lunes, 16 de septiembre de 2024

Curación del siervo de un oficial romano (Lc 7, 1-10)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús y el Centurión Romano, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1580-1588), Museo de la Historia del Arte, Viena, Austria

En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar a la gente, entró en Cafarnaúm. Había allí un oficial romano, que tenía enfermo y a punto de morir a un criado muy querido. Cuando le dijeron que Jesús estaba en la ciudad, le envió a algunos de los ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su criado.
Ellos, al acercarse a Jesús, le rogaban encarecidamente, diciendo: "Merece que le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga". Jesús se puso en marcha con ellos.
Cuando ya estaba cerca de la casa, el oficial romano envió unos amigos a decirle: "Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que tú entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte. Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano. Porque yo, aunque soy un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes y si le digo a uno: “Ve, y va; a otro: ‘ven, y viene; y a mi criado: ‘Haz esto!’, y lo hace".
Al oír esto, Jesús quedó lleno de admiración, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: "Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande".
Los enviados regresaron a la casa y encontraron al criado perfectamente sano. 

Este pasaje viene después del discurso de Jesús a sus discípulos. Se puede suponer que la intención del evangelista Lucas al ponerlo aquí es la de hacer ver la eficacia de la palabra de Jesús para confiar en ella por encima de todo. 

Jesús ha anunciado la buena noticia de la salvación para los pobres; la acción que va a realizar ahora será un signo de que la salvación prometida ha comenzado ya a manifestarse. Ha transmitido una serie de principios que tienen que ver con el amor universal, incluso a los enemigos, con la apertura y solidaridad, el respeto mutuo y el perdón; todo ello como contenido práctico de la fe en Él y del modo de vivir como verdadero discípulo suyo. 

Ahora, todos esos valores y principios normativos aparecerán en el diálogo de Jesús con los enviados de un oficial pagano, en la fe humilde y confiada de éste, en la curación que Jesús va a realizar como respuesta a la fe del pagano, y en el proponer a éste como modelo de creyente para los discípulos y para todo Israel. 

Lucas, a diferencia de Mateo (cf. Mt 8, 5), presenta al oficial romano como un benefactor de los judíos de Cafarnaum, para quienes ha construido la sinagoga. Se trata, pues, de una persona que, aunque no pertenezca al pueblo escogido de Israel, hace el bien y reconoce la autoridad de Jesús como enviado de Dios. Pero lo que más resalta en él es la actitud de humildad y de confianza absoluta: Señor, no te molestes, yo no soy digno de que entres en mi casa, por eso no me he atrevido a presentarme personalmente a ti; pero basta una palabra tuya para que mi criado quede sano. 

Es un militar que tiene soldados a sus órdenes, pero reconoce la superioridad de la autoridad de Jesús. Frente a ésta y al poder de su palabra con el que puede vencer a la enfermedad, aun sin hacerse presente, la autoridad del oficial no es nada: Yo no soy más que un subalterno…, dice. La conclusión del pasaje es el asombro que le causa a Jesús esa actitud del pagano y que le lleva a afirmar: Les digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande. 

La comunidad cristiana que conservó este relato vio claramente en el oficial romano el modelo y camino a seguir para creer verdaderamente en Jesús y hacer efectivo el poder de su palabra en sus vidas. El oficial confió que Jesús podía curar a su criado, reconoció que era el enviado de Dios y que obraba con su autoridad, se situó ante Él sin pretensión  alguna, sintiéndose pequeño frente a la autoridad de Jesús, y le manifestó una adhesión que fue más allá del favor que esperaba obtener. Se podría decir, entonces, que el verdadero “milagro”, es decir, lo que más admiración causa, es este hombre pagano que viene a la fe. 

La versión más antigua de este pasaje es la que consigna Mateo en su evangelio (8, 5-13). Lucas posteriormente la modifica un poco para poner con mayor énfasis la idea de la universalidad del mensaje cristiano y de la llamada de todos los pueblos a la fe y a la salvación. El oficial romano de Cafarnaum es presentado como el modelo de los no judíos que reciben la invitación y entran a la comunidad eclesial de los que creen Jesucristo. 

Por su parte los cristianos pueden aprender la fe y humildad del oficial y la acogida misericordiosa de Jesús a él y a todos sin distinción.

domingo, 15 de septiembre de 2024

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario “Confesión de Pedro y seguimiento” (Mc 8, 27-35)

 P. Carlos Cardos SJ 

Jesús y Pedro, pintura de Manuel de Jesús Pinto (entre 1804 y 1815), Concatedral de San Pedro de los Clérigos, Recife, Permambuco, Brasil

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a los poblados de Cesarea de Filipo. Por el camino les hizo esta pregunta: "¿Quién dice la gente que soy yo?" Ellos le contestaron: "Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los profetas".
Entonces Él les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Pedro le respondió: "Tú eres el Mesías". Y Él les ordenó que no se lo dijeran a nadie.
Luego se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día. Todo esto lo dijo con entera claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo. Jesús se volvió, y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro con estas palabras: "¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres".
Después llamó a la multitud y a sus discípulos, y les dijo: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará". 

Con este texto se inicia una parte importante del evangelio de Marcos, la sección del camino que concluye con la entrada de Jesús en Jerusalén (11,8). En ella se relata su marcha hacia la pasión. Los apóstoles ocupan un lugar central porque Jesús se dedica a ellos de modo especial para que entiendan el significado de la cruz. Quiere hacerlos capaces de comprender que el Mesías debe realizar su misión salvadora por medio de un amor entregado hasta la cruz. Y deben comprender asimismo que ser discípulos suyos implica seguirlo en una existencia caracterizada por la entrega de uno mismo. 

En este contexto, tiene con ellos un momento de intimidad. Y les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden mencionando las distintas opiniones que la gente tiene de Él: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías venido a preparar la llegada del Mesías, o que es simplemente un profeta, sin mayor concreción. 

A continuación, Jesús les pregunta a ellos mismos: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Quiere que se hagan conscientes de su fe, que vean cuánto confían en él, porque les espera una prueba terrible. Entonces Pedro, tomando la palabra en nombre del grupo, le contesta: Tú eres el Mesías (el Cristo). 

Si uno lee el relato haciéndose presente en él (y ésta es la mejor manera de leer la Palabra de Dios), podrá admitir que Jesús me dirige también esa pregunta: “¿Quién soy yo para ti?”. No sólo qué sabes de mí, ni qué haces por mí, sino quién soy yo para ti. Y esto es fundamental porque seguir a Cristo no es asimilar una ideología, ni simplemente saber una doctrina o cumplir una moral, sino tener con Él una relación personal. 

Por la fe uno se relaciona con alguien que le sale al encuentro y le muestra lo que ha hecho y sigue dispuesto a hacer por él. Uno descubre que, con Jesús, el amor salvador de Dios ha comenzado ya a triunfar sobre la injusticia y maldad del mundo, y que para que este amor se extienda y abrace a toda la humanidad, Él cuenta con nuestra colaboración. 

Después de ordenar a los discípulos que no hablaran de él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que debía ser el Mesías, Jesús les advirtió claramente que “tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros, que lo matarían y a los tres días resucitaría”. Es el primer mensaje que les hace de su pasión. 

Y les resultó insoportable. 

No podían comprender que Jesús, el Mesías, el sucesor de David que habría de restaurar la monarquía y dar gloria a Israel, acabaría rechazado por las autoridades religiosas que lo matarían y a los tres días resucitaría. Eran incapaces de recordar que así lo había presentado el profeta Isaías en sus cantos sobre el Siervo de Dios. 

Jesús había asumido una forma de ser Mesías que no se acreditaba con un triunfo según este mundo sino asumiendo el dolor, la opresión y la culpa de su pueblo, conforme a un designio de Dios su Padre, con el que se identificaba plenamente. 

Para que ninguno de sus hijos o hijas se pierda, Dios entrega a su propio Hijo y éste, por su parte, asume como propio ese amor salvador, mostrándose dispuesto a llevarlo hasta donde sea necesario, incluso hasta entrega su propia vida por la salvación de sus hermanos y hermanas. No hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos. 

Por consiguiente, no es que le agrade a Dios ver sufrir a su Hijo (sería blasfemo pensar una cosa así), sino que el mayor amor llega ineludiblemente hasta la identificación con aquellos a quienes ama, hasta cargar con sus dolores, asumir como propia su culpa y morir para que tengan vida. Este amor de Jesús por nosotros, unido a su inquebrantable esperanza en su Padre, es lo que le hará experimentar el triunfo de su vida sobre la muerte, la gloria de la resurrección. 

Pedro no comprende. No puede admitir que su Maestro tenga que padecer. El destino del Mesías es el triunfo, no la humillación del fracaso. Además, Pedro no está dispuesto a verse involucrado en un final como el de su Maestro. Por eso, tomándolo aparte, comenzó a increparlo. Pero Jesús lo reprende severamente a la vista de todos: ¡Apártate de mí, Satanás! Ponte detrás, tentador. Están los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres; y el discípulo preferido aún no ha dado el paso. 

En adelante, el seguimiento de Jesús quedará definido como asumir su estilo de vida con todas sus consecuencias. Así, la vida de Jesús se prolongará en la del discípulo.

sábado, 14 de septiembre de 2024

¡No basta decir Señor, Señor! (Lc 6, 43-49)

 P. Carlos Cardó SJ 

Las lágrimas de San Pedro, óleo sobre lienzo de El Greco (Domenikos Theotokópoulos) (1850 aprox.), Museo Bowes, Inglaterra

En aquel tiempo, Jesús dijo: “No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni tampoco árbol malo que dé frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos. No se recogen higos de los espinos ni se sacan uvas de las zarzas.
Así, el hombre bueno saca cosas buenas del tesoro que tiene en su corazón, mientras que el malo, de su fondo malo saca cosas malas. La boca habla de lo que está lleno el corazón. ¿Por qué me llaman: ¡Señor! ¡Señor!, y no hacen lo que digo?
Les voy a decir a quién se parece el que viene a mí y escucha mis palabras y las practica. Se parece a un hombre que construyó una casa; cavó profundamente y puso los cimientos sobre la roca. Vino una inundación y la corriente se precipitó sobre la casa, pero no pudo removerla porque estaba bien construida. Por el contrario, el que escucha, pero no pone en práctica, se parece a un hombre que construyó su casa sobre tierra, sin cimientos. La corriente se precipitó sobre ella y en seguida se desmoronó, siendo grande el desastre de aquella casa”. 

Jesús ha señalado las características de los falsos guías y maestros: su ceguera por falta de misericordia, su hipocresía por pretensión de protagonismo, el erigirse en jueces de los demás por creerse los puros. Ahora señala el origen de todo eso: el corazón, cuya bondad o malicia se conoce por las actitudes que genera. No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos. 

La peor malicia es la del corazón endurecido, petrificado, que no siente y no reconoce su propio mal y por eso no se hace objeto de la misericordia; no siente que la necesita. Naturalmente, tampoco tendrá misericordia de los demás. El origen de la misericordia y de las buenas acciones radica en el corazón. El corazón bueno lleva a ver las cosas buenas, el corazón malo se fija sólo en lo malo. 

Reconocer la propia necesidad de cambiar nuestro interior es fundamental. Por eso pedimos: Crea en mí, oh Dios, un corazón nuevo (Sal 51, 10). La persona advierte entonces que la misericordia de Dios puede curar sus malas actitudes, siente su amor indulgente, y esto la abre a la comunión con su prójimo, a quien debe perdón. 

No basta decir Señor, Señor. Jesús descalifica las expresiones de fe que se quedan en peticiones y alabanzas, pero no van acompañadas de acciones buenas que demuestren que la persona busca ante todo hacer la voluntad de Dios y no la suya propia. Puede, en efecto, hacer muchas obras buenas por propia iniciativa y voluntad, pero sin buscar primero lo que Dios realmente le pide. 

No basta con orar ostensiblemente, invocar a Dios con aparente sinceridad, si no se tiene la actitud de servicio, que demuestra la autenticidad de la oración. La oración debe llevar a conocer lo que el Padre quiere de nosotros, y disponernos a ponerlo en práctica. No basta decir “Señor, Señor”, la verdadera fe pasa por el corazón y se verifica en el amor a los demás. 

En la parábola que viene a continuación, Jesús contrapone el practicar con el no practicar sus enseñanzas, y las consecuencias que eso trae. Para lo primero, emplea la comparación de un constructor calificado de “prudente”, que edificó su casa sobre cimiento firme, de roca. Cuando el río se desbordó y las aguas chocaron contra ella, la casa se mantuvo firme por el fundamento que tenía. 

Para lo segundo, describe el proceder del “necio”, que construyó sobre suelo arenoso. Se produjo una inundación y  la casa no pudo sostenerse, quedando convertida en ruinas. El discípulo está advertido. No basta tener buenas ideas, hay que llevarlas a la práctica. Importa saber las enseñanzas, pero más decisivo es cumplirlas. Hay que interiorizar, pero también exteriorizar la fe con obras de amor y justicia, eso es lo que el Padre quiere. 

Pero para que la ética del deber esté bien orientada, hay que ponerle corazón. Corazón y acción constituyen la máxima expresión de acogida del mensaje de Jesús. Jesús habla a la razón, pero toca también los sentimientos y los afectos, sin los cuales la práctica de los principios morales no dura porque resulta una imposición venida de fuera. El evangelio abraza y dinamiza a la persona en su integridad. Ofrece verdades que orientan al buen vivir y que, si se escuchan con el corazón (afecto, sentimiento), arraigan en la conciencia como convicciones personales profundas. 

El establecimiento del vínculo entre el corazón –centro íntimo de la persona, origen de las convicciones y actitudes–, y el comportamiento exterior –el obrar y el hablar–, no es tarea de un día, equivale al proceso de desarrollo del individuo como persona adulta, autónoma y responsable. 

A medida que la conciencia va siendo iluminada y purificada por la Palabra, la conducta de la persona va demostrando un comportamiento, un obrar, cada vez más auténtico para su propio bien y el de los demás. Sus decisiones y sus actos ya no responden únicamente a un código de normas, sino que dejan traslucir lo que su corazón ama y desea. La libertad de autodominio y responsabilidad se verifica en ese centro interior que llamamos “corazón”.

viernes, 13 de septiembre de 2024

Saca primero la viga de tu ojo (Lc 6, 39-42)

 P. Carlos Cardó SJ 

El ciego que guía a otros ciegos, óleo sobre lienzo de Peter Bruegel el viejo (1568), Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles, Italia

Les añadió una parábola: “¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro. Todo el que esté bien formado, será como su maestro. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano”. 

La frase de Jesús: Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto, que Mateo pone en el sermón del monte (Mt 5, 48), la hace San Lucas la enseñanza central del sermón de la llanura en el capítulo 6 de su evangelio, pero con esta variante: Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso. Este mandato encierra la perfección. 

Una vez formulado, Lucas consigna de manera pedagógica una serie de ejemplos de transgresiones de ese mandato esencial y sus consecuencias. El primer ejemplo de transgresión es el del falso guía que enseña cosas contrarias a las que ha recibido de su Maestro: es un guía ciego y un falso maestro. La luz la da el mandato del Señor: sean misericordiosos. Quien olvida esto es ciego. En tiempos de Jesús, los guías eran los fariseos y escribas que proponían la observancia de la ley como el medio de la salvación. Para Lucas, guía ciego es el cristiano de la comunidad que, sin misericordia, juzga y descalifica, excluye y condena a los demás. No tiene la misericordia como norma de su vida y no obstante pretende guiar a otros. 

De hecho, el único Maestro y guía es el Señor. Al discípulo le basta con ser como su maestro, es decir, le basta con asimilar y transmitir sus enseñanzas. Él es la luz, nosotros la reflejamos. Si nos dejamos tocar por su misericordia, nos hacemos misericordiosos. 

El discípulo no es más que su maestro… Lo que él enseña es lo que ha recibido, no puede olvidarlo ni intentar enseñar otras cosas. Probablemente en la comunidad para la que Lucas escribió su evangelio había tendencias que preferían otras doctrinas basadas en revelaciones personales o en conocimiento esotéricos (gnosis), por considerarlas medios más seguros de salvación. También ahora puede ocurrir que la búsqueda de seguridad lleve a la gente a fiarse de creencias y saberes que se le ofrecen, pero sin discernir críticamente lo que en realidad pueden darles. 

Otra forma de traicionar el evangelio es la de quien conoce sus valores, pero en vez de aplicárselos a sí mismo, los manipula para juzgar y condenar la conducta de los otros. La moral, entonces, en vez de salvar causa daño, porque en vez de dejarme convertir por ella, la uso para atacar al otro, para vengarme, para derramar mis celos y mis envidias, mis rencores y resentimientos. 

¡Hipócrita! A la crítica y chismorrería malsana que usa la verdad y los valores morales para atacar a los demás hasta quitarles su honor, se debe imponer la autocrítica. Ella me hará descubrir mi falta de misericordia, librará mi ojo enfermo de la viga que lo ciega y me hará capaz de valorar al otro, dialogar y ayudarle a sacar la paja que tiene en su ojo. 

Hipócrita no significa en primer lugar falsía o mentira; significa protagonismo. Hace referencia al personaje del teatro griego que respondía al coro. En el leguaje del evangelio es la pretensión del fariseo que busca su propia gloria, ambiciona los primeros lugares, ser el centro, ponerse en el puesto de Dios y desde ahí juzgar y despreciar a los pecadores. Pero resulta que ante Dios todos somos pecadores y publicanos. Y la única manera de corregir al prójimo, para que no degenere en conflicto o endurezca más al otro en su error, es la que comienza por curar el propio ojo con que se ve, para que mi prójimo sea objeto de misericordia. Sólo si el otro se siente comprendido podrá cambiar.