lunes, 9 de diciembre de 2024

Curación del paralítico (Lc 5, 17-26)

 P. Carlos Cardó SJ 

Curación del paralítico, ilustración de Harold Copping publicada en The Bible Story Book (1923)

Un día Jesús estaba enseñando, y había allí entre los asistentes unos fariseos y maestros de la Ley que habían venido de todas partes de Galilea, de Judea e incluso de Jerusalén.
El poder del Señor se manifestaba ante ellos, realizando curaciones.
En ese momento llegaron unos hombres que traían a un paralítico en su camilla. Querían entrar en la casa para colocar al enfermo delante de Jesús, pero no lograron abrirse camino a través de aquel gentío. Entonces subieron al tejado, quitaron tejas y bajaron al enfermo en su camilla, poniéndolo en medio de la gente delante de Jesús.
Viendo Jesús la fe de estos hombres, dijo al paralítico: «Amigo, tus pecados quedan perdonados».
De inmediato los maestros de la Ley y los fariseos empezaron a pensar: «¿Cómo puede blasfemar de este modo? ¿Quién puede perdonar los pecados fuera de Dios?».
Jesús leyó sus pensamientos y les dijo: «¿Por qué piensan ustedes así? ¿Qué es más fácil decir: "Tus pecados te quedan perdonados", o decir: "Levántate y anda"? Sepan, pues, que el Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados».
Entonces dijo al paralítico: «Yo te lo ordeno: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa».
Y al instante el hombre se levantó a la vista de todos, tomó la camilla en que estaba tendido y se fue a su casa dando gloria a Dios.
Todos quedaron atónitos y alababan a Dios diciendo: «Hoy hemos visto cosas increíbles». Pues todos estaban sobrecogidos de un santo temor. 

San Lucas nos presenta a Jesús como el Salvador que continúa en la comunidad cristiana acogiendo y perdonando a todo el que lo busca con fe. Subraya, además, el hecho de que mientras los funcionarios de la religión –representados en los fariseos y doctores de le ley– no ofrecen una ayuda a la recuperación de la gente, porque se limitan a juzgar y condenar, Jesús emplea el poder de la misericordia divina para liberar a las personas y rehacerlas. El poder del Señor lo impulsaba a curar. 

El poder que actúa en Jesús corresponde a la presencia en él del Espíritu que lo guía y conduce desde su bautismo en el Jordán y que lo ha ungido y enviado para anunciar la buena noticia a los pobres y sanar los corazones afligidos (Lc 4, 18; 6, 19). Es el poder de la misericordia que cura y perdona. 

El perdón que sólo puede dar Dios y que Jesús, como Hijo del Hombre y enviado plenipotenciario de Dios, concede a los pecadores equivale a la salvación plena, que es la regeneración total de la persona para su participación en la vida divina. 

El enfermo paralítico representa a todos aquellos a quienes el mal, en cualquier de sus formas, aprisiona, envilece o inmoviliza, dejándolos sin libertad para actuar por sí mismos, obrar de manera auténtica o conseguir lo que desean. Estos “paralíticos” tienen necesidad de otros que los ayuden a recobrar su libertad, y que en el relato son las personas buenas que cargan al enfermo con su camilla y “buscan cómo presentárselo a Jesús”. 

Todos hemos tenido necesidad de estas mediaciones humanas de la gracia para nuestro encuentro con el Señor. La comunidad de la Iglesia, que anuncia el perdón y la misericordia, lleva con su fe a todos hacia la reconciliación y remisión de los pecados en Jesucristo. La comunidad es el camino abierto por Jesús para el encuentro con la misericordia que libera y salva. Sin la solidaridad, que mueve a hacerse cargo de la necesidad del hermano, no hay experiencia del Padre y de su amor. La Iglesia es el conjunto de todos aquellos que, habiendo sido tocados por la misericordia divina, se han hecho capaces de dar testimonio de ella, conduciendo a otros a la gracia que los ha curado. 

Hombre, tus pecados te quedan perdonados. El pecado es una ruptura grave del tejido de relaciones que constituye a la persona humana. La descripción gráfica que hace del primer pecado el libro del Génesis (Gen 3) permite apreciar las consecuencias de esta ruptura. El hombre se aleja, lleno de temor y desconfianza. Deja de sentirse hijo y se distancia de quien es la fuente de su vida. Alienado, ajeno a sí mismo, a sus semejantes, a la naturaleza a él encomendada y a Dios, se siente invadido por el miedo a la muerte, por la culpabilidad que desgasta en la lamentación sin dar salida a la reparación y al cambio. La palabra del perdón, que sólo Dios puede pronunciar, restablece a la persona en su relación con Dios, con los semejantes, consigo mismo y con la naturaleza. Por todo esto, la palabra del perdón es la cosa más difícil, según la lógica de Jesús en su respuesta a los maestros de la ley y a los fariseos del relato. La cosa más fácil, la curación física del paralítico, vendrá después como la garantía visible del poder de salvación que actúa en Jesús. Con este signo, conduce a la gente a apreciar el deseo y voluntad verdadera que tiene Dios para nosotros: dar vida, sanar, elevar, liberar al que se siente caído y oprimido. El Dios que ama la vida interviene para eliminar el mal hasta en sus ramificaciones más extremas, que son la enfermedad y la muerte. 

El paralítico cargó su camilla a la vista de todos y se marchó alabando a Dios. La camilla, signo palpable de su desgraciada invalidez, echada ahora a su espalda es signo de su libertad y dignidad reconquistadas. La comunidad toma conciencia del papel que le corresponde en la recuperación de las personas, que las haga capaces de superar o integrar de maneras digna los males que les aquejan, para poder moverse con libertad.

domingo, 8 de diciembre de 2024

Domingo II de Adviento. Anunciación a María (Lc 1, 26-38)

 P. Carlos Cardó SJ 

Inmaculada Concepción de Walpole, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1680 aprox.), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

Al sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una joven virgen que estaba comprometida en matrimonio con un hombre llamado José, de la familia de David. La virgen se llamaba María.
Llegó el ángel hasta ella y le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»
María quedó muy conmovida al oír estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo. Pero el ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás.»
María entonces dijo al ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo soy virgen?».
Contestó el ángel: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel está esperando un hijo en su vejez, y aunque no podía tener familia, se encuentra ya en el sexto mes del embarazo. Para Dios, nada es imposible».
Dijo María: «Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí tal como has dicho.»
Después la dejó el ángel. 

Adviento nos presenta la figura de María como la Virgen fiel, atenta a la Palabra de Dios que se encarna en su seno. Ella es modelo de oración, vigilancia y espera, actitudes que se nos piden en adviento. Hay, pues, motivos muy válidos para la admiración, gratitud y amor que profesamos a la Madre de Dios. Ella nos ayuda con su ejemplo y su intercesión a acoger a su Hijo que viene a nosotros. Ella nos pone con él. 

Para toda mujer, el nacimiento de su hijo supone una fiesta extraordinaria, que cambia su vida para siempre; pero la espera del hijo es un tiempo excepcional, en el que se genera entre la madre y su hijo una intimidad verdaderamente indisociable. Por eso, si la navidad es la fiesta que exalta la maternidad de María, el adviento exalta la fe con que María acepta su vocación de madre del Redentor. 

El texto de Lucas sobre la anunciación a María (Lc 1,26-38) refleja la alegría de Dios en su encuentro, por medio del ángel, con María, la llena de gracia…, bendita entre todas las mujeres. Y esta alegría que Dios le transmite abre la espera de la virgen madre. En María, la humanidad acoge el ofrecimiento de salvación hecho por Dios. Dios ha hallado una madre que le haga nacer entre nosotros. 

Todo en María ha sido predestinado por Dios con vistas al cumplimiento de su voluntad de revelarse a la humanidad y salvarla enviando a su Hijo al mundo. Dios ha querido encontrarse con ella desde su eternidad. El sueño de Dios en favor de sus hijos puede al fin realizarse. Y Dios viene, se incorpora en nuestra historia, sella su alianza con nosotros para siempre. 

María acoge el plan de Dios con la actitud de obediencia propia de la fe. Pero esta obediencia lleva primero a remontar las dificultades del creer. María, como los grandes creyentes de la historia, no teme expresar ante su Dios su propio sentimiento de incapacidad frente al designio divino que trasciende toda humana razón: ¿cómo podrá ser esto si no tengo relación con ningún varón? Y en virtud de esa misma fe confiada que le hace al mismo tiempo referir toda su existencia al Dios que todo lo puede, no duda en responder al anuncio: Hágase en mí lo que has dicho. En su respuesta halla eco el Hágase divino, por el que fueron creadas todas las cosas. Su acogida de la gracia anuncia la nueva creación. María pone a disposición del Padre su cuerpo virginal, para que su Hijo pueda tener un cuerpo humano por obra del Espíritu Santo, y se convierta en hermano nuestro. Lo imposible se hace posible. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. 

En la Encarnación María inicia un camino de fe, y ya toda su vida será un caminar en la “obediencia de la fe”, un continuo adviento de esperanza en el silencio de la oración, en la oscuridad de la fe, en la sorpresa del misterio de Dios. María conservaba todas estas cosas en su corazón. 

El espíritu propio del adviento nos lleva, pues, a considerar la fe, esperanza y amor con que la Virgen Madre esperó a su Hijo. Como ella nos sentimos movidos a prepararnos, “vigilantes en la oración y… alegres en la alabanza”, para salir al encuentro del Salvador que viene, a no hacer resistencia a su venida, aunque venga a cambiarnos, aunque cambie nuestros planes. Con María nos fiamos de Dios y decimos: Hágase en mí según tu palabra.

sábado, 7 de diciembre de 2024

Vocación de los Doce (Mt 9,35-10,8)

 P. Carlos Cardó SJ 

Sermón de la montaña, ilustración de Harold Copping publicada en The Bible Story Book (1923)

En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia. Al ver a las multitudes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor.
Entonces dijo a sus discípulos: “La cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos”.
Después, llamando a sus doce discípulos, les dio poder para expulsar a los espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias.
Les dijo: “Vayan en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vayan y proclamen por el camino que ya se acerca el Reino de los cielos. Curen a los leprosos y demás enfermos; resuciten a los muertos y echen fuera a los demonios. Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente”. 

Los primeros versículos del texto son un sumario de la actividad de Jesús: predicador itinerante, recorre ciudades y aldeas, enseña en las sinagogas y en el campo, proclamando la buena noticia del Reino, cura las enfermedades del cuerpo y sanando las heridas del espíritu. 

Se destaca luego una de sus actitudes más características: su compasión. Mateo la describe con las mismas expresiones empleadas en el inicio de la multiplicación de los panes. Ese ese cuidado compasivo por los pobres, Jesús lo comunica a sus discípulos porque es a ellos, a los pobres, a donde los envía. La misión nace de la misericordia. 

Jesús al ver a las gentes, sintió compasión de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor. El cuadro que Jesús ve es desolador: la mayor parte de la población era víctima de la injusticia, la enfermedad, la pobreza, la ignorancia. Esta atmósfera de sufrimiento y miseria le conmueve profundamente: Al ver Jesús a las gentes sintió compasión. El verbo griego es muy significativo, equivale a “se le enternecieron las entrañas”, “se le partió el corazón”. La misión de Jesús brota de su misericordia entrañable, de la compasión que siente ante la miseria material y espiritual. 

A continuación, sigue el relato del llamamiento y misión de los Doce, comparada a la cosecha: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos”. Con esta alegoría Jesús subraya el hecho de que la misión no depende de la iniciativa de las personas sino de la voluntad de Dios. Él es el dueño de la mies, él es quien escoge y llama a los trabajadores. La mies es la muchedumbre necesitada. Jesús necesita colaboradores. 

Rueguen, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. La misión se realiza con oración. Y la oración será eficaz, porque es el Señor de la mies quien se ha comprometido a salvarla. Es lo que se ha de pedir en la oración. Cada nueva vocación que se enrola en el trabajo de la mies de Cristo es una gracia y una respuesta a una gracia, un misterio que tiene su origen y explicación en la voluntad soberana del Señor. 

Misión de Jesús, misión de los doce. Jesús se prolonga en el mundo por medio de sus discípulos, los de ayer y los de hoy: Como el Padre me ha enviado, así os envío yo (Jn 20,21). Los apóstoles son unos enviados, representantes de quien los envía; por eso reciben los mismos poderes que tenía Jesús: expulsar espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias; y el anuncio que hacen es idéntico al suyo: el Reino de Dios está cerca (Mt 4,17; 10,7). 

Jesús elige a doce apóstoles. El número simboliza las doce tribus de Israel. El grupo de Jesús encarna al nuevo Israel. Es un grupo, por lo demás, bastante heterogéneo. De siete de ellos (Andrés, Felipe, Bartolomé, Tomás, Santiago Alfeo, Tadeo, y Simón el fanático) apenas sabemos nada. El primero del grupo es Simón, por su función de “piedra”, sobre la que el Señor edificará su Iglesia. Siguen Santiago Zebedeo y su hermano Juan, denominados en el evangelio de Marcos “Boanerges” (hijos del trueno), es decir, “violentos”. El otro Simón es apodado el “cananeo” que significa partisano, subversivo que lucha contra el poder de los romanos. Del noveno de la lista, Leví, sabemos que era un recaudador de impuestos y, por tanto, colaboracionista con el poder romano. El último de la lista, Judas, tristemente célebre por ser el que traicionó a Jesús, es llamado el “Iscariote”, que significa probablemente “mentiroso” o es una transliteración del latín “sicario”, por pertenecer también a los zelotas que en las revueltas apuñalaban a los enemigos del pueblo. 

Mucho tendría que trabajar Jesús hasta hacerles comprender su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte. No hay entre ellos sabios o fariseos, ni nobles saduceos de la casta sacerdotal de Jerusalén. No son cultos ni virtuosos cumplidores de la ley Son simples pescadores de Galilea, hombres comunes como cualquiera de nosotros. Lo que les une es la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido llamados por él en su seguimiento. La convivencia entre ellos no debió ser fácil. ¿Cómo se sentirían viviendo juntos Pedro y Andrés con Leví el publicano a quien le pagaban los impuestos en Cafarnaum? ¿Cómo sería el trato diario con violentos como Simón cananeo y el Iscariote? No todos son personas honorables, incluso resultan incompatibles entre sí. Gente diversa que mantendrá hasta el final su carácter personal. Nosotros, tal vez, hubiéramos elegido otros colaboradores mejor preparados. No obstante, ellos estuvieron con Jesús en todas las circunstancias de su vida, vieron sus lágrimas por el amigo muerto, le observaron rezar a su Padre del cielo, conmoverse en sus entrañas ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su propia muerte. Poco a poco, ya no hubo secretos entre ellos y él. "Yo no los llamo siervos sino amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor" (Jn 15,15). La palabra fue calando en su interior. Y más tarde, cuando ya no recordasen al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos. Y aun cuando se encontrasen en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con él, podían, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en este caso preciso. 

Tan identificados se sentirán los apóstoles con la persona y misión de Jesús que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como Jesús su propia vida por la salvación de los hombres.

viernes, 6 de diciembre de 2024

Curación de dos ciegos (Mt 9, 27-31)

 P. Carlos Cardó SJ 

Curación de los ciegos camino a Jericó, óleo sobre lienzo de Pieter Norbert van Reysschoot (Siglo XVIII), Iglesia de San Pedro, Gante, Bélgica

En aquel tiempo, dos ciegos seguían a Jesús, gritando: "Ten compasión de nosotros, hijo de David."
Al llegar a la casa se le acercaron los ciegos, y Jesús les dijo: "¿Creéis que puedo hacerlo?" Contestaron: "Sí, Señor."
Entonces les tocó los ojos, diciendo: "Que os suceda conforme a vuestra fe."
Y se les abrieron los ojos. 

En el evangelio, el descubrimiento del sentido de la vida se equipara al ver, que la fe hace posible. La vida se ilumina, se sabe dónde ir, a dónde dirigirse. Lo contrario es ceguera, vida sin norte. Como la resurrección, la fe hace pasar de la tiniebla a la luz. Despierta tú que duermes y te iluminará Cristo (Ef 5,14). 

El relato de la curación de los dos ciegos invita a ver la realidad desde otra perspectiva, en su proyección trascendente, más allá de lo que se percibe con la simple visión física. La fe nos hace apreciar el valor de nuestra vida como Dios la ve, y orientarla hacia él. 

Lo seguían. Como los enfermos y excluidos, fiados de su poder liberador, y también como los discípulos que escucharon su llamada: Ven y sígueme. La atracción que ejerce Jesús genera un dinamismo de salir en su busca, tras él. Y su seguimiento se sostiene gracias a la confianza que él mismo inspira: Quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8,12). 

Los ciegos se dan cuenta de que no ven y de que su ceguera puede ser curada; es el inicio de la gracia, darse cuenta. Los fariseos, en cambio no admiten su falta de visión y pretenden enseñar a los demás; son ciegos que guían a otros ciegos. 

Lo seguían gritando: Hijo de David, ten compasión. El anhelo de la fe es como un grito en la noche. Los ciegos atribuyen a Jesús un título mesiánico, que hace referencia al libertador que los judíos esperaban, un descendiente del rey David. Pero es interesante constatar que los ciegos se refieren a un Mesías que puede fijarse en ellos y curarlos porque es compasivo y misericordioso. 

A continuación, Jesús y los que le siguen entran “en la casa”. Antes ha estado en casa de Jairo, magistrado judío, para devolverle la vida a su hija. Ahora no se dice a qué casa entra, pero puede ser la de Simón, que solía alojarlo en Cafarnaúm. En todo caso, “la casa” simboliza en los evangelios a la Iglesia, casa de los que siguen a Jesús, comunidad de hermanos en la fe. Allí, en la experiencia de la fraternidad se abre para todos la luz de la fe. “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos (1Jn 3,14). Y el signo que se realiza, la curación de los dos ciegos, se realiza desde la fe: Que se haga como han creído.