domingo, 28 de julio de 2019

Homilía del Domingo XVII del Tiempo Ordinario - El Padre nuestro (Lc 11, 1-4)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola del amigo inoportuno, óleo sobre lienzo de William Homan Hunt (1895), Galería Nacional Victoria, Melbourne, Australia
Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos".Entonces Jesús les dijo: "Cuando oren, digan: ‘Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende, y no nos dejes caer en tentación’ ".También les dijo: "Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo que viene a medianoche a decirle: ‘Préstame, por favor, tres panes, pues un amigo mío ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle’. Pero él le responde desde dentro: ‘No me molestes. No puedo levantarme a dártelos, porque la puerta ya está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados’. Si el otro sigue tocando, yo les aseguro que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su molesta insistencia, sí se levantará y le dará cuanto necesite. Así también les digo a ustedes: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, encuentra, y al que toca, se le abre. ¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pescado, le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?".
Poder llamar a Dios Padre nuestro es el gran don de Jesús. Al hacerlo nos reconocemos como hijos suyos, creados por amor. Tener a Dios como Padre es vivir con la certeza de que siempre estará con nosotros, y esto nos da una confianza inquebrantable: Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 32ss).Enséñanos a orar, le pide un discípulo a Jesús. Él le responde proponiendo el Padre nuestro, que más que una plegaria es un programa de vida, pues cada una de sus peticiones ha de ser llevada a la práctica.
La oración, como toda nuestra vida, está orientada a santificar el Nombre de Dios. Esto significa tener a Dios en el lugar central que se merece. Jesús santificó continuamente el Nombre de Dios su Padre, amándolo y amando a los hermanos. Y así nos enseñó a vivir: “Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26).
Santificamos el nombre de Dios cuando, como Jesús, procuramos hacer su voluntad, cuando nos confiamos a Él en los momentos difíciles, cuando reconocemos como don suyo lo que tenemos y lo compartimos con los necesitados. Así, el Nombre de Dios es santificado.
La oración que Jesús nos enseña despierta en nosotros el deseo del reino de Dios. Venga tu reino. Es nuestra esperanza: que la historia confluya en su reino como su término seguro y feliz, cuando Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28) y sean creados cielos nuevos y tierra nueva en que habite la justicia.
Sabemos que ese reino “ha llegado” ya en Jesús; que “viene” a nosotros cuando encarnamos en nuestra vida los valores del evangelio; y que “vendrá” plenamente cuando se superen las desigualdades injustas y se establezca la fraternidad entre los hijos e hijas de Dios. El reino está entre nosotros como semilla que crece sin que nos demos cuenta (Lc 13,18s). Y es Jesús resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro juez y también nuestra eterna felicidad. Por eso, expresamos nuestro deseo de la venida de su reino con estas palabras: Marana tha, ¡Ven Señor, Jesús!
Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos: Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Necesitamos el pan material para nuestros cuerpos y el pan espiritual para nuestra vida en Dios. Y decimos pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da tiene que compartirse. El pan que no se comparte genera división. El pan compartido es bendición, eucaristía.
En la oración que Jesús nos dejó expresamos también la necesidad del perdón. Perdónanos nuestras ofensas. Dios no niega nunca su amor que rehabilita a todo hijo suyo, aunque sea un rebelde o un malvado. Como dice el Papa Francisco: “Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. Todos necesitamos perdón. El cristiano no es justo sino justificado; no es santo sino pecador tocado por la gracia divina que lo rehabilita y eleva; no es intolerante ni excluyente y se muestra compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona.
La confianza en Dios nos lleva a asumir ante Él nuestra radical deficiencia y debilidad, el riesgo de la vida: No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba, porque forma parte de la existencia, sino que nos proteja para no sucumbir, seguros –como dice San Pablo– de que “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza, que nos arranca del amor de Dios.
Y para reforzar aún más esta confianza, Lucas añade dos pequeñas parábolas en las que Jesús pone como referencia el comportamiento de un amigo con su amigo y el de un padre con su hijo, para concluir que el amor de Dios es mucho más disponible y generoso que el de un amigo o el de un padre terreno.
El amor de padre es en sí la verdadera parábola que usa Jesús para hacernos ver que Dios nos ama como el más paternal de los padres y la más maternal de las madres; ama gratuitamente, no por nuestros méritos; ama siempre, no unas veces sí y otras no; no puede dejar de amar, no engaña ni defrauda.
¿Qué padre hay tan malo que se atreva engañar a su hijo pequeñito dándole algo inservible o peligroso? Si esto es así con los padres de la tierra, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? Queda claro, pues, que el don por excelencia que se obtiene con la oración es el Espíritu que nos libera, que inspira creatividad, empeño y fortaleza en las dificultades, claridad para ver los acontecimientos de la vida a la luz de Dios y poner amor en todo lo que vivimos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.