viernes, 26 de julio de 2024

Explicación de la parábola del sembrador (Mt 13, 18-23)

 P. Carlos Cardó SJ 

El sembrador, óleo sobre lienzo de Vincent Van Gogh (1888), Fundación Van Gogh, Arles, Francia

Jesús dijo: «Escuchen ahora la parábola del sembrador: Cuando uno oye la palabra del Reino y no la interioriza, viene el Maligno y le arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Ahí tienen lo que cayó a lo largo del camino. La semilla que cayó en terreno pedregoso, es aquel que oye la Palabra y en seguida la recibe con alegría. En él, sin embargo, no hay raíces, y no dura más que una temporada. Apenas sobreviene alguna contrariedad o persecución por causa de la Palabra, inmediatamente se viene abajo. La semilla que cayó entre cardos, es aquel que oye la Palabra, pero luego las preocupaciones de esta vida y los encantos de las riquezas ahogan esta palabra, y al final no produce fruto. La semilla que cayó en tierra buena, es aquel que oye la Palabra y la comprende. Este ciertamente dará fruto y producirá cien, sesenta o treinta veces más.» 

Jesús explica a sus discípulos el sentido de su parábola del sembrador. Les habla de distintas tierras en las que cae la semilla del evangelio que él difunde. Son cuatro, y sólo en una el trabajo del sembrador tiene éxito. Son distintas clases de tierra, no tipos de hombres; son cuatro niveles o formas de escucha de la Palabra que pueden convivir en nosotros en diferentes grados de intensidad según las circunstancias. 

La semilla caída en tierra de borde del camino corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos la Palabra del Señor, pero no la entendemos y no podemos hacerla nuestra. Nuestras formas de pensar, costumbres y prejuicios la opacan y nos impiden comprenderla, incluso nos impiden prestarle la atención que se merece, creemos que no tenemos nada que aprender, ni cambiar. La semilla del evangelio no arraiga. 

La semilla en terreno pedregoso corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos el mensaje y lo acogemos con alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas impiden que eche raíces en nosotros y se seca. Podemos ser superficiales e inconstantes en nuestro compromiso, con buenos sentimientos y deseos, que se quedan en eso, sin obras, ni compromiso efectivo y concreto. 

La semilla caída en tierra llena de zarzas ocurre cuando permitimos que la Palabra arraigue y crezca, pero las preocupaciones no evangélicas, los criterios antievangélicos que asimilamos y el engaño de lo que el mundo nos ofrece como felicidad sofocan en nuestro interior las aspiraciones más altas. Son los "afanes de la vida" y la "atracción de las riquezas"; falsos dioses, ídolos que seducen. La persona queda cautivada, asentada en una vida estéril, que no beneficia a nadie sino al propio interés y provecho. 

La tierra buena que da fruto corresponde a aquellas situaciones en las que aflora lo mejor nuestro, aquello que nos honra y hace sentir realmente bien: cuando somos capaces de gestos de generosidad y amor. Entonces, nos hacemos disponibles como María a lo que el Señor nos pide. 

Mantenernos como tierra buena no es tarea de un día; es proceso lento y constante. Pero es esfuerzo sostenido por la confianza en Dios. A pesar de las dificultades, Jesús nos asegura el resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el espesor del mal en nuestro corazón y convertirnos a él. 

Hay aquí una invitación a observar las resistencias que oponemos al mensaje evangélico, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo el mismo Señor lucha con nosotros para tomar posesión de nuestro corazón. El texto evangélico nos abre los ojos a la acción sostenida de la gracia en nuestros corazones. Pablo la sentía como la paciencia que Dios tenía con él para convertirlo en un instrumento suyo realmente eficaz: Cristo Jesús me tuvo compasión, para demostrar conmigo toda su paciencia, dando un ejemplo a los que habrían de creer y conseguir la vida eterna (1 Tim 1, 16). El fruto de la palabra sembrada en nuestro interior es de Dios, es Dios que se nos da. A nosotros nos toca analizar nuestras resistencias y pedir liberarnos de ellas para acoger lo que lo que Dios nos da. Es pedir fidelidad al amor que ha sido derramado en nuestros corazones.

jueves, 25 de julio de 2024

Beber el cáliz (Mt 20, 20-28)

 P. Carlos Cardó SJ 

Apóstoles Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, óleo sobre tabla del Maestro de la Ventosilla (primer tercio del siglo XVI), Museo de las Peregrinaciones y de Santiago, Santiago de Compostela, Galicia, España

Entonces la madre de Santiago y Juan se acercó con sus hijos a Jesús y se arrodilló para pedirle un favor.
Jesús le dijo: «¿Qué quieres?».
Y ella respondió: «Aquí tienes a mis dos hijos. Asegúrame que, cuando estés en tu reino, se sentarán uno a tu derecha y otro a tu izquierda.»
Jesús dijo a los hermanos: «No saben lo que piden. ¿Pueden ustedes beber la copa que yo tengo que beber?»
Ellos respondieron: «Podemos.»
Jesús replicó: «Ustedes sí beberán mi copa, pero no me corresponde a mí el concederles que se sienten a mi derecha y a mi izquierda. Eso será para quienes el Padre lo haya dispuesto».
Los otros diez se enojaron con los dos hermanos al oír esto.
Jesús los llamó y les dijo: «Ustedes saben que los gobernantes de las naciones actúan como dictadores y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. Pero no será así entre ustedes. Al contrario, el de ustedes que quiera ser grande, que se haga el servidor de ustedes, y si alguno de ustedes quiere ser el primero entre ustedes, que se haga el esclavo de todos. Hagan como el Hijo del Hombre, que no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por una muchedumbre». 

Aparecen aquí dos lógicas en conflicto: por un lado, la lógica del mundo que ha influido en la mente de los discípulos y que los lleva a procurar el poder y el dominio, y, por otro lado, la lógica de Hijo del hombre que le lleva a seguir un camino del amor y del servicio, y no se detiene ni ante las injurias, la persecución y la muerte. La lógica de la cruz supone un cambio radical del sistema de valores imperante. Jesús, siendo el primero, se pone a servir a los demás, dando ejemplo de la verdadera grandeza. Él nos invita a pasar de la perspectiva de quien busca a toda costa rangos, categorías y cargos de poder, a la perspectiva de quien busca ser solidario y servir mejor. La persona encuentra su verdadero valor no en lo que posee,  sino en su actitud de amor y servicio a ejemplo de Jesús. 

La buena fama y reputación son un derecho de toda persona humana. Perderlas significa una forma de muerte social. Por eso, el deseo de reconocimiento y de prestigio es connatural al ser humano. Sin embargo, cuando estos valores se convierten en absolutos, hasta el punto de hacer que la persona los busque como la motivación más importante de sus acciones reducen la propia existencia a una esclavitud y dependencia de la idea que los demás tengan de ella, a un culto a la imagen que se convierte en la idolatría del yo y puede llevarlo a la hipocresía de aparentar lo que no es para obtener aprobación y prestigio. Naturalmente se olvida del modo como Dios lo acepta. Olvida también que la vanagloria pierde a la persona en sus aparentes y transitorias victorias, mientras que el amor desinteresado, que mueve a pensar en los demás, le obtiene la verdadera gloria. Jesús desvela nuestra verdad, que consiste en ser como el Hijo, para quien la victoria consiste en amar, servir y dar la vida. 

Dice el texto que la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, pide a Jesús: Manda que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda. En la versión de Marcos son los mismos hijos los que piden: Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte (Mc 10, 35). En todo caso es la misma forma de pedir que empleamos con frecuencia en nuestra oración. Queremos que Dios haga lo que nosotros queremos, que su voluntad se adapte a la nuestra; en vez de ir nosotros a Dios, queremos que él venga a nuestros intereses. Jesús en Getsemaní da el ejemplo supremo: No se haga mi voluntad sino la tuya. Además, la madre de los Zebedeos puede pedir algo que para ella es bueno, la cercanía de sus hijos a Jesús en su reino; pero ignora que su reino se realizará en la cruz, cuando aparezca con toda su gloria de Hijo amado del Padre que ama a sus hermanos hasta dar la vida por ellos. 

San Juan Crisóstomo comenta este pasaje (Homilías sobre Mateo, n. 65) y dice: Jesús procura sacar a la madre de los Zebedeos y a sus discípulos de las ilusiones que se han forjado, diciéndoles que deben estar dispuestos a sufrir injurias, persecuciones y aun muerte: No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo voy a beber? Que nadie se extrañe de ver a los apóstoles con actitudes tan imperfectas. Hay que esperar que el misterio de la cruz se les revele, que la fuerza del Espíritu Santo les sea comunicada. Si quieres ver el valor de sus almas, míralos más tarde, y los verás superiores a todas las debilidades humanas. Jesús no oculta las debilidades y pequeñez de sus discípulos para que veas aquello que llegarán a ser después, por el poder de la gracia que los transformará… Observa bien que no les pregunta directamente: «¿Van a ser capaces ustedes de derramar su propia sangre?» Para alentarlos, les propone compartir su cáliz, beber de su copa, es decir, vivir en comunión con él… Mas tarde podrás ver al mismo San Juan, que ahora sólo busca el primer puesto, cederle el puesto a San Pedro… En cuanto a Santiago, su apostolado no duró mucho tiempo. Con fervor ardiente, despreciando totalmente los intereses puramente humanos, demostró un celo tan grande que mereció ser el primer mártir entre los apóstoles (Hech 12, 2).

miércoles, 24 de julio de 2024

La parábola de la semilla (Mt 13, 1-9)

 P. Carlos Cardó SJ 

Parábola del sembrador, ilustración atribuida a Albretch Dürer (1503), Museo Británico, Londres, Inglaterra

Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Se reunió junto a él una gran multitud, así que él subió a una barca y se sentó, mientras la multitud estaba de pie en la orilla.
Les explicó muchas cosas con parábolas: “Salió un sembrador a sembrar. Al sembrar, unas semillas cayeron junto al camino, vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso con poca tierra. Al faltarles profundidad brotaron enseguida; pero, al salir el sol se marchitaron, y como no tenían raíces se secaron. Otras cayeron entre cardos: crecieron los cardos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra fértil y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. Quien tenga oídos que escuche”.
 

Jesús explica el misterio de su vida, del desarrollo del reino de Dios y de su Palabra que actúa en nosotros. El centro de la parábola es la semilla. Pero se destaca la idea de que la siembra se frustra cuando la tierra es superficial, o pedregosa, o llena de malezas; sólo al final se logra una cosecha abundante. Probablemente Jesús pronunció esta parábola en el contexto histórico del fracaso que vivió en su predicación en Galilea. La gente que primero le siguió entusiasmada, después dudó de él como Mesías, no creyó en la venida del reino que él anunciaba, no siguió sus enseñanzas. 

Jesús revela el modo como Dios lee las cosas y nos enseña a entender lo que acontece en nuestro mundo tan contradictorio. Nos hace ver que el Reino de Dios ya está inaugurado y marcha hacia su realización plena, pero que no tiene un desarrollo homogéneo y triunfal. La acción de Dios choca con el mal y con las resistencias que le oponemos. Pero –esta es la sorpresa– su éxito final está asegurado. Dios es señor de la historia. 

Con esta parábola Jesús quiere recuperar la confianza de la gente, sobre todo de sus discípulos. Se puede llamar la parábola de la confianza porque hay en ella una llamada a fiarnos de la obra de Dios. La acción confiada del sembrador que esparce la semilla interpela al creyente para que salga de sus temores y apatías, cobre valor y se abra a la novedad del futuro que viene al encuentro del presente. No se trata de una confianza fácil y optimista. Hay muchas dificultades que superar y obstáculos que enfrentar. 

A estas dificultades alude la alegoría de las distintas clases de tierra. Más que cuatro tipos de hombres, son cuatro niveles o formas de escuchar la Palabra de Dios que conviven en cada uno de nosotros. 

La semilla caída en tierra de borde del camino significa que podemos escuchar la Palabra pero sin entenderla, sin asimilarla, porque nuestras maneras de pensar, nuestras costumbres y prejuicios la echan a perder. Encerrados en nosotros mismos, no advertimos la baja calidad humana y cristiana de nuestra vida, y nos defendemos, arguyendo que no tenemos nada que aprender, ni nada que cambiar. 

La semilla que cae en terreno pedregoso acontece cuando escuchamos el mensaje evangélico y lo acogemos con alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas a que estamos sometidos impiden que lo tengamos en cuenta en nuestra vida y oriente nuestras decisiones y conducta. Todo queda en buenos sentimientos y deseos, que no se traducen en obras, ni en un compromiso cristiano efectivo. 

La caída de la semilla en tierra llena de malezas ocurre cuando permitimos que la Palabra crezca en nosotros, pero después las preocupaciones vanas y el engaño de las cosas que el mundo nos ofrece para ser felices, actúan en nosotros sofocando los valores evangélicos, restándoles atractivo y fuerza, hasta hacerlos caer en el olvido. 

Pero se da también en nosotros la tierra buena en la que la semilla sí puede dar fruto. Esa buena tierra es lo mejor nuestro, aquello que nos honra y nos hace sentir realmente bien: cuando somos capaces de gestos de generosidad y de amor admirables. Entonces, nos hacemos disponibles a lo que el Señor nos pide. 

Mantenernos como tierra buena no es tarea de un día ni de dos; es proceso lento y constante. Pero es un esfuer­zo sostenido por nuestra confianza en Dios. A pesar de las dificultades de la siembra, Jesús nos asegura el buen resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el espesor del mal en nuestro corazón y convertirnos a él. 

Jesús nos invita a observar las resistencias que oponemos a su mensaje, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo él mismo lucha con nosotros para tomar posesión de nuestro corazón. Nos pide que analicemos nuestras resistencias y pidamos vernos libres de ellas para acoger lo que él quiere darnos. 

Al celebrar la Eucaristía, Dios siembra en nosotros la Palabra, que se proclama de manera más solemne que en otras ocasiones. Renovamos la confianza en la obra de Dios en nosotros y pedimos que al comer el cuerpo de Cristo en la comunión, su palabra se haga vida en nosotros.

martes, 23 de julio de 2024

El verdadero parentesco con Jesús (Mt 12 46-50)

 P. Carlos Cardó SJ 

Los doce apóstoles, fresco de Enrico Reffo (1914), iglesia Chiesa di San Dalmazzo, Turín, Italia

Todavía estaba hablando a la multitud, cuando su madre y sus hermanos, que estaban afuera, trataban de hablar con él.
Alguien le dijo: "Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren hablarte".
Jesús le respondió: "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?".
Y señalando con la mano a sus discípulos, agregó: "Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre".
 

Señalando con la mano a sus discípulos dijo Jesús: «Estos son mi madre y mis hermanos».

La fe verdadera se mueve por el deseo continuo de estar con él, de acuerdo con él. Esta fe sólo se alcanza mediante la escucha atenta de su palabra. La unión profunda que de ella surge, Jesús la compara a un parentesco y familiaridad auténtica, es pasar a formar parte de su familia. 

Esta fe es una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la llamada y la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la casa de de Dios”. Pero esta posibilidad resulta escándalo para quienes reclaman para sí el privilegio de ser los únicos allegados a Dios. 

El evangelista Mateo observa que a sus más allegados, Jesús los señala con la mano. Son sus discípulos, a quienes él ha escogido y ellos han respondido poniéndose en su seguimiento, dejándose enseñar por él y viviendo entre ellos una auténtica fraternidad. Hacerse discípulo, entrar en el discipulado es la vía para pasar a formar parte de la verdadera familia de Jesús, de sus parientes. Esto exige asumir las actitudes propias de los discípulos: reunirse en torno al Maestro para escucharlo y vivir con él. Dichosos los que oyen la Palabra de Dios y la guardan (Lc 11,27). 

La familia es un asunto del corazón, es pertenencia cordial, vínculo de mutua pertenencia, adopción de una identidad que se establece para siempre y se comparte. Ser familiar de alguien es compartir suerte y reputación, exige llevar su nombre, dar cuenta de él y honrarlo. Jesús dice: El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre. 

Llevarán el nombre de Jesús los que vivan en su corazón todo lo que fue para él su razón de vivir: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los otros. Ámense como yo los he amado (Jn 13, 35). 

Asimismo, la Iglesia es asunto «de familia». Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la Palabra para hacerla suya y conformar con ella la propia vida, los que toman como referencia de su vida lo que dijo e hizo Jesús y esto les hace vivir una fraternidad singular. La Iglesia es un asunto del corazón: sólo es «de familia» cuando se la ve como algo «nuestro». Entonces se la ama, se celebra con ella y se sufre con ella también, desde dentro; se procura ayudarla a ser cada vez mejor la esposa que Cristo se escogió. 

La acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo del creyente y modelo de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree y su maternidad verdadera consiste en escuchar y realizar la Palabra. 

Lo importante, pues, no es estar entre los que comen y beben con él (13, 26), sino pasar como María de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, fundado en la escucha y puesta en práctica de la palabra: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu (2 Cor 5,16).