jueves, 17 de julio de 2025

¡Vengan a mí los cansados y agobiados! (Mt, 11, 28-30)

 P. Carlos Cardó SJ 

Lluvia, óleo sobre lienzo de Noé Canjura (1943), Museo de Arte de El Salvador

Jesús dijo: "Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana." 

La invitación que hace Jesús, ¡Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!, se refiere en primer lugar a los judíos que se veían forzados a practicar una religión convertida por los fariseos y doctores de la ley en una intrincada red de reglamentaciones minuciosas de la ley mosaica, que sofocaba la libertad de las conciencias y era muy difícil de cumplir (Cf. Mt 23,4). 

Jesús se muestra como un maestro muy diferente. La ley que enseña para el ordenamiento de las relaciones con Dios y con el prójimo es un yugo suave y una carga ligera, porque es ante todo la respuesta agradecida al amor de Dios que hace hijos e hijas a quienes creen en él, y quiere ser amado y respetado con libertad, no por obligación ni por temor. 

Además, la originalidad más característica de Jesús como maestro es que no reduce su enseñanza a la transmisión de normas y prohibiciones, sino que orienta a sus discípulos a una adhesión a su persona y a su mensaje, que equivale a seguirlo e imitarlo. A ello invita, no constriñe ni se impone. Ser discípulo suyo es entrar a una comunidad de vida con él y con sus discípulos, caracterizada por relaciones mutuas de afecto y servicio, a través de las cuales, o al calor de las cuales, el discípulo va asimilando la forma de ser del maestro, sobre todo su amor misericordioso para con los pobres y los que sufren. 

Se puede afirmar que la práctica de la fe cristiana hoy está muy lejos de aquella religión legalista impuesta por el judaísmo fariseo. Pero no cabe duda que pervive aún como mentalidad en personas que buscan la seguridad de contar con el favor de Dios gracias al cumplimiento de lo que está mandado. Se observa así la ley moral más por el temor al castigo o la esperanza del premio, que por el amor y gratitud hacia el Padre; pudiendo llegar incluso a un cumplimiento escrupuloso y rigorista de los detalles de la ley, pero sin poner en ello el corazón, que es lo que Dios reclama. Jesús llevó a la perfección y condensó toda la moral en su único y principal mandamiento. Pues la Ley entera se resume en una frase: Amarás al prójimo como a ti mismo  (Gal 5,14). Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la vanagloria de hacer las cosas para ser visto, en la hipocresía que lleva a juzgar a los demás, y en la soberbia de quien no puede aceptar la salvación como un don, porque prefiere tener la seguridad de ganársela con las obras que hace y los deberes que cumple. El amor cristiano, en cambio, pone a la ley en su lugar, de medio y no de fin. Este amor mueve a curar a un enfermo aunque la ley prohíba hacerlo en día sábado, y lleva a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores, aunque éste sea un comportamiento criticable. 

Vengan, yo los aliviaré. La nueva ley del amor que Jesús trae ensancha el corazón, alivia y descansa, es justicia nueva, que nos hace confiar, no en lo que podemos lograr con nuestros esfuerzos para santificarnos, sino en lo que puede hacer en nosotros el amor de Dios (1 Cor 5,10). Responder a la invitación del Señor –Vengan a mí y yo los aliviaré– es, en definitiva, aprender del corazón de Jesús mansedumbre, humildad, sencillez y amabilidad, en otras palabras, vivir como hermanos y hermanas. En esto consiste la verdad que libera, que hace vivir en autenticidad, capaces de alegría y creatividad, de grandeza de ánimos y corazón ensanchado. 

Corazón de Jesús haz nuestro corazón semejante al tuyo.

miércoles, 16 de julio de 2025

Bendito seas Padre (Mt, 11, 25-27)

 P. Carlos Cardó SJ 

Dios Padre, óleo sobre lienzo de Jacob Herreyns (Siglo XVIII), Museo Real de Bellas Artes de Amberes, Bélgica

En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Abbá, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer». 

Este trozo del evangelio de San Mateo es uno de los textos fundamentales del Nuevo Testamento. Se le conoce como el grito de júbilo de Jesús (11,25-27) y hay quienes afirman que estos versículos son quizá los más importantes de los evangelios Sinópticos. 

El texto hace referencia a una típica oración de Jesús. Lo central en ella es el apelativo Abba, Padre, con que Jesús se dirige a Dios. Expresa afecto, cariño, intimidad, y deja ver que Jesús se entiende a sí mismo en relación de hijo a padre con Dios. Es palabra aramea, tierna y primordial para quien la pronuncia y para quien la escucha; el niño (y también el adulto) la dice por el gozo y confianza que la presencia de su padre le causa. Con ella Jesús designa el misterio insondable de Dios con la máxima cercanía que nadie antes había imaginado. Así lo siente y así lo ha integrado en su autoconciencia. Y como se trata de la experiencia afectiva más básica y profunda de un ser humano, se puede decir que la palabra Abba no se refiere al padre poniendo de lado a la madre (como opuesta o inferior a él) sino a un padre que ama con amor maternal, como aquel que más cerca está del niño por su afecto. 

La palabra Abbá dirigida a Dios es central en la fe cristiana. Dios es para nosotros ternura de máxima intimidad, sin dejar por ello de ser al mismo tiempo el Dios altísimo, Señor del cielo y de la tierra. Dios es más íntimo a mí que yo mismo y a la vez totalmente otro, misericordioso y justo, padre y madre. 

Jesús reconoce que su Padre tiene una voluntad que debe cumplirse. Consiste en el establecimiento de su reinado, que ya ha comenzado, pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Lo podemos ver en la acción de quienes se dejan conducir por la fuerza del Espíritu de Jesús, y es el objeto de nuestra esperanza, pues culminará al final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos. 

La revelación de su ser Padre y la venida de su reino, Dios las ofrece como un don (gracia). La reciben los pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los humildes, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los pequeños y los pobres de espíritu son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que se vuelva a ellos y los salve. Los sabios y entendidos, en cambio, no esperan más que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen su necesidad de reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios. 

Jesús se alegra de que el amor del Padre se ha revelado ya y todo aquel que lo acoge alcanza el poder de realizarse plenamente como hijo o hija de Dios. Dios ha querido hacernos hijos suyos (Ef 1, 5), así nos ha amado (1 Jn 3,1), y esta condición nuestra la vivimos por el Espíritu que nos hace llamar Abba a Dios. Este Espíritu, dice también San Pablo, viene en ayuda de nuestra debilidad, pues no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inexpresables (Rom 8, 26).

martes, 15 de julio de 2025

¡Ay de ti Corozaim, ay de ti Betsaida! (Mt 11, 20-24)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jeremías se lamenta por la destrucción de Jerusalén, óleo sobre lienzo de Rembrandt van Rijn (1630), Museo Nacional de Ámsterdam (Rijksmuseum), Holanda

Jesús comenzó a reprochar a las ciudades en que había realizado la mayor parte de sus milagros, porque no se habían arrepentido: «¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y Sidón se hubiesen hecho los milagros que se han realizado en ustedes, seguramente se habrían arrepentido, poniéndose vestidos de penitencia y cubriéndose de ceniza. Yo se lo digo: Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que ustedes en el día del juicio. Y tú, Cafarnaún, ¿subirás hasta el cielo? No, bajarás donde los muertos. Porque si los milagros que se han realizado en ti, se hubieran hecho en Sodoma, todavía hoy existiría Sodoma. Por eso les digo que, en el día del Juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que ustedes.» 

Jesús reprocha a las ciudades galileas de Corozaim, Betsaida y Cafarnaum, donde ha realizado la mayor parte de su predicación y de sus milagros, el no haber aceptado su mensaje y no haberse convertido. Sus reproches están pronunciados como amenazas, pero muchos comentaristas las interpretan más bien como lamentos: dolor del amor no correspondido, dolor de Dios por el mal del hombre. Como los reproches de una madre al hijo que la desobedece y, al obrar así, se hace mal a sí mismo. 

¡Ay de ti! Lamento adolorido por la suerte de quien se niega a aceptar la gracia, el regalo que Dios le hace: ven la obra de Dios, pero lo rechazan. A éstos los compara Jesús con Tiro y Sidón, ciudades opresoras que explotaban a los pobres, y cuya injusticia les impidió acoger la Palabra. Se menciona también a Sodoma, la ciudad corrupta. Pero todas ellas son menos culpables. Ellas no vieron las maravillas del amor de Jesús que Cafarnaum y las ciudades galileas vieron. Con el estilo propio de los antiguos profetas, Jesús pone en crisis, conmueve el corazón endurecido, mueve a abrir los ojos. Su palabra juzga, pone de manifiesto lo que hay en el hombre. Pero no condena a la persona; condena el mal, pero no a quien lo comete. A éste, Jesús lo busca, le habla, lo conmueve y está dispuesto a sanarlo. Por eso nos manda que amemos a todos, aun a nuestros enemigos y que no juzguemos a nadie. 

El texto hace ver que con sus actos libres de aceptación o rechazo de la palabra de salvación que Jesús ofrece, se juega la persona su destino final, en términos de felicidad o infelicidad, vida realizada plenamente o vida echada a perder. A medida que, por la acción del Espíritu Santo, nuestra conciencia religiosa se desarrolla y purifica, a medida que maduramos en la fe, alcanzamos a comprender que Dios sólo busca nuestra felicidad antes y después de la muerte, que servirlo por la esperanza de premio o por el miedo al castigo, no es un servicio auténtico. Uno llega a comprender que el castigo viene del mismo mal que se comete. El mal daña, el pecado perjudica a quien lo comete. 

Este es el mensaje central de este texto: Hay que aprovechar el tiempo presente, en el que nos llega la llamada del Señor. No podemos recibir la gracia de Dios en vano, dice Pablo, pues éste es el tiempo favorable, éste es el tiempo de la salvación (2Cor 6, 2). El Señor mismo viene a nuestro encuentro hoy con el rostro del hambriento, del sediento, del que anda desnudo o está enfermo o en la cárcel (Mt 25, 31-46), y en ellos quiere ser reconocido y servido.

lunes, 14 de julio de 2025

Vayan por todo el mundo (Mc 16, 15-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

La ascensión, témpera en vitela publicada en Las muy ricas horas del Duque de Berry (1440 aprox.), Museo Condé, Chantilly, Francia

Jesús les dijo: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se niegue a creer se condenará. Estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán demonios y hablarán nuevas lenguas; tomarán con sus manos serpientes y, si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán sanos.»
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos, por su parte, salieron a predicar en todos los lugares. El Señor actuaba con ellos y confirmaba el mensaje con los milagros que lo acompañaban.
 

Se trata indudablemente de un texto añadido al evangelio de Marcos en una época muy tardía, quizá hacia la mitad del siglo II. La razón que se da a este añadido es la desazón que causaba a las primeras comunidades el final tan abrupto de Marcos que cierra su evangelio con el miedo y huída de las mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a un final más adecuado. 

De entre los diversos textos que se escribieron con este fin se escogió éste, por armonizar mejor con la temática general del evangelio de Marcos. Sin embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y canónico, que como tal fue sancionado por el Concilio de Trento. Más aún, varios Santos Padres como Clemente Romano, Basilio, Ireneo lo citan en sus escritos como texto que según ellos no disonaba con el evangelio y contenía innegable valor para la Iglesia. 

El texto refleja las inquietudes y preocupaciones de la primera comunidad cristiana de Roma, en donde fue escrito este evangelio. Son cristianos que no han visto al Señor, pero han llegado a la fe en él por el ejemplo y predicación de los apóstoles y de los primeros testigos. 

Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios de la resurrección de Jesucristo aportados a la comunidad. En primer lugar, el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete demonios, es decir, de siete males, siete enfermedades. Luego se subraya el estado de tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en el anuncio de Magdalena: al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron. Se menciona después la experiencia de los de Emaús y el testimonio que dieron a los demás, y que tampoco fue aceptado. Por último, se refiere la aparición del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el redactor el envío en misión para anunciar la buena noticia a toda criatura. 

La comunidad aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador se prolonga en ella. 

Una preocupación de la comunidad debió de ser la permanencia y actuación del misterio del mal en el mundo a pesar de la victoria de Cristo Resucitado. Tendrán que abrirse a la fe/confianza en el Cristo vencedor que, no obstante, sigue actuando también por medio de los creyentes, a quienes ha dotado de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo. 

Jesucristo Resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice. 

La ascensión del Señor, presentada según el esquema de glorificación, revela que Jesucristo reina y que extiende su soberanía a todas las naciones de la tierra por medio de la palabra de sus enviados.