P. Carlos Cardó SJ
Parábola del amigo inoportuno, óleo sobre
lienzo de William Homan Hunt (1895), Galería Nacional Victoria, Melbourne,
Australia
Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos".Entonces Jesús les dijo: "Cuando oren, digan: ‘Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende, y no nos dejes caer en tentación’ ".También les dijo: "Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo que viene a medianoche a decirle: ‘Préstame, por favor, tres panes, pues un amigo mío ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle’. Pero él le responde desde dentro: ‘No me molestes. No puedo levantarme a dártelos, porque la puerta ya está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados’. Si el otro sigue tocando, yo les aseguro que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su molesta insistencia, sí se levantará y le dará cuanto necesite. Así también les digo a ustedes: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, encuentra, y al que toca, se le abre. ¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pescado, le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?".
La oración, como toda nuestra vida, está orientada a santificar
el Nombre de Dios. Esto significa
tener a Dios en el lugar central que se merece. Jesús santificó continuamente
el Nombre de Dios su Padre, amándolo y amando a los hermanos. Y así nos enseñó
a vivir: “Padre, yo les he dado a conocer
tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en
ellos y yo en ellos” (Jn 17,26).
Santificamos el nombre de Dios cuando, como Jesús, procuramos
hacer su voluntad, cuando nos confiamos a Él en los momentos difíciles, cuando
reconocemos como don suyo lo que tenemos y lo compartimos con los necesitados. Así,
el Nombre de Dios es santificado.
La oración que Jesús nos enseña despierta en nosotros el deseo del
reino de Dios. Venga tu reino. Es nuestra esperanza: que la historia
confluya en su reino como su término seguro y feliz, cuando Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28)
y sean creados cielos nuevos y tierra
nueva en que habite la justicia.
Sabemos que ese reino “ha
llegado” ya en Jesús; que “viene” a nosotros cuando encarnamos en
nuestra vida los valores del evangelio; y que “vendrá” plenamente cuando se superen las desigualdades injustas y
se establezca la fraternidad entre los hijos e hijas de Dios. El reino está entre
nosotros como semilla que crece sin que nos demos cuenta (Lc 13,18s). Y es Jesús resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro
juez y también nuestra eterna felicidad. Por eso, expresamos nuestro deseo de
la venida de su reino con estas palabras: Marana
tha, ¡Ven Señor, Jesús!
Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos: Danos hoy nuestro pan. El
pan es vida. Necesitamos el pan
material para nuestros cuerpos y el pan espiritual para nuestra vida en Dios. Y
decimos pan nuestro, no mi
pan, porque lo que Dios da tiene que compartirse. El pan que no se comparte
genera división. El pan compartido es bendición, eucaristía.
En la oración que Jesús nos dejó expresamos también la necesidad
del perdón. Perdónanos nuestras ofensas. Dios no niega nunca su amor que
rehabilita a todo hijo suyo, aunque sea un rebelde o un malvado. Como dice el
Papa Francisco: “Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos
cansamos de pedir perdón”. Todos necesitamos perdón. El cristiano no es justo
sino justificado; no es santo sino pecador tocado por la gracia divina que lo rehabilita
y eleva; no es intolerante ni excluyente y se muestra compasivo con el que ha
caído. Por eso no condena, sino perdona.
La confianza en Dios nos lleva a asumir ante Él nuestra radical
deficiencia y debilidad, el riesgo de la vida: No nos dejes caer en tentación.
No pedimos que nos libre de la prueba, porque forma parte de la existencia, sino
que nos proteja para no sucumbir, seguros –como dice San Pablo– de que “Dios es fiel y no permitirá que sean
tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza
para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza,
que nos arranca del amor de Dios.
Y para reforzar aún más esta confianza, Lucas añade dos pequeñas parábolas
en las que Jesús pone como referencia el comportamiento de un amigo con su
amigo y el de un padre con su hijo, para concluir que el amor de Dios es mucho
más disponible y generoso que el de un amigo o el de un padre terreno.
El amor de padre es en sí la verdadera parábola que usa Jesús para
hacernos ver que Dios nos ama como el más paternal de los padres y la más
maternal de las madres; ama gratuitamente, no por nuestros méritos; ama siempre,
no unas veces sí y otras no; no puede dejar de amar, no engaña ni defrauda.
¿Qué padre hay tan malo que se atreva engañar a su hijo pequeñito
dándole algo inservible o peligroso? Si esto es así con los padres de la
tierra, ¿cuánto más el Padre del cielo
dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? Queda claro, pues, que el don
por excelencia que se obtiene con la oración es el Espíritu que nos libera, que
inspira creatividad, empeño y fortaleza en las dificultades,
claridad para ver los acontecimientos de la vida a la luz de Dios y poner amor
en todo lo que vivimos.
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