cambiar este mundo en dirección del reino de Dios y por tanto de
incluir todo mal y todo sufrimiento bajo el influjo de ese amor de Dios que
“renovará la faz de la tierra” y que “enjugará las lágrimas de los ojos” (Apoc 21,4). Es el camino de Jesús que,
ante el mal y el pecado del mundo acumulado en su cruz, hizo actuar la fuerza
del amor de Dios que supera al mal y a la muerte misma.
En esta perspectiva, cabe también interrogarnos sobre nuestro amor
a la Iglesia. La Iglesia es divina y humana de arriba abajo. Nuestra fe nos
hace ver en ella el “Sacramento” de la comunión
de Dios con los hombres en Jesucristo, comunidad reunida por el Espíritu
Santo y llamada al reino de Dios Padre. Por eso es “cuerpo” y “esposa” de
Jesucristo. Creemos que la Iglesia –a pesar del pecado de sus miembros– es el
lugar indestructible que sostiene la verdad originaria (“apostólica”) del
Espíritu de Dios en el mundo.
Pero esto no siempre nos resulta obvio. Aunque hay muchos signos,
no es fácil constatar que la Iglesia sea “sacramento del amor de Dios”. El
pueblo de Dios siempre es santo y pecador. Nosotros quisiéramos una comunidad
cristiana perfecta, sin defecto. Pero la Iglesia no es una secta de puros; en
ella hay puesto para todos. Por eso, se encontrará siempre infectada de mal,
por fuera y por dentro.
Quizá, por fijarnos sólo en sus elementos divinos, la idealizamos,
forzada como está a peregrinar aún lejos de su Señor por los caminos del mundo.
Por eso, en toda época ha habido conflictos entre las apariencias humanas de
Cristo y las exigencias de la Fe. Pero es verdad también que, al mismo tiempo y
con mayor intensidad aún, todos hemos experimentado la íntima certeza de la
pureza, verdad y bondad de Cristo en sí y de su obra entre nosotros a través de
esa misma Iglesia.
Por supuesto que nos gustaría ver cuanto antes a los
representantes oficiales ofreciéndonos una imagen más auténtica del Señor Jesús,
Buen Pastor en sus personas y en sus vidas; pero esto no es posible de manera
inmediata y plenamente. Sin mostrarnos en absoluto insensibles a los escándalos
y espectáculos decepcionantes que, de mil maneras, siempre ha dado ese mundo oficial, no seamos, sin embargo, de
aquellos que querrían ver el cielo sobre la tierra.
En definitiva, es la fe en Jesucristo la que sostiene nuestra fe
en la Iglesia, y sólo en esta fe podemos superar la desconfianza, el
distanciamiento escéptico o la crítica arrogante y destructiva. Sólo cuando
aceptamos a la Iglesia como es, llega nuestro amor a ella a su madurez.
Preguntémonos si confiamos en ella, si oramos por ella, si somos miembros
activos de ella. Y cuando nos vengan ganas de criticar a la Iglesia, comencemos
por criticarnos a nosotros mismos. Es evidente que cada uno de nosotros, a su
modo, compromete a la Iglesia ante el mundo; no sólo aquellos otros
eclesiásticos sobre los que estamos dispuestos a lanzar nuestro grito de protesta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.