P. Carlos Cardó SJ
El paralítico, óleo sobre lienzo de Kirk Richards,
Iglesia anglicana de la Santísima Trinidad, Ultrech, Países Bajos
En aquel tiempo subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad.Le presentaron un paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: "¡Animo, hijo!, tus pecados están perdonados".Algunos de los letrados se dijeron: "Este blasfema".Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo: "¿Por qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil decir: "Tus pecados están perdonados", o decir: "Levántate y anda"? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados -dijo dirigiéndose al paralítico-: "Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa".Se puso en pie, y se fue a su casa. Al ver esto, la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad.La escena se desarrolla en Cafarnaum, probablemente en casa de Simón Pedro (1,29) donde Jesús se alojaba. Se había propagado la noticia de que realizaba signos en favor de los enfermos y se agolpó una gran cantidad de gente a la puerta, tanto que ya nadie podía entrar. Un paralítico quiere ser curado, pero depende totalmente de lo que hagan por él. Aparecen entonces sus amigos, observan lo difícil que les va a ser llevarlo hasta Jesús, y elaboran una estratagema ingeniosa: cargan al enfermo con su camilla, abren un boquete en el techo de la casa y por allí lo descuelgan hasta ponerlo a los pies de Jesús.
La escena puede recordarnos situaciones semejantes.
Cuántas veces y por cuántos motivos le es difícil a la gente, sobre todo a los
pobres y a los que son excluidos, acercarse a Jesús en su casa, la Iglesia.
Nosotros mismos, ¡cuántas veces nos hemos quedado como paralizados por
problemas que parecían superar nuestra capacidad! Y también gente amiga nos
ayudó a salir adelante, nos hizo ver a Dios en nuestra situación y a partir de
ahí todo cambió.
Pero hay algo interesante en el texto: como
el paralítico, todos tenemos necesidades más o menos urgentes, más o menos
dolorosas de las que queremos librarnos, y recurrimos a Dios. Pero esa liberación
que nos interesa ¿es en verdad la que más necesitamos, la más profunda? Dios no
responde mecánicamente. Actúa como lo hizo con el paralítico, acoge nuestro
deseo aunque no esté bien formulado y responde a lo que más necesitamos en la
profundidad de nuestro ser, en otro nivel de necesidad más hondo que, de
momento, como el enfermo y sus amigos, no hemos reconocido ni formulado.
Otro dato sorprendente del relato es que Jesús
no se fija sólo en la carencia de ese hombre, sino que destaca lo mejor que él
y sus amigos demuestran y que los escribas allí presentes (los expertos en
religión) no tienen: la fe. Viendo la
fe...
Y el milagro ocurre, el verdadero, que en la
lógica de la respuesta de Jesús a los escribas es lo más importante y lo más
difícil: el perdón, es decir, la regeneración del hombre para una vida nueva
gracias al encuentro con el Hijo de Dios, que aporta salvación, salud integral.
Esa gracia del perdón se ofrece a todos, pero sólo los sencillos y los pobres
de corazón, como el paralítico, la aceptan y aprovechan, no los sabios de este
mundo. Ánimo, hijo, tus pecados te quedan
perdonados, dice Jesús al paralítico ante el asombro de los escribas.
¡Este blasfema!, gritan éstos y tienen su lógica porque, en efecto, la Biblia dice que perdonar
los pecados sólo Dios puede hacerlo (cf. Is
43, 25); y si Jesús lo pretende es porque usurpa la autoridad divina y ofende
a Dios. Piensan así porque no creen en Él, no están dispuestos a aceptarlo como
el Enviado que abre para todos el tiempo del perdón y de
la misericordia, anunciado por los profetas: Esta es la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos
días, dice el Señor. Meteré mi ley en su pecho y la inscribiré en sus
corazones..., pues yo perdono sus culpas y olvido sus pecados (Jr 31, 34).
La curación que se produce a continuación
viene a ser solamente la garantía visible del poder de salvación que actúa en
Jesús. Perdonando primero al paralítico, le ha hecho trascender la inmediatez
de su deseo de verse libre de su enfermedad; ha trastornado los esquemas de los
expertos en Dios, y ha movido a la gente a reconocer el verdadero proyecto de
Dios, que se anticipa y encarna también en el gesto simple y sin ostentación alguna
de la curación: Se dirigió al paralítico
y le dijo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. La liberación que
trae Dios por medio de Jesús elimina el mal hasta en las raíces más
subterráneas del pecado, hasta en sus más oscuras ramificaciones, que son la
enfermedad y la muerte.
Y a la vista de todos, el paralítico se
marchó cargando su camilla. Es una representación plástica de lo que ha pasado
en su interior. La camilla, signo pesado y humillante de su desgraciada
invalidez, se transforma en el signo de su libertad y dignidad recuperadas para
siempre.
Todos cargamos nuestras camillas, recuerdo de
nuestras antiguas parálisis, carencias, frustraciones y ofensas sufridas. Por
la fe, se nos concede descubrir la acción de Dios en ellas, y poder asumirlas,
integrarlas, no depender ya de ellas ni dejar que determinen nuestra autoestima
y la conducta que tenemos con nosotros mismos y con los demás.
San Pablo aprendió a ver la fuerza de Dios en
sus debilidades personales y en las heridas sufridas, y cuando las recordaba no
dudaba en decir: Por eso me complazco en
mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las
angustias sufridas por Cristo; pues, cuando
soy débil, entonces soy fuerte (2 Cor 12,10).
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