P.
Carlos Cardó SJ
Parábola del sembrador,
ilustración atribuida a Albretch Dürer (1503), Museo Británico, Londres,
InglaterraAquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Se reunió junto a él una gran multitud, así que él subió a una barca y se sentó, mientras la multitud estaba de pie en la orilla.Les explicó muchas cosas con parábolas: “Salió un sembrador a sembrar. Al sembrar, unas semillas cayeron junto al camino, vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso con poca tierra. Al faltarles profundidad brotaron enseguida; pero, al salir el sol se marchitaron, y como no tenían raíces se secaron. Otras cayeron entre cardos: crecieron los cardos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra fértil y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. Quien tenga oídos que escuche”.
Jesús revela el modo como Dios lee las cosas y nos enseña a entender
lo que acontece en nuestro mundo tan contradictorio. Nos hace ver que el Reino
de Dios ya está inaugurado y marcha hacia su realización plena, pero que no
tiene un desarrollo homogéneo y triunfal. La acción de Dios choca con el mal y con
las resistencias que le oponemos. Pero –esta es la sorpresa– su éxito final
está asegurado. Dios es señor de la historia.
Con esta parábola Jesús quiere recuperar la confianza de la gente,
sobre todo de sus discípulos. Se puede llamar la parábola de la confianza
porque hay en ella una llamada a fiarnos de la obra de Dios. La acción confiada
del sembrador que esparce la semilla interpela al creyente para que salga de
sus temores y apatías, cobre valor y se abra a la novedad del futuro que viene
al encuentro del presente. No se trata de una confianza fácil y optimista. Hay
muchas dificultades que superar y obstáculos que enfrentar.
A estas dificultades alude la alegoría de las distintas clases de
tierra. Más que cuatro tipos de hombres, son cuatro niveles o formas de escuchar
la Palabra de Dios que conviven en cada uno de nosotros.
La semilla caída en tierra de
borde del camino significa que podemos escuchar la Palabra pero sin entenderla,
sin asimilarla, porque nuestras maneras de pensar, nuestras costumbres y
prejuicios la echan a perder. Encerrados en nosotros mismos, no advertimos la
baja calidad humana y cristiana de nuestra vida, y nos defendemos, arguyendo
que no tenemos nada que aprender, ni nada que cambiar.
La semilla que cae en terreno
pedregoso acontece cuando escuchamos el mensaje evangélico y lo acogemos con
alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas a que estamos
sometidos impiden que lo tengamos en cuenta en nuestra vida y oriente nuestras
decisiones y conducta. Todo queda en buenos sentimientos y deseos, que no se
traducen en obras, ni en un compromiso cristiano efectivo.
La caída de la semilla en tierra
llena de malezas ocurre cuando permitimos que la Palabra crezca en nosotros,
pero después las preocupaciones vanas y el engaño de las cosas que el mundo nos
ofrece para ser felices, actúan en nosotros sofocando los valores evangélicos,
restándoles atractivo y fuerza, hasta hacerlos caer en el olvido.
Pero se da también en nosotros la
tierra buena en la que la semilla sí puede dar fruto. Esa buena tierra es lo
mejor nuestro, aquello que nos honra y nos hace sentir realmente bien: cuando
somos capaces de gestos de generosidad y de amor admirables. Entonces, nos
hacemos disponibles a lo que el Señor nos pide.
Mantenernos como tierra buena no
es tarea de un día ni de dos; es proceso lento y constante. Pero es un esfuerzo
sostenido por nuestra confianza en Dios. A pesar de las dificultades de la siembra,
Jesús nos asegura el buen resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el
espesor del mal en nuestro corazón y convertirnos a Él.
Jesús nos invita a observar las resistencias que oponemos a su
mensaje, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo Él mismo lucha con
nosotros para tomar posesión de nuestro corazón. Nos pide que analicemos
nuestras resistencias y pidamos vernos libres de ellas para acoger lo que Él
quiere darnos.
Al celebrar la Eucaristía, Dios
siembra en nosotros la Palabra, que se proclama de manera más solemne que en
otras ocasiones. Renovamos la confianza en la obra de Dios en nosotros y
pedimos que al comer el cuerpo de Cristo en la comunión, su palabra se haga vida
en nosotros.
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