martes, 15 de julio de 2025

¡Ay de ti Corozaim, ay de ti Betsaida! (Mt 11, 20-24)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jeremías se lamenta por la destrucción de Jerusalén, óleo sobre lienzo de Rembrandt van Rijn (1630), Museo Nacional de Ámsterdam (Rijksmuseum), Holanda

Jesús comenzó a reprochar a las ciudades en que había realizado la mayor parte de sus milagros, porque no se habían arrepentido: «¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y Sidón se hubiesen hecho los milagros que se han realizado en ustedes, seguramente se habrían arrepentido, poniéndose vestidos de penitencia y cubriéndose de ceniza. Yo se lo digo: Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que ustedes en el día del juicio. Y tú, Cafarnaún, ¿subirás hasta el cielo? No, bajarás donde los muertos. Porque si los milagros que se han realizado en ti, se hubieran hecho en Sodoma, todavía hoy existiría Sodoma. Por eso les digo que, en el día del Juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que ustedes.» 

Jesús reprocha a las ciudades galileas de Corozaim, Betsaida y Cafarnaum, donde ha realizado la mayor parte de su predicación y de sus milagros, el no haber aceptado su mensaje y no haberse convertido. Sus reproches están pronunciados como amenazas, pero muchos comentaristas las interpretan más bien como lamentos: dolor del amor no correspondido, dolor de Dios por el mal del hombre. Como los reproches de una madre al hijo que la desobedece y, al obrar así, se hace mal a sí mismo. 

¡Ay de ti! Lamento adolorido por la suerte de quien se niega a aceptar la gracia, el regalo que Dios le hace: ven la obra de Dios, pero lo rechazan. A éstos los compara Jesús con Tiro y Sidón, ciudades opresoras que explotaban a los pobres, y cuya injusticia les impidió acoger la Palabra. Se menciona también a Sodoma, la ciudad corrupta. Pero todas ellas son menos culpables. Ellas no vieron las maravillas del amor de Jesús que Cafarnaum y las ciudades galileas vieron. Con el estilo propio de los antiguos profetas, Jesús pone en crisis, conmueve el corazón endurecido, mueve a abrir los ojos. Su palabra juzga, pone de manifiesto lo que hay en el hombre. Pero no condena a la persona; condena el mal, pero no a quien lo comete. A éste, Jesús lo busca, le habla, lo conmueve y está dispuesto a sanarlo. Por eso nos manda que amemos a todos, aun a nuestros enemigos y que no juzguemos a nadie. 

El texto hace ver que con sus actos libres de aceptación o rechazo de la palabra de salvación que Jesús ofrece, se juega la persona su destino final, en términos de felicidad o infelicidad, vida realizada plenamente o vida echada a perder. A medida que, por la acción del Espíritu Santo, nuestra conciencia religiosa se desarrolla y purifica, a medida que maduramos en la fe, alcanzamos a comprender que Dios sólo busca nuestra felicidad antes y después de la muerte, que servirlo por la esperanza de premio o por el miedo al castigo, no es un servicio auténtico. Uno llega a comprender que el castigo viene del mismo mal que se comete. El mal daña, el pecado perjudica a quien lo comete. 

Este es el mensaje central de este texto: Hay que aprovechar el tiempo presente, en el que nos llega la llamada del Señor. No podemos recibir la gracia de Dios en vano, dice Pablo, pues éste es el tiempo favorable, éste es el tiempo de la salvación (2Cor 6, 2). El Señor mismo viene a nuestro encuentro hoy con el rostro del hambriento, del sediento, del que anda desnudo o está enfermo o en la cárcel (Mt 25, 31-46), y en ellos quiere ser reconocido y servido.

lunes, 14 de julio de 2025

Vayan por todo el mundo (Mc 16, 15-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

La ascensión, témpera en vitela publicada en Las muy ricas horas del Duque de Berry (1440 aprox.), Museo Condé, Chantilly, Francia

Jesús les dijo: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se niegue a creer se condenará. Estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán demonios y hablarán nuevas lenguas; tomarán con sus manos serpientes y, si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán sanos.»
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos, por su parte, salieron a predicar en todos los lugares. El Señor actuaba con ellos y confirmaba el mensaje con los milagros que lo acompañaban.
 

Se trata indudablemente de un texto añadido al evangelio de Marcos en una época muy tardía, quizá hacia la mitad del siglo II. La razón que se da a este añadido es la desazón que causaba a las primeras comunidades el final tan abrupto de Marcos que cierra su evangelio con el miedo y huída de las mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a un final más adecuado. 

De entre los diversos textos que se escribieron con este fin se escogió éste, por armonizar mejor con la temática general del evangelio de Marcos. Sin embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y canónico, que como tal fue sancionado por el Concilio de Trento. Más aún, varios Santos Padres como Clemente Romano, Basilio, Ireneo lo citan en sus escritos como texto que según ellos no disonaba con el evangelio y contenía innegable valor para la Iglesia. 

El texto refleja las inquietudes y preocupaciones de la primera comunidad cristiana de Roma, en donde fue escrito este evangelio. Son cristianos que no han visto al Señor, pero han llegado a la fe en él por el ejemplo y predicación de los apóstoles y de los primeros testigos. 

Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios de la resurrección de Jesucristo aportados a la comunidad. En primer lugar, el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete demonios, es decir, de siete males, siete enfermedades. Luego se subraya el estado de tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en el anuncio de Magdalena: al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron. Se menciona después la experiencia de los de Emaús y el testimonio que dieron a los demás, y que tampoco fue aceptado. Por último, se refiere la aparición del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el redactor el envío en misión para anunciar la buena noticia a toda criatura. 

La comunidad aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador se prolonga en ella. 

Una preocupación de la comunidad debió de ser la permanencia y actuación del misterio del mal en el mundo a pesar de la victoria de Cristo Resucitado. Tendrán que abrirse a la fe/confianza en el Cristo vencedor que, no obstante, sigue actuando también por medio de los creyentes, a quienes ha dotado de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo. 

Jesucristo Resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice. 

La ascensión del Señor, presentada según el esquema de glorificación, revela que Jesucristo reina y que extiende su soberanía a todas las naciones de la tierra por medio de la palabra de sus enviados.

domingo, 13 de julio de 2025

Domingo XV del Tiempo Ordinario - El buen samaritano (Lc 10, 25-37)

 P. Carlos Cardó SJ 

El buen samaritano, óleo sobre lienzo de Henry Scott Tuke (1879), Sociedad Politécnica Real de Cornualles, Reino Unido

Un maestro de la Ley, que quería ponerlo a prueba, se levantó y le dijo: «Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?»
Jesús le dijo: «¿Qué está escrito en la Escritura? ¿Qué lees en ella?»
El hombre contestó: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo.»
Jesús le dijo: «¡Excelente respuesta! Haz eso y vivirás.»
El otro, que quería justificar su pregunta, replicó: «¿Y quién es mi prójimo?»
Jesús dijo: «Bajaba un hombre por el camino de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo despojaron hasta de sus ropas, lo golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto. Por casualidad bajaba por ese camino un sacerdote; lo vió, tomó el otro lado y siguió. Lo mismo hizo un levita que llegó a ese lugar: lo vio, tomó el otro lado y pasó de largo. Un samaritano también pasó por aquel camino y lo vio; pero éste se compadeció de él. Se acercó, curó sus heridas con aceite y vino y se las vendó; después lo montó sobre el animal que él traía, lo condujo a una posada y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente sacó dos monedas y se las dio al posadero diciéndole: «Cuídalo, y si gastas más, yo te lo pagaré a mi vuelta.»
Jesús entonces le preguntó: «Según tu parecer, ¿cuál de estos tres fue el prójimo del hombre que cayó en manos de los salteadores?»
El maestro de la Ley contestó: «El que se mostró compasivo con él.»
Y Jesús le dijo: «Vete y haz tú lo mismo.» 

La parábola el Buen Samaritano es uno de los textos más hermosos del evangelio de Lucas. Presenta el rostro del Dios que busca al perdido, y el rostro del cristiano que se interesa por el problema de su hermano y ahí se encuentra con Dios. 

Un hombre ha sido asaltado en el camino y ha quedado mal herido. Pasan junto a él tres personajes: un sacerdote, representante de la Ley, un levita, representante del culto (ambos “profesionales” de la religión), y un samaritano, que para los judíos era un hereje. Los tres ven al hombre caído, pero reaccionan de manera diferente. El sacerdote y el levita pasan de largo, por “no ensuciarse las manos” o por pensar: “es un extraño”, “no nos concierne”... El samaritano, en cambio, sintió compasión. Sentir compasión es sufrir con el otro, compartir su situación, ponerse en su lugar; es lo que hace el samaritano. 

El sacerdote y el levita representan a quienes pretenden llegar a Dios, pero no se interesan por la situación del prójimo que sufre: pasan de largo. Son los encargados de las “cosas de Dios”, pero no hacen lo que a Dios más le interesa, atender la vida de sus hijos e hijas que pasan necesidad. Ya los antiguos profetas habían reprobado esa pretensión de reducir la religión a prescripciones externas y costumbres piadosas sin práctica de la justicia y de la misericordia.  ¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro?, dice el Señor… (por el profeta Isaías), desistan de hacer el mal, aprendan a hacer el bien, busquen lo justo, den sus derechos al oprimido, hagan justicia al huérfano, aboguen por la viuda (Is 1, 11.16-17). Eso mismo es lo que quiere lograr Jesús con su parábola: que sus oyentes cambien su forma de relacionarse con Dios, se hagan solidarios y misericordiosos porque eso es lo que quiere Dios. 

El mensaje fundamental que recorre toda la Biblia es que el amor a los demás define la autenticidad del ser humano en su relación con Dios, con los demás y consigo mismo. Quien no ama ha “fallado” en su vida, simplemente no es humano. Pero la novedad que trae Jesús es que el amor es, antes que nada, una experiencia que a la persona humana se le hace vivir y que, gracias a ella, puede amar a los demás. San Juan desarrolla esta idea en su 1ª Carta y afirma que si amamos, es porque primero nos ha amado Dios (1 Jn 4, 19). Y por eso Jesús se identifica con el buen Samaritano para hacernos sentir el amor que Dios nos tiene, y movernos a amar a los demás. 

Al mismo tiempo, Jesús se identifica también con el hombre caído en el camino, que es la persona a la que debemos atender y en la que lo atendemos a él. Por eso dirá en el evangelio de Mateo: Cada vez que lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron (Mt 25,40). Por tanto, no se puede dividir lo que Dios ha unido: con un mismo amor amamos a Dios y amamos al prójimo. Porque Dios se ha hecho próximo nuestro, podemos amar a Dios y al prójimo con el mismo amor que del Padre y del Hijo nos viene. 

La parábola nos transmite esta enseñanza de manera sorprendente haciendo que se superpongan dos imágenes, la del hombre caído en el camino y la del samaritano que lo asiste. Queda la impresión de que se disuelven el uno en el otro, hasta ser al final una misma persona. 

El escriba, el sacerdote y el levita deben identificarse con el hombre caído en el camino, del que se hace cargo el Samaritano que luego desaparece en el horizonte hacia Jerusalén, y representa a Jesús. Por su parte, el hombre herido y despojado recobra la salud y se vuelve capaz de socorrer a los que, como él, vea caídos en el camino; hará con los demás lo que hizo Aquel que lo atendió. Se volverá un buen samaritano como Jesús. 

Dios se ha acercado tanto a nosotros que se ha convertido en el pobre maltratado que vemos en nuestro camino -¡es imposible no verlo!- . Más aún, se nos ha acercado tanto, que se ha convertido en el herido que yo soy, y se ha hecho cargo de mí, ha curado mis heridas, me ha alojado y ha pagado por mí. De modo que si se ha identificado así conmigo, yo también debo identificarme así con él. 

Cristo, Buen Samaritano, se prolonga en los samaritanos de hoy y de siempre: hombres y mujeres sensibles al dolor y sufrimiento de la gente, que hacen todo lo que pueden para atender a los caídos. Entre ellos se ha de situar el cristiano porque se ha sentido atendido y curado por él. Ha experimentado la misericordia en su propia persona; siente que tiene que mostrar misericordia.

sábado, 12 de julio de 2025

No tengan miedo (Mt 10, 24-33)

 P. Carlos Cardó SJ 

Gorriones, óleo sobre lienzo de Terance James Bond (1973), colección privada, Gran Bretaña

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: "El discípulo no es más que el maestro, ni el criado más que su señor. Le basta al discípulo ser como su maestro y al criado ser como su señor. Si al señor de la casa lo han llamado Satanás, ¡qué no dirán de sus servidores!
No teman a los hombres. No hay nada oculto que no llegue a descubrirse; no hay nada secreto que no llegue a saberse. Lo que les digo de noche, repítanlo en pleno día y lo que les digo al oído, pregónenlo desde las azoteas.
No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman, más bien, a quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo.
¿No es verdad que se venden dos pajarillos por una moneda? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae por tierra si no lo permite el Padre. En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. Por lo tanto, no tengan miedo, porque ustedes valen mucho más que todos los pájaros del mundo.
A quien me reconozca delante de los hombres, yo también lo reconoceré ante mi Padre, que está en los cielos; pero al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre, que está en los cielos". 

El texto forma parte de las instrucciones que dio Jesús a sus discípulos antes de enviarlos en misión. En esta sección, los exhorta a no tener miedo (vv. 26.28.31) y a estar dispuestos a dar testimonio (vv.32-33). 

La primera sentencia de este párrafo se refiere a la relación que existe entre el discípulo y su maestro, y entre el siervo y su patrón. El destino de Jesús será también el de sus discípulos. Si lo han calumniado a él, atribuyendo su poder de librar a la gente de espíritus impuros a un influjo de Belcebú, príncipe de los demonios, ellos también sufrirán incomprensiones y ataques. La Iglesia debe contar con la oposición del mundo a su labor evangelizadora. Reproducirá así la via crucis seguida por su Señor y esto mismo le servirá de consuelo y fortaleza. 

No tengan miedo, les dice a sus discípulos de entonces y de ahora. Su misión genera sensación de miedo. Ya en el Antiguo Testamento (en los relatos de vocación), los llamados por Dios perciben en seguida las dificultades de la tarea y buscan escabullirse del encargo recibido. Moisés, ante la magnitud de la misión de liberar a su pueblo de la esclavitud, se fija en su falta de capacidad y replica: ¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto? Yo no tengo facilidad de palabra... soy torpe de palabra y de lengua (Ex 3,11, 4,10). De manera parecida reaccionan los jueces (Gedeón: Jue 6,15) y los profetas (Jeremías: Jr 1,6). Los discípulos de Jesús saben que, por predicar con libertad, Juan Bautista ha sido asesinado por Herodes (Mt 14,1-12). Ven además que el mismo Jesús, aunque logre el aplauso de la gente sencilla, choca con la resistencia de los dirigentes. Naturalmente les da miedo salir a predicar: no todos los van a recibir ni los van a escuchar (10,14), son enviados como ovejas en medio de lobos, los van a perseguir… (10,16-25). 

En este contexto, Jesús les repite tres veces: ¡No tengan miedo! Quiere que tengan el coraje de anunciar en voz alta, a plena luz, y desde las terrazas los valores del reino de Dios que él les ha transmitido en la intimidad del grupo que ha formado. ¿Y el miedo a la persecución? Tampoco, porque la tarea evangelizadora no se puede paralizar por la aversión que les demuestren sus perseguidores. Podrán quitarles la vida terrena, pero no podrán arrebatarles la vida que perdura. El cuerpo no es la vida; viene de la tierra y vuelve a la tierra. La vida que nadie puede matar es el Espíritu. El problema, por tanto, no ha de ser cómo salvar el cuerpo, sino cómo vivir la vida corporal, temporal, encarnando en ella los valores del reino, pues en esto consiste la vida verdadera. Quien no vive así, está ya muerto. Además, los discípulos de Jesús no deben olvidar que, por encima de todos los poderes del mundo, hay un Dios Padre, en cuyas manos providentes están hasta los gorriones, que no valen más que unos céntimos en el mercado. Y sin embargo ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita el Padre. En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. No teman, pues ustedes valen más que todos los pajaritos juntos. 

Así, pues, el seguimiento de Jesús implica empeñar la vida, sin cálculos ni restricciones. Y eso sólo es posible para quienes tienen la certeza de que siguiendo a Jesús alcanzan una indudable plenitud. Con Iglesia ellos saben que hay valores en el evangelio que no se pueden transmitir sino en la cruz y desde la cruz. Esto libra a la Iglesia de querer actuar pensando únicamente en la supervivencia y seguridad de sus instituciones, o en el mantenimiento de favores y privilegios. Obrar así es meter la luz bajo el celemín y volver insípida la sal.