domingo, 19 de enero de 2025

Domingo II del Tiempo Ordinario – Caná (Jn 2, 1-11)

 P. Carlos Cardó SJ 

Bodas de Caná, óleo sobre lienzo de Julius Schnorr von Carolsfeld (1819), Museo Kunsthalle, Hamburgo, Alemania

Tres días más tarde se celebraba una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. También fue invitado Jesús a la boda con sus discípulos. Sucedió que se terminó el vino preparado para la boda, y se quedaron sin vino.
Entonces la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino».
Jesús le respondió: «Mujer,
¿Qué nos va a mí y a ti? Aún no ha llegado mi hora».
Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan lo que él les diga».
Había allí seis recipientes de piedra, de los que usan los judíos para sus purificaciones, de unos cien litros de capacidad cada uno. Jesús dijo: «Llenen de agua esos recipientes». Y los llenaron hasta el borde.
«Saquen ahora, les dijo, y llévenle al mayordomo». Y ellos se lo llevaron.
Después de probar el agua convertida en vino, el mayordomo llamó al novio, pues no sabía de dónde provenía, a pesar de que lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua. Y le dijo: «Todo el mundo sirve al principio el vino mejor, y cuando ya todos han bebido bastante, les dan el de menos calidad; pero tú has dejado el mejor vino para el final».
Esta señal milagrosa fue la primera, y Jesús la hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.
 

Jesús, el portador de la alegría y el gozo, regala en abundancia el vino nuevo a una fiesta de bodas que languidece por falta de vino. 

El simbolismo de las bodas recorre la Escritura. Dios se une a la humanidad, representada en el pueblo de Israel, por medio de una alianza semejante a la unión matrimonial. Su amor por nosotros se expresa como una relación de interés, cuidado y mutua pertenencia; con sentimientos de ternura, compañía y unión que da vida. La Biblia canta el amor de Dios y nos ofrece en el poema del Cantar de los Cantares sobre el amor del hombre y la mujer la más bella metáfora de la recíproca búsqueda de amor entre Dios y la humanidad. Para San Pablo el amor matrimonial refleja la unión de Cristo y su esposa la Iglesia. 

Más que el milagro en sí de la conversión del agua en vino, lo que más se resalta en el relato es la esplendidez y gratuidad del don (¡600 litros de vino!), que resuelve nuestra incapacidad para alcanzar la alegría perfecta con los medios con que contamos. Los judíos procuraban inútilmente alcanzarla con la ley y las tradiciones religiosas, representadas en las seis vasijas de agua destinadas a sus ritos de purificación. Les faltaba el vino que alegra el corazón: la generosidad del amor, que va más allá de la ley. También nuestra vida puede quedar sin la alegría que debería tener. Si “hacemos lo que él nos diga”, él llenará nuestras vasijas vacías con el vino nuevo de la fiesta, que está reservado para el final, pero que podemos disfrutar ahora. 

En Caná, Jesús dio comienzo a sus signos. Sus acciones son signos de lo que él es y del reino que él trae. Con el signo de Caná manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él. Quedó de manifiesto que es en la vida ordinaria –en que las personas se casan y celebran sus fiestas– donde se puede vivir con alegría, ya desde ahora, aquella vida humana que constituye la gloria de Dios. 

Pero no se puede entender cabalmente el signo de Caná sin su referencia a la cruz. El texto lo hace implícitamente introduciendo el tema de la “hora”, que para Juan es siempre la hora de la pasión, en la que Jesús llevará su amor hasta el extremo (13,1). 

Muchas otras interpretaciones pueden hacerse de Caná. El agua alude al bautismo, que hace nacer de nuevo. Está ahí la Iglesia, esposa de Cristo, representada en los discípulos y la madre de Jesús. En el vino, se puede ver la Eucaristía, sacramento de la sangre de Cristo que sella la nueva alianza y se nos da como bebida. Y, por supuesto, sobresale la presencia y significado de María en la obra de salvación. 

Jesús la llama Mujer. Lo mismo hará en la cruz: Mujer, ahí tienes a tu Hijo (19,25-26). Entonces recibirá de su Hijo el encargo de ser la madre de todos nosotros, representados en la figura del discípulo a quién él tanto quería. Desde ese lugar privilegiado que le ha sido asignado, María vela por los creyentes como auténticos hijos suyos, es madre y figura de la Iglesia. Cabe recordar también que el término “mujer” designa en el Antiguo Testamento a Israel, la hija de Sión que escucha la palabra de Dios y ansía su cumplimiento. Todo eso es María, la Mujer. 

¿Qué nos va a mí y a ti? No es un reproche. Literariamente es un hebraísmo difícil de traducir e interpretar. Se trata de una pregunta que no necesita respuesta, sino que mueve a reflexionar sobre lo que está pasando: la vieja religión de Israel, representada en aquella boda, ya no interesa, ya cumplió su papel y hay que dejarla pasar. La nueva y definitiva relación con Dios vendrá en la Hora de Jesús. Allí se inaugurarán las bodas del Cordero, la fiesta verdadera. María lo entiende, por eso su pronta actuación: Hagan lo que él les diga, dijo a los sirvientes. María nos pone con su Hijo, en eso consiste su misión en el plan de salvación. Si escuchamos su invitación a hacer lo que Jesús nos diga, el agua de nuestra humanidad vacía y sin alegría se cambiará en el vino de la fiesta de Dios con nosotros.

sábado, 18 de enero de 2025

Vocación de Leví y comida con pecadores (Mc 2, 13-17)

 P. Carlos Cardó SJ 

Llamamiento de San Mateo, óleo sobre lienzo de Jan Sanders van Hemessen (1535 – 1540), Pinacoteca Antigua de Munich, Alemania

"Jesús salió otra vez por las orillas del lago; todo el mundo venía a verlo y él les enseñaba. Mientras caminaba, vio a un cobrador de impuestos sentado en su despacho. Era Leví, hijo de Alfeo. Jesús le dijo: «Sígueme». Y él se levantó y lo siguió.
Jesús estuvo comiendo en la casa de Leví, y algunos cobradores de impuestos y pecadores estaban sentados a la mesa con Jesús y sus discípulos; en realidad eran un buen número. Pero también seguían a Jesús maestros de la Ley del grupo de los fariseos y, al verlo sentado a la misma mesa con pecadores y cobradores de impuestos, dijeron a los discípulos: «¿Qué es esto? ¡Está comiendo con publicanos y pecadores!».
Jesús los oyó y les dijo: «No es la gente sana la que necesita médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores». 

Jesús ha venido a formar una comunidad unida, que integre a todos, que no permita que nadie se sienta excluido ni nadie se sienta superior a los demás; todos unidos, con él en el centro, en la misma casa, en la misma mesa. 

Leví estaba en su banco de publicano, inmóvil como el paralítico (del pasaje anterior, Mc 2, 1-12), inmerso en su trabajo sucio: cobraba impuestos y se enriquecía haciendo trampas. Es difícil que un rico entre el reino. Pero para Dios nada es imposible. La mirada de Jesús rehabilita a Leví, le hace sentirse valioso, que cuenta con él. 

Pero este gesto de Jesús, tan humano, resulta provocador. Ningún judío decente se juntaba con publicanos. Sin embargo, Jesús no sólo se acerca a Leví sino que lo llama a formar parte de su grupo de íntimos. Y, lo que es peor, va a aceptar ir, junto con sus discípulos, a sentarse a la mesa con “muchos publicanos y gente de mal vivir”. Los seguidores de Jesús toman conciencia de que el Dios que viene a ellos en la persona de Jesús no es el dios excluyente y discriminador del judaísmo fariseo. El Dios revelado en Jesús es un Dios de misericordia, que acoge a los perdidos y los rehabilita. 

El relato se centra luego en el símbolo del banquete. El anuncio profético del Reino como un banquete que Dios tendrá preparado para sus elegidos había cargado de simbolismo el acto natural del comer en la cultura judía: no sólo celebraban anualmente la comida del cordero como el memorial de la liberación de Egipto, sino que los banquetes festivos en general eran expresión de valores compartidos; en ellos se oraba, se establecían alianzas, se restablecían amistades, se forjaba la unión y, sobre todo, se hacía presente el Reino mesiánico. En él Dios comía con sus elegidos, lo otros quedaban excluidos. Pensando en esto, el judío sólo podía sentarse a la mesa con aquellos que podían ser contados entre los elegidos por Dios para su banquete. “Que ningún pecador o gentil, ni cojo o manco o herido por Dios en su carne tenga parte en la mesa de los elegidos”, decía la regla puritana de Qumram. 

Jesús cambia esta mentalidad. Los pecadores no se han de evitar como si fuesen apestados. Jesús es enviado para reconciliar, integrar y unir. Más aún, en su forma de actuar se ve que Dios se acerca a los excluidos, incluso a los pecadores públicos. Entre estos últimos destacan sin duda los publicanos por su odioso oficio de recaudadores de los impuestos para los romanos y porque, generalmente, lo practicaban de manera fraudulenta. 

Los seguidores de Jesús toman conciencia: la comunidad cristiana está formada por pecadores que han sido tocados por la misericordia de Dios en Jesucristo. Cada miembro de la comunidad puede verse en Leví el publicano, o entre los pecadores invitados a la mesa. La comunidad, por tanto, no puede excluir ni hacer discriminaciones; debe revelar siempre el rostro misericordioso del Dios de Jesús. 

El relato acaba con estas palabras: Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Los “justos”, satisfechos de sí mismos, no quieren cambiar. Los pecadores, que reconocen que su pasado los oprime, y se muestran dispuestos a iniciar una nueva vida, a esos los busca el Señor. 

El contenido simbólico del banquete lo revive el cristiano en la Eucaristía, en la que Cristo se hace presente, y se anticipa de manera eficaz la nueva humanidad reconciliada.

viernes, 17 de enero de 2025

Paralítico (Mc 2, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús cura al paralítico, detalle del fresco de autor anónimo ubicado en el Monasterio de San Juan Bautista, Macedonia occidental, Europa

Tiempo después, Jesús volvió a Cafarnaún. Apenas corrió la noticia de que estaba en casa, se reunió tanta gente que no quedaba sitio ni siquiera a la puerta. Y mientras Jesús les anunciaba la Palabra, cuatro hombres le trajeron un paralítico que llevaban tendido en una camilla. Como no podían acercarlo a Jesús a causa de la multitud, levantaron el techo donde él estaba y por el boquete bajaron al enfermo en su camilla.
Al ver la fe de aquella gente, Jesús dijo al paralítico: «Hijo, se te perdonan tus pecados».
Estaban allí sentados algunos maestros de la Ley, y pensaron en su interior: «¿Cómo puede decir eso? Realmente se burla de Dios. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios?».
Pero Jesús supo en su espíritu lo que ellos estaban pensando, y les dijo: «¿Por qué piensan así? ¿Qué es más fácil, decir a este paralítico: Se te perdonan tus pecados, o decir: Levántate, toma tu camilla y anda. Pues ahora ustedes sabrán que el Hijo del Hombre tiene en la tierra poder para perdonar pecados».
Y dijo al paralítico: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa».
El hombre se levantó, y ante los ojos de toda la gente, cargó con su camilla y se fue. La gente quedó asombrada, y todos glorificaban a Dios diciendo: «Nunca hemos visto nada parecido».
 

La fama de Jesús se extendió por toda la Galilea (1,28) y la gente acudía a él (1,45), llevándole sus enfermos para que los curase. A la casa a la que llega, acuden tantos que ya nadie puede acercarse a Jesús. Aparece de pronto un paralítico llevado entre cuatro. Como no pueden entrar se las ingenian y abren un boquete en el techo para hacer descender por allí al enfermo y ponerlo a los pies de Jesús. 

Había allí sentados unos maestros de la ley, estos profesionales de la religión, expertos en interpretar la Palabra de Dios, resultarán siendo los verdaderos paralíticos. Viven inmovilizados en los conocimientos que han adquirido, no quieren cambiar, no aceptan la presencia de Dios que les habla en Jesús. 

Por su parte, el paralítico y sus amigos, que no tienen nombre ni dicen una palabra, aparecen en el texto de Marcos como figuras representativas. El paralítico personifica a aquellos que no pueden moverse por sus medios, han perdido su libertad de movimientos y yacen como muertos. Sus amigos simbolizan a quienes se esfuerzan por superar las dificultades que impiden llegar hasta Jesús. Jesús les alaba su fe: la confianza en Dios que demuestran. Ambas actitudes, la del paralítico y la de sus amigos, pueden darse en una misma persona, en mí. 

Asimismo, la curación física y el perdón de los pecados podrían representar las dos caras de una misma moneda. La parálisis física alude a la invalidez que padece el espíritu humano cuando pesa sobre él un pasado vergonzoso, una vida desordenada, una culpa no resuelta. Por el perdón, el pecado pierde su carga mortífera y el hombre puede rehacer su vida, construirse una existencia reconciliada con Dios, con los demás y consigo mismo. 

Las palabras de Jesús, Tus pecados te quedan perdonados, chocan con la mentalidad de los maestros de la ley. Se revuelven en sus asientos, pero no hablan, no se atreven a decir lo que piensan; juzgan y condenan en su interior, eso sí. Reflejan el efecto que tienen en las personas las ideologías, las doctrinas inducidas, las formas erróneas de pensar que se difunden y llegan a formar una conciencia colectiva. Las mentes de estas personas quedan condicionadas, como programadas para pensar sólo en una dirección. No piden explicaciones, sólo juzgan y condenan lo diferente, porque lo que han introyectado no se cuestiona y lo que no concuerda con su modo de pensar es blasfemia, como ofensa a Dios. 

En el caso de los maestros de la ley, ellos saben bien que el poder de perdonar pecados es atributo de Dios solo. Pueden dirigirse a él y pedírselo, pero nadie puede estar seguro de haber quedado libre de su culpa. Pero he aquí que Jesús se atreve a darle al paralítico esta seguridad: sus palabras le aseguran la cancelación de sus culpas, como sólo Dios podía hablarle. Esto es lo que les escandaliza. Interpretan el gesto de Jesús como una pretensión insoportable. A sus ojos, Jesús usurpa el poder divino, insinúa que Dios está en él y que sus palabras son del mismo Dios. 

Jesús intuye lo que están pensando. Los reprende y defiende su posición. La argumentación es clara: quien es capaz de levantar a un paralítico, de hacerle cargar su camilla y de enviarlo caminando a su casa, demuestra que puede hacer “lo más difícil” porque Dios está con él. Por tanto, tiene también poder de dar a la persona una nueva vida. Curarlo de la parálisis y liberarlo de la carga de su pasado son los dos efectos de la obra liberadora que Jesús realiza por el Espíritu que habita en él.

jueves, 16 de enero de 2025

Curación de un leproso (Mc 1, 40-45)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo cura un leproso, mosaico de Marko Rupnik SJ (siglo XX), parroquia de los santos Primus y Feliciano, Vrhpolje, Eslovenia

Se le acercó un leproso, que se arrodilló ante él y le suplicó : «Si tú quieres, puedes limpiarme».
Sintiendo compasión, Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero, queda limpio». Al instante se le quitó la lepra y quedó sano.
Entonces Jesús lo despidió, pero le ordenó enérgicamente: «No cuentes esto a nadie, pero vete y preséntate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que ordena la Ley de Moisés, pues tú tienes que hacer tu declaración».
Pero el hombre, en cuanto se fue, empezó a hablar y a divulgar lo ocurrido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en el pueblo; tenía que andar por las afueras, en lugares solitarios. Pero la gente venía a él de todas partes. 

En los milagros de Jesús se muestra el poder de Dios que defiende y sana la vida, reordena el mundo y hace presente su reino. En este sentido, la curación de un leproso era especialmente significativa porque para los judíos era comparable a la resurrección un muerto. Según la ley (Lev 13-14), los leprosos eran personas impuras que volvían impuro a quien los tocaba, igual que cuando se tocaba un cadáver. Inhabilitados para la vida social, tenían que vivir en despoblado y gritar: “¡Impuro, impuro!”, a la distancia, para que la gente no se les acercase. 

Uno de estos enfermos se acercó a Jesús y le suplicó de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme. Y Jesús sintió compasión. Es la palabra clave que hace comprender la misión de Jesús. Él no sólo siente el dolor de aquel hombre, dañado en su cuerpo y herido en su dignidad, sino que reacciona de inmediato para llevar a la práctica su misión de salvar lo que está perdido. Y esta misión es tan sagrada para él, que –en éste y en otros casos de dolor y desesperanza– Jesús no se detendrá, ni aunque tenga que dejar de lado algunas normas: extendió la mano, lo tocó y le dijo: Quiero, queda limpio. 

Y aquel que según la ley era un inmundo, excluido de la convivencia social por un sistema religioso marginador, queda libre de su impureza, su carne se regenera, recobra la dignidad perdida y se vuelve apto para ir a presentarse a los sacerdotes y pagar la ofrenda que mandó Moisés “para que les sirva de testimonio”. Esta acción servirá, por tanto, para que se le declare curado y “para que les conste” (como traducen algunos), que una institución religiosa discriminadora no acerca al Dios verdadero. No se puede marginar a nadie en nombre de Dios; ese Dios no es el Padre de nuestro Señor Jesucristo que ofrece a todos su amor y los hace vivir unidos como hermanos. 

Los sacerdotes eran los custodios de la ley mosaica; eso les hacía sentirse con el poder de dictaminar lo que era lícito o ilícito y juzgar quién era puro o impuro, justo o pecador. Jesús es tajante en su enseñanza: No juzguen para que Dios no los juzgue (Mt 7,1). Todos son iguales o, en todo caso, todos son pecadores necesitados de perdón. 

No se lo digas a nadie, ordenó Jesús al leproso curado, pero éste no podía quedarse callado después de haber experimentado una prueba tan grande de la misericordia divina. Y en vez de guardar silencio, se puso a divulgar por todas partes lo sucedido; se convirtió en un anunciador de la obra salvadora de Jesús. 

Toda la existencia de Jesús está determinada por el ser divino que es amor y misericordia. En contacto con él, los que se sienten perdidos ven que se les abre una nuevo porvenir, los que se sienten en las últimas ven que vuelven a la vida, los que han perdido su dignidad se revisten de honor, los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia (Lc 7,22). 

Solemos pensar que nuestro deber fundamental es buscar a Dios. Y es verdad, sin duda. Pero el evangelio nos hace ver que, en Jesús, Dios sale al encuentro de todos, aunque uno sea un hijo pródigo alejado de casa, o no vea posible su recuperación como el leproso, el publicano o la pecadora pública. Este amor preferencial de Jesús por los excluidos debe reflejarse en nuestro comportamiento para con todos aquellos frente a los cuales la sociedad de hoy puede ser tan cruel como lo era la sociedad judía en tiempos de Jesús con los leprosos.