domingo, 31 de mayo de 2020

Homilía del Domingo de Pentecostés - Reciban el Espíritu Santo (Jn 20,19-23)

P. Carlos Cardó SJ
Incredulidad de Santo Tomás, óleo sobre lienzo de Vicente López Portaña (1849), Iglesia de Santo Tomás, Toledo, España
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: "Paz a ustedes".Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: "Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo".Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos".Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor".Pero él les contestó: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo".A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomas con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: "Paz a ustedes."
Luego dijo a Tomás: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente".Contestó Tomás: "Señor mío y Dios mío!".Jesús le dijo: "¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto".Muchas otras señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Crean, y tendrán vida por su Nombre.
En la tarde del mismo domingo de su resurrección, estando sus discípulos en una casa con las puertas atrancadas por miedo a los judíos, Jesús se les hizo presente. No habían creído el anuncio que María Magdalena les había hecho: ¡He visto al Señor!  Pero a pesar de la barrera de sus dudas y temores, el Resucitado se presentó en medio de ellos, haciéndoles sentir la paz, la alegría y la unión que reconcilia y alienta, signos de su presencia viva.
A continuación, les mostró las manos y el costado: haciéndoles referencia a su historia, a la obra realizada por la salvación del mundo. Siempre se manifiesta por lo que hace por nosotros. Y los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor (v. 20). Se cumple en ellos la promesa que les había hecho: Volveré a verlos y de nuevo se alegrarán con una alegría que ya nadie les podrá arrebatar (Jn 16,22), porque es la alegría perfecta
(Jn 15,11). La Iglesia vive de esa alegría y nos la transmite al comunicarnos la certeza de que el Señor está con nosotros y no nos abandona nunca. La alegría perfecta del cristiano es la afirmación refleja de esta verdad.
De nuevo Jesús les dijo: La paz esté con ustedes. Y añadió: Como el Padre me envió, yo también los envío a ustedes. La paz, la alegría y el amor que Él crea en ellos los saca de sí mismos, los pone en una relación con Él que fundamenta su más auténtica identidad de apóstoles, es decir, de enviados. Esa será su vida, la misión que Él les da. Y en eso mismo quedarán identificados con Él porque es su misma misión, la que Él recibió de su Padre, la que les encomienda. 
Jesús entonces realizó un gesto simbólico que evoca el gesto creador de Dios sobre Adán: sopló sobre ellos. Les dio el Espíritu Santo prometido, que les hará renacer como criaturas nuevas, capaces de transmitir a los demás el mensaje de que el pecado, es decir, la carga opresora del hombre, puede perder su fuerza mortífera, si se acepta estar con Cristo y se acepta su perdón, que reconcilia y transforma a quien lo recibe.
Por medio de su Espíritu, que también ha venido a nosotros en nuestro bautismo, Cristo sigue viviente en su Iglesia y en cada uno de nosotros de manera personal y efectiva. No nos ha dejado solos, vuelve a nosotros, y por su Espíritu establece una comunión de amor con Él, con su Padre y entre nosotros.
Es el Espíritu que consuela y defiende, que recuerda todo lo que Jesús nos enseñó y nos conducirá hacia la verdad completa. La comunidad de los apóstoles y de los primeros cristianos quedó transformada por su venida y nosotros también podemos permitirle que realice nuestra transformación. Él nos hace capaces de la constante renovación, cambia nuestra manera de pensar, nos da disponibilidad para lo que el Señor nos quiera pedir, nos mueve a encontrarnos y comprendernos por encima de las diferencias porque crea entre nosotros la unión perfecta.
El Espíritu Santo procede de Dios, no es un concepto, ni una fórmula, sino el mismo ser divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y conduce la historia humana a su plenitud. Lo reconocemos en la fuerza interior que impulsa el dinamismo de los hombres y mujeres de buena voluntad que buscan transformar el mundo conforme al plan de Dios.
El Señor cuenta con nuestra colaboración para que su palabra llegue a todas partes. Para ello nos da su Espíritu, que nos hace obrar como hijos, no como esclavos, por amor y no por temor ni por la simple obligación de la ley, y nos da inteligencia y fuerza, conocimiento de Dios y de sus caminos (Ef 1,17; Col 1, 9).
Debemos dejar que surja de nuestro interior el deseo: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende ellos el fuego de tu amor. Su acción sobre nosotros, efusión del amor que es el ser de Dios, pondrá en nosotros un corazón nuevo (Ez 36,26; Is  59, 21), para que vivamos según las enseñanzas del Señor y, sobre todo, nos amemos unos a otros como Él nos amó.

sábado, 30 de mayo de 2020

Destino del discípulo (Jn 21, 20-25)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo instruye a Pedro a cuidar sus ovejas, óleo sobre lienzo de Claude Vignon (1624) Risjksmuseum, Ámsterdam, Países Bajos
En aquel tiempo, Jesús dijo a Pedro: "Sígueme".Pedro miró alrededor y vio que, detrás de ellos, venía el otro discípulo al que Jesús tanto amaba, el mismo que en la cena se había reclinado sobre su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a traicionar?».
Al verlo, Pedro le dijo a Jesús: "Señor, ¿qué va a pasar con éste?".Jesús le respondió: "Si yo quiero que éste permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú, sígueme".Por eso comenzó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no habría de morir. Pero Jesús no dijo que no moriría, sino: «Si yo quiero que permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? ».Éste es el discípulo que atestigua estas cosas y las ha puesto por escrito, y estamos ciertos de que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús y creo que, si se relataran una por una, no cabrían en todo el mundo los libros que se escribieran.
Después del diálogo de Jesús Resucitado con Pedro, en el que le ha ratificado en la misión de apacentar su rebaño, aparece en escena el discípulo a quien tanto quería. Lo que sigue va a ser una constatación de que en la comunidad eclesial hay distintas formas de seguimiento de Jesús y distintas funciones y carismas que deben coexistir en armonía. Pedro representa a la iglesia jerárquica, el discípulo amado simboliza a los cristianos que, mediante el trato personal con el Señor y la entrega a los demás, testimonian hasta el fin de los siglos el amor salvador con que Dios nos ha amado en su Hijo.
Pedro miró alrededor y vio que, detrás de ellos, venía el otro discípulo al que Jesús tanto amaba. Su triple confesión de amor, que ha anulado su triple negación y ha hecho posible que el Señor le confiera la misión de pastorear a su rebaño, ha concluido con la orden: Sígueme. Se ha abierto para él un futuro nuevo, el inicio de un auténtico seguimiento de Jesús, que le ha de llevar hasta la aceptación de su mismo destino de cruz.
Pedro mira alrededor y ve que el discípulo a quien Jesús tanto quería, viene siguiendo, porque él nunca ha dejado de seguir al Señor. Advierte entonces la importancia que tiene este discípulo: no ejerce un cargo de autoridad, pero sí testimonia un hondo conocimiento de Jesús y un profundo amor a su persona y a su obra. Es el discípulo que, durante la cena, apoyó su cabeza sobre el pecho de Jesús, el que estuvo con la Madre al pie de la cruz y miró al que atravesaron (19,35).
Este discípulo tiene la capacidad de escuchar al Señor y de reconocerlo allí donde no es reconocido por los demás, como hizo en la barca cuando dijo a Pedro: Es el Señor. Él representa a la comunidad donde se gestó y escribió el cuarto evangelio (21, 24) y personifica al mismo tiempo al auténtico seguidor de Cristo, que, porque haber sido amado primero (13,23; cf. 1 Jn 4,19) tiene un gran amor al Señor y ama a los demás con el amor con que Cristo los amó.
La condición de este discípulo, llevada al nivel de lo emblemático, nunca tendrá que faltar en la Iglesia. Las palabras de Jesús a Pedro: Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme, no se refieren a la vida temporal que iba a tener el autor del cuarto evangelio, sino al amor que ha de mostrarse en la comunidad como prueba y testimonio de que, con la entrega de Jesús en la cruz y su resurrección, el amor salvador de Dios ha vencido al pecado y a la muerte.
Cristo Resucitado sigue actuando en su Iglesia a través del servicio que Pedro, como vicario suyo, debe ejercer; pero actúa también en el servicio del discípulo, cuya intimidad con él le mueve a actuar con aquel amor que es el testimonio más creíble de la salvación que Dios ofrece. 
Está claro, pues, que lo más importante en la Iglesia es la demostración del amor en todos los servicios, funciones y misiones que en ella se ejerzan. Eso es lo que nunca puede faltar, lo que debe permanecer. Especialmente usado y valorado por Juan, el verbo permanecer, y su sinónimo habitar, recuerdan a la Iglesia que lo decisivo para poder dar fruto es la unión con Cristo y con los hermanos.
Ese es el “espacio” donde debe permanecer. Por su parte el creyente recuerda también que el vínculo personal con el Señor es fundamental, cualquiera que sea el camino que debe recorrer y afrontar en su seguimiento. Pero en definitiva uno solo es el camino, el del amor que sostiene el aliento del discípulo a lo largo de la historia: ¡Ven, Señor, Jesús! Ven a dar cumplimiento a la unión perfecta que esperamos, para que seas uno en nosotros como el Padre y tú son uno.

viernes, 29 de mayo de 2020

Diálogo del Resucitado con Pedro (Jn 21, 15-19)

P. Carlos Cardó SJ
Crucifixión de San Pedro, óleo sobre tabla de Guido Reni (1604 – 1605), Museos Vaticanos, Roma
En aquel tiempo, le preguntó Jesús a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?".Él le contestó: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero".Jesús le dijo: "Apacienta mis corderos".Por segunda vez le preguntó: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?".
Él le respondió: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero".Jesús le dijo: "Pastorea mis ovejas".Por tercera vez le preguntó: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?".
Pedro se entristeció de que Jesús le hubiera preguntado por tercera vez si lo quería, y le contestó: "Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero".Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas. Yo te aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras".Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a Dios.Después le dijo: "Sígueme".
Puede verse que al confiar Jesús su misión a Pedro, no hace referencia a poderes ni prerrogativas, sino a las obligaciones que caracterizan al Buen Pastor de su parábola (cap.10) y que tienen que ver con la relación cercana del pastor con sus ovejas: las conoce y ellas lo conocen, las llama por su nombre, les inspira toda confianza para que lo sigan sin temor y, sobre todo, da su vida por ellas.
Jesús quiso prolongar su palabra y su obra en la labor evangelizadora de los discípulos que escogió. Ahora quiere prolongar en la persona de Pedro, y en su misión dentro del rebaño de su Iglesia, el mismo cuidado y solicitud con que procuró en todo momento que conservaran la unidad y guardaran su palabra en medio de las adversidades del mundo.
Le preguntó de nuevo: Simón de Juan... y la respuesta de Pedro es la misma; afirma su vinculación a Jesús como amigo y se remite a su saber. Jesús le dice pastorea mis ovejas, asociando al discípulo a su oficio de buen pastor, que se entrega por las ovejas.
Por tercera vez le preguntó: Simón de Juan ¿me quieres? Pedro advierte que le pregunta por tercera vez porque tres veces lo negó, y se entristece, se mueve a una rectificación total. Pedro había seguido al Señor como quien vive sometido a un jefe. Lo que le pide Jesús es la adhesión que da libertad, porque se basa no en la subordinación sino en la amistad. Pedro ha de tener esto para dar su respuesta, que será la definitiva.  Ahora ve que no puede tener secretos para Jesús y que éste conoce perfectamente la calidad de su adhesión. Por eso dice: Señor, tú lo sabes todo…
Y Jesús con sus palabras, Apacienta mis ovejas, sintetiza las dos invitaciones anteriores, moviendo a Pedro a considerar como misión suya el hacer que los hermanos encuentren vida. Pero para esto, tendrá que estar dispuesto a entregar su propia vida. Por eso añade Jesús: Cuando eras joven…ibas donde querías, cuando seas viejo otros te ceñirán y te llevarán donde no quieras ir. Le predice con ello que su destino será dar su vida en la cruz como él. Dicho esto, añadió: Sígueme. Pedro inicia, o recomienza, su discipulado, sigue los pasos de Jesús en su vida y en su muerte.
Muestra mucho amor porque mucho se le ha perdonado dijo Jesús de la pecadora que vertió sobre sus pies un vaso de perfume (Lc 7, 40-43). Tres veces afirma Pedro el amor que tiene a Jesús, porque le ha perdonado su triple negación. Ya solo le interesa que su Señor, que lo sabe todo, tenga presente el afecto que le tiene. Asimismo, muestra mucho amor el cristiano porque se siente tocado por la misericordia del Señor. Se sabe conocido y aceptado plenamente por Él, y esto le da la confianza necesaria para ir tras Él en su camino de amor y de servicio, aun donde no quiera ir.

jueves, 28 de mayo de 2020

Que todos sean uno (Jn 17, 20-26)

P. Carlos Cardó SJ
Los ángeles de la música, óleo sobre lienzo de Peter Paul Rubens (1628 aprox.), Galería de Imágenes del Palacio Sanssouci, Postdam, Alemania
Jesús alzó sus ojos al cielo y dijo: "No ruego sólo por éstos, sino también por todos aquellos que creerán en mí por tu Palabra. Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la Gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí. Así alcanzarán la perfección en la unidad, y el mundo conocerá que tú me has enviado y que yo los he amado a ellos como tú me amas a mí."
El tema dominante de la oración sacerdotal de Jesús en su última cena es el tema de unidad, que corresponde a la gloria del Hijo reflejada en la Iglesia. La vida de la Iglesia ha de reflejar el misterio de donación y comunión que constituye la unidad del Dios Trinidad, concretamente el amor del Padre, la obediencia y entrega del Hijo y la comunión del Espíritu Santo.
A la Iglesia, comunidad formada por los discípulos de Jesús y por los que creerán en Él por el testimonio y la predicación  de ellos, Jesús le ha hecho participar de la gloria que ha recibido del Padre. En su cena, pide para que puedan contemplar esa gloria en toda su plenitud cuando estén todos reunidos con Él junto al Padre.
Sabemos ya que la gloria que Cristo ha recibido del Padre y desea para su Iglesia no tiene nada que ver con el triunfalismo. Consiste en la manifestación victoriosa del amor que sirve, se entrega y salva, del amor que, en definitiva, constituye el ser mismo de Dios. Jesús no retiene para sí la gloria, la prodiga en el amor con que procura el bien de los demás, sana sus dolencias, los libera de toda opresión y les da vida eterna. Esa es la gloria que da a sus discípulos y que ellos deberán transparentar en un amor mutuo semejante al suyo.
Se entiende, entonces, que la práctica del amor que sirve y se entrega (el mandamiento del Señor) es lo que les ha de mantener unidos, pues en eso consiste la unidad verdadera de los que son de Cristo. Yo les he dado la gloria que tú me diste, de modo que puedan ser uno, como nosotros somos uno.
La Iglesia está fundada para reproducir y hacer presente en la historia la obediencia de Jesucristo al Padre, por la cual no vivió para sí, no vino a ser servido sino a servir y dio su vida. En el ejercicio de su misión, la Iglesia ha de reproducir ese mismo dinamismo de amor, entrega y servicio que en la persona y actuación de Jesús aparece como la gloria que ha recibido de su Padre. Por consiguiente, el éxito de la labor evangelizadora de la Iglesia no reside en la grandeza de sus instituciones y de sus obras, sino en su capacidad de hacer sentir a la gente el amor con que Jesús amó a su Padre y a sus hermanos.
La unidad es don de Dios, por eso Jesús la pide para nosotros. La división, en cambio, es obra del pecado. La unión que hay entre el Padre y el Hijo es fuente de la unión en la comunidad de los cristianos y modelo que deben procurar imitar. En la vida trinitaria, las tres personas divinas, manteniendo sus características y funciones propias, forman un solo ser divino. En la comunidad cristiana no se puede buscar una unidad en la uniformidad, sino en el respeto de la diversidad, que es riqueza de la misma Iglesia.
Hay además un dinamismo de presente y un futuro, de realidad a la vez actual y por venir, en la manifestación de la gloria y en la formación de la unidad. Jesucristo había recibido la gloria que el Padre le había dado porque lo había amado desde antes de la creación del mundo; no obstante, esperaba ser glorificado en la hora de su muerte y resurrección.
De modo semejante, la unidad de la Iglesia –en la que se muestra la gloria de Cristo– es una realidad actual, transmitida por Él mismo, pero su plena realización es objeto de esperanza porque todavía no se ha realizado. Cuando Cristo sea todo en todos y seamos congregados por Él en su reino, entonces se alcanzará la unidad perfecta. Mientras tanto, la unidad de los cristianos es una tarea y anhelo continuo pues tiene que ser visible para que el mundo crea.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Oración sacerdotal de Jesús (Jn 17, 11b-19)

P. Carlos Cardó SJ
Agonía en el huerto, óleo sobre lienzo de Giovanni di Paolo (1445), Museos Vaticanos, Roma, Italia
Jesús dijo: "Yo ya no estoy más en el mundo, pero ellos se quedan en el mundo, mientras yo vuelvo a ti. Padre Santo, guárdalos en ese Nombre tuyo que a mí me diste, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo los cuidaba en tu Nombre, pues tú me los habías encomendado, y ninguno de ellos se perdió, excepto el que llevaba en sí la perdición, pues en esto había de cumplirse la Escritura. Pero ahora que voy a ti, y estando todavía en el mundo, digo estas cosas para que tengan en ellos la plenitud de mi alegría. Yo les he dado tu mensaje, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los defiendas del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos mediante la verdad: tu Palabra es verdad".
Llamada “sacerdotal” por su carácter de acción de gracias y de intercesión (Jesús mediador), la oración de Jesús a su Padre en la Última Cena contiene la cima de la revelación de su propia identidad y también la de sus discípulos, por su estrecha vinculación a su obra. Jesús da gracias por la obra que el Padre le ha confiado y ruega por los que la continuarán después.
Se dirige a Dios llamándolo Padre santo. Dios es santo, según la Biblia, por ser el absolutamente diferente a todo lo creado. No obstante, se hace como nosotros para que nosotros seamos santos ante Él por el amor (Ef 1, 4). Es propio del Dios santo hacer santos: semejantes a Él y diferentes al mundo.
A ese Dios reconocido como santo, Jesús encomienda la conservación de la unidad de sus discípulos. La unidad, anhelo fundamental del ser humano, es también la expresión más plena del amor porque el amor verdadero tiende a la unidad. El mal divide. La santidad es unidad, que se logra por el amor, la fraternidad y la misericordia. Por eso, el sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto de Mt 5, 48, es traducido por Lc 6, 36 como sean misericordiosos, que significa unirse de corazón (cor) a los demás, en especial a los que la pasan mal (miser).
Por ser amor, Dios es comunidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu. Su unión perfecta nos abraza y se nos comunica por el Espíritu, que del Padre y del Hijo procede. Movido por él, Jesús vivirá la pasión de reunir a los hijos e hijas de Dios dispersos para hacer con ellos un solo rebaño, una familia. Por eso es escandalosa la división de los cristianos, es lo más opuesto a la obra del Hijo, divide la túnica de Cristo (Jn 19,23) y rompe su cuerpo.
Cuando estaba con ellos los protegía, dice el Buen Pastor. Y ninguno se perdió, excepto el hijo de la perdición. Se le ha identificado con Judas. Es frase oscura, chocante: ¿se puede hablar de predestinación a la perdición? En toda la Biblia aparece como lo más característico de Dios la búsqueda del perdido. Para eso viene Jesús para buscar y salvar lo que está perdido.
Pero el hecho es que la perdición es como el horizonte de la salvación: se salva lo que está perdido. Si no hay perdición no hay salvación. Judas vendría a ser el icono, prototipo del hombre perdido que Jesús ha venido a salvar. Algunos han visto en el “hijo de la perdición” a Satanás, a quien Juan considera “jefe de este mundo” y mentiroso.
Pablo, por su parte lo designa como el “hombre inicuo”, “hijo de la perdición”, “adversario”, que se levanta por encima de todo lo que es divino o recibe culto, hasta llegar a sentarse en el santuario de Dios, haciéndose pasar a sí mismo por Dios (2 Tes 2, 3-4). Sin embargo, nada autoriza a ubicar esto en situaciones o personajes concretos de la historia. El texto no es histórico, ni filosófico, ni político, sino teológico. Lo que intenta decir Pablo es que no debe interesar el cuándo o el cómo del fin del mundo, sino el triunfo final de Cristo.
La obra de Jesús apunta siempre a la alegría de los hijos e hijas de Dios. Quiere para ellos su misma alegría plena, se la promete y les da su palabra como garantía de su promesa. Al mismo tiempo, sin embargo, los quiere prevenir porque el mundo los odia. El mundo ama lo que le pertenece y odia a los que son de Cristo. Por eso la alegría de los cristianos no será la alegría que ofrece el mundo mentiroso.
Pero estarán en Él y en Él deberán continuar su obra. Contarán  para ello con la protección  del Padre y con su unión fraterna, que los santifica en la verdad, en la autenticidad de su ser hijos santos como el Padre es santo. La santidad del Padre se reflejará en su ser hermanos, capaces de amar con el mismo amor. Lo que santifica es el amor que Jesús revela y comunica, y que procede de Dios. Eso es lo que Él pidió para nosotros en su oración la víspera de su pasión.

martes, 26 de mayo de 2020

Bendito seas Padre (Mt, 11, 25-30)

P. Carlos Cardó SJ
Dios Padre y el Espíritu Santo, óleo sobre lienzo de Domenico Antonio Vaccaro (1700 – 1710 aprox.), Galería Real de Pinturas Mauritshuis (o Casa de Mauricio), La Haya, Países Bajos
En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer.Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana».
Este trozo del evangelio de San Mateo consta de dos partes. La primera contiene el llamado grito de júbilo de Jesús (11,25-27). Hay quien afirma que estos versículos son quizá los más importantes de los evangelios sinópticos. La segunda parte se centra en la invitación de Jesús a participar en su experiencia vital del Padre, con la cual se aligera el yugo que podrían parecer sus enseñanzas y mandatos. (11,28-30).
En la primera parte tenemos una típica oración de Jesús a su Padre. Resalta la intimidad con que se dirigía a Dios, llamándole Abbá. Pronunciada con toda su resonancia aramea, esta palabra expresa el gozo y la confianza del niño al comunicarse con su padre. Abbá, con esta palabra tierna y primordial para quien la pronuncia y para quien la escucha, Jesús expresa el misterio insondable de Dios con la máxima cercanía que un hombre es capaz de experimentar, la intimidad que le une a su padre. Con ella también Jesús expresa la conciencia que tiene de sí mismo como alguien que no se entiende sino en referencia a Dios como padre suyo.
Jesús reconoce que su Padre tiene una voluntad que debe cumplirse. Consiste en el establecimiento de su reinado, que ya ha comenzado pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Lo podemos ver en la acción de quienes se dejan conducir por la fuerza del Espíritu, y es el objeto de nuestra esperanza, pues culminará al final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos.
La revelación de su ser Padre y la venida de su reino, Dios las ofrece como un don (gracia). La reciben los pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los humildes, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los pequeños y los pobres de espíritu son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que se vuelva a ellos y los salve. Los sabios y entendidos, en cambio, no esperan más que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen su necesidad de reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios.
Jesús se alegra de que el amor del Padre por todos sus hijos se ha revelado ya y todo aquel que lo acoge alcanza el poder de realizarse plenamente como hijo de Dios.
En ese contexto, dice Jesús: “¡Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!” Cansados y agobiados vivían los judíos a causa de la religión de la ley, sin la libertad de los hijos de Dios. Agobiado está quien no tiene otra actitud que la del temor servil, que lleva a cumplir la ley moral por el temor al castigo o la esperanza de premios. Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la hipocresía y en el orgullo del hombre por sus obras. El amor cristiano, en cambio, lleva incluso a curar a un enfermo en día sábado y a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Este amor produce gozo y descanso, es justicia nueva, hace posible vivir la vida misma de Dios que es amor.
Y yo los aliviaré”. Él dará reposo a nuestras mentes y corazones agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber que tenemos un lugar en la casa del Padre; la seguridad de que donde mis fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios; la certeza de que ni siquiera el poder de la injusticia y de la  muerte de que es capaz el ser humano sobre la tierra podrá impedir la llegada del reino, porque el mundo, creado bueno por Dios, pero maltratado y herido por la maldad humana, ha sido amado, salvado y asumido en la carne de ese hombre perfecto, que es Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios resucitado.
La ley del amor que Él nos da no es carga que oprime. Mi yugo es suave y mi carga es ligera, nos dice. Su nueva ley del amor es la verdad que libera, porque nos hace vivir en autenticidad, capaces de alegría y creatividad, de grandeza de ánimos y corazón ensanchado.
Vengan a mí… aprendan de mí que soy sencillo y humilde de corazón y yo les daré descanso. Responder a su llamada es aprender del corazón de Jesús man­sedumbre, humildad, sencillez, amabilidad.
¡Corazón de Jesús haz nuestro corazón semejante al tuyo!

lunes, 25 de mayo de 2020

¡Yo he vencido al mundo! (Jn 16, 29-33)

P. Carlos Cardó SJ
Yo soy la luz del mundo, óleo sobre lienzo de José Luis Castrillo (Siglo XX), Colección privada, Sevilla, España
Los discípulos le dijeron: "Ahora sí hablas claramente sin usar comparaciones. Ahora estamos seguros de que lo sabes todo y no hay por qué hacerte preguntas. Ahora creemos que has venido de Dios".Jesús les respondió: "¿Ustedes dicen que creen? Está llegando la hora, y ya ha llegado, en que se dispersarán cada uno por su lado y me dejarán solo. Pero yo nunca estoy solo, pues el Padre está conmigo. Les he hablado de estas cosas para que tengan paz en mí. Ustedes encontrarán la persecución en el mundo. Pero, ánimo, yo he vencido al mundo".
Ahora hablas claramente sin usar comparaciones. Ahora estamos seguros de que lo sabes todo, le dicen los discípulos a Jesús, como si no les hubiera revelado quién es Él y por qué fue enviado al mundo por su Padre. Creemos que has venido de Dios, afirman resueltamente, pero hay algo fundamental que no entienden ni mencionan: que Jesús ha de volver a su Padre, pasando por la cruz, donde va a ser glorificado.
Saben mucho de Jesús, es verdad, y se muestran seguros de sí mismos, pero no han comprendido el destino de Jesús y razonan a partir de sus propias deducciones. Se puede saber mucho sobre Él, pero no entenderlo real y profundamente.
Algo similar había ocurrido con Pedro, que se ufanó ante el Señor: ¿Por qué razón no soy capaz de seguirte ya ahora? Daré mi vida por ti. Y Él le respondió anunciándole que le iba a negar tres veces. Los discípulos, por su parte, dicen comprender, pero Jesús sabe que después no creerán lo que vean, se escandalizarán de la cruz. Se dispersarán como el rebaño cuando sea golpeado el pastor y se harán fácil presa del lobo (cf. Mt 26, 31; Zac 13, 7). Todos lo abandonarán, excepto su madre y el discípulo. Pero Él seguirá con ellos y, cuando vuelva al Padre, les enviará al Espíritu de la verdad, que los guiará al conocimiento de la verdad completa.
Pero yo nunca estoy solo. El Padre está conmigo, afirma Jesús a continuación como rectificando sus palabras. Alude así a la lucha interior que libra y que supera con la confianza absoluta que le viene por su comunión con el Padre. Ya en otras ocasiones había mencionado esta unión: No estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado (Jn 8, 16). Y Aquel que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que a él le agrada (Jn 8, 29).
Esta íntima e inquebrantable confianza es lo que lo mantendrá fiel en la prueba suprema. Más aún, su conciencia de la presencia constante de su Padre junto a Él, que San Juan pone de relieve, contrasta con la extrema soledad que, según los evangelios sinópticos, experimentó Jesús al punto de morir, sintiéndose obligado a gritar: ¡Elí, Elí, lammá sabactaní! ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mt 27, 46). La visión que tiene el evangelista Juan es distinta. En la cruz, Jesús llevará a pleno cumplimiento el plan de salvación que el Padre le encomendó, morirá afirmando: todo se ha cumplido, e inclinando la cabeza nos dará su Espíritu.
Por eso, en la víspera de la pasión, Jesús se despide de los discípulos, fortaleciendo su confianza con la certeza de su victoria sobre el mal y la muerte. Es su postrer deseo, que estén siempre en paz, cualquier que sea la aflicción que sientan en el mundo. Les he dicho esto para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulación. Pero ¡tengan ánimo! ¡Yo he vencido al mundo!
A lo largo de la historia, la injusticia, los desórdenes y las desigualdades en el mundo seguirán siendo causa de muchos sufrimientos. Por eso, los deseos de paz que Jesús expresa a sus discípulos no buscan solamente animarlos, sino moverlos a asumir el compromiso de ser, en medio de la oposición y tribulaciones del mundo, testigos de su triunfo, por eso su exclamación firme y convincente: ¡Yo he vencido al mundo! Es lo que sostendrá la confianza del cristiano en toda circunstancia por adversa que sea.

domingo, 24 de mayo de 2020

Homilía del VII Domingo de Pascua - Vayan por todo el mundo (Mt 28, 16-20)

P. Carlos Cardó SJ
Ascensión, fresco de Giotto di Bondone (1304 – 1306), Capilla de los Scrovegni, Padua, Italia
Por su parte, los once discípulos partieron para Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Cuando vieron a Jesús, se postraron ante él, aunque algunos todavía dudaban.
Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia».
La última voluntad del Señor es que sus discípulos se conviertan en “testigos”, capaces de anunciar al mundo que el pecado, la carga opresora del hombre, ha perdido su fuerza mortífera por la muerte y resurrección del Señor. Cristo resucitado es la garantía de la victoria sobre el mal de este mundo. En su Nombre se anuncia el perdón del pecado. Ya no hay lugar para el temor porque Dios es amor que salva. Los discípulos han de llevar este anuncio a todas las naciones. La fuerza para ello les viene del Espíritu Santo, don prometido por el Padre de Jesucristo. Así como el Espíritu descendió sobre María, descenderá sobre ellos. La encarnación de Dios en la historia llega así a su estado definitivo.
Se trata, según Mateo, de hacer discípulos, no simplemente de anunciar, ni sólo de instruir y, menos aún, de adoctrinar, sino de crear las condiciones para que la gente tenga una experiencia personal de Cristo, que los lleve a seguirlo e imitarlo como la norma y ejemplo de su vida. Esto significa entrar en su discipulado, hacerse discípulos para asumir sus enseñanzas y también asimilar su modo de ser.
La comunidad eclesial, representada en el monte, aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Las Iglesia hace visible el poder salvador de su Señor.
La comunidad cristiana no puede quedar abrumada por la acción del mal en el mundo en la etapa intermedia entre la pascua del Señor y su segunda venida. La acción triunfadora de Cristo Resucitado sigue presente como el trigo en medio de la cizaña. Con mirada de fe/confianza, el cristiano discierne los signos de esa presencia y acción de Cristo vencedor, que se lleva a cabo por medio de los creyentes. Por eso, antes de partir, los dotó de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo.
Jesucristo resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.

sábado, 23 de mayo de 2020

La tristeza y la alegría (Jn 16, 23-28)

P. Carlos Cardó SJ
Mañana soleada, óleo sobre lienzo de Edward Hopper (1952), Museo de Arte Columbus, Ohio, Estados Unidos
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Yo les aseguro, si piden algo al Padre en mi Nombre, se les dará. Hasta ahora no han pedido nada en mi Nombre; pidan y recibirán, así serán colmados de alegría. Les he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que les hablaré del Padre claramente. Aquel día pedirán en mi Nombre, y no les digo que yo rogaré al Padre por ustedes, pues el Padre mismo los quiere, porque ustedes me quieren y creen que yo salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre".
Pidan y recibirán; así serán colmados de alegría. En su despedida, Jesús habla de la alegría que quiere dar a sus discípulos como fruto de su triunfo en la cruz y resurrección. Quiere hacerles ver que su fe en Él los hará capaces de vivir en una alegría constante, que supera la que pueden obtener de sus bienes propios y de sus éxitos personales, y les hará mantener la esperanza a pesar de las pruebas y dificultades de la vida.
La alegría no es un componente secundario o accidental de la vida cristiana, sino un estado continuo en el que debe vivir el cristiano y no debe perder. Por eso mismo, no se trata de cualquier alegría. No puede darse sin la libertad propia de las personas, sin la paz que es fruto de la justicia en las relaciones humanas en sociedad, sin la fraternidad que expresa el amor mutuo y la igualdad esencial de todas las personas, y sin la comunión con Dios, cuyo rostro se busca en la oración cotidiana y su presencia se experimenta por la fe. No es, por tanto, una alegría barata y fácil.
Los tiempos que vivimos, al igual que los de Jesús, ponen ante nuestros ojos, y a veces nos hacen vivir en carne propia, mil formas distintas de falta de libertad, paz, fraternidad y sentido religioso. La alegría de que Jesús habla no puede pasar por encima de nuestra realidad. Él nos la da para que podamos afirmar nuestra libertad y dignidad frente a todo abuso u opresión; para mantener la paz en nuestros corazones y construirla en la sociedad por medio de la justicia; y para movernos en todo con el sentido de Dios que nos hace trascender las realidades puramente temporales.
Los evangelios no se escribieron en circunstancias felices. El evangelio de Juan, concretamente, surgió en una comunidad que había ya experimentado las persecuciones con que se quiso destruir desde sus inicios la fe cristiana. Jesús mismo habla de la alegría en su cena de despedida, cuando sabe ya que le espera la cruz. Tampoco las más bellas páginas de la Biblia sobre la alegría, la esperanza y la realización del anhelo del hombre fueron escritas en los tiempos de prosperidad de Israel, sino en tiempos de sus mayores crisis.
Los profetas enseñaron al pueblo a afirmarse en la esperanza cuando más desesperado estaba en el exilio. Y la razón fundamental por la que se puede conservar la alegría del corazón en cualquier circunstancia la da San Pablo: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rom 8, 31). Por consiguiente, no es que el dolor cause alegría –obviamente eso no se puede decir–, ni que sea bueno soñar en una existencia sin cruz, sin sufrimientos y penas.
La alegría surge cuando, por la fe, se asume el dolor no como fatalidad, sino como ocasión para sentir la presencia solidaria de Jesús, que llena con su amor todo el abatimiento y consternación que produce. Las pruebas y sufrimientos inherentes a la existencia terrena se aprecian así ya no de manera puramente resignada y pasiva, sino como oportunidad para que nazca algo nuevo cargado de sentido. Es el significado de la imagen de la parturienta que sabe que sus dolores anteceden a la alegría por el nacimiento del niño.
Jesús hace ver también que la alegría verdadera es un don de lo alto. No es alegría completa ni duradera la que se busca ganando más y más dinero ni logrando éxitos según el mundo. La alegría verdadera es la que proviene de lo que Dios hace en nuestro favor. Se trata, por tanto, de poner como fundamento de nuestra dicha y felicidad la fidelidad del amor de Dios, que nos asegura siempre con su presencia a nuestro lado el poder de su resurrección sobre la maldad del mundo y sobre nuestros errores y pecado. De todo esto saldremos triunfantes gracias a aquel que nos amó (Rom 8, 37).
Finalmente, el tiempo que transcurre entre la partida del Señor y su retorno queda designado por Jesús como el tiempo de la esperanza, que se alimenta con la oración confiada y eficaz. En ese día, es decir, en el tiempo de su presencia resucitada, en el día del Señor en que vivimos, ya no tendrán necesidad de preguntarme (pedirme) nada. Les aseguro que el Padre les concederá todo.

viernes, 22 de mayo de 2020

Su alegría nadie se la podrá quitar (Jn 16, 20-23)

P. Carlos Cardó SJ
Paisaje con arcoíris, óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich (1810), pintura perdida durante la II Guerra Mundial, actualmente en paradero desconocido
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: " En verdad en verdad les digo que llorarán y gemirán; mientras el mundo estará alegre, ustedes estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También ustedes ahora sienten tristeza; ustedes me verán, y su corazón se alegrará, y su alegría nadie se la podrá quitar. Ese día no me preguntarán nada. En verdad les digo que todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, se los concederá".
En verdad en verdad les digo. Cuando Jesús emplea esta fórmula, que en hebreo es Amen, amen, yo les digo, da a sus afirmaciones la mayor firmeza, solidez y seguridad que se podía pensar. Más aún, los comentaristas actuales coinciden en reconocer que con esa manera de hablar, Jesús reivindicaba a Dios como autor de su propia palabra, avalaba la verdad de su palabra como verdad de Dios, daba a sus palabras la autoridad de Dios. En el texto que comentamos, emplea esta fórmula para hablar a sus discípulos y a nosotros del futuro que nos aguarda.
Llorarán y gemirán. El tiempo en que los discípulos no lo verán serán de lamento y tristeza, por su muerte en cruz y por su sepultura. Será el tiempo del poder de las tinieblas y del príncipe de este mundo; pero será también el tiempo del juicio y de la salvación de Dios. El mundo creerá haber vencido –y lo sigue creyendo hasta hoy–, pero será vencido y será expulsado el jefe de este mundo. El mundo será salvado. Entonces, la tristeza de los discípulos se convertirá en alegría. Se cumplirá plenamente lo del Salmo 30: Cambiaste mi luto en danza; mi traje de penitencia en vestido de fiesta.
Jesús emplea la imagen de la parturienta que siente tristeza cuando va a dar a luz, para señalar la fecundidad propia de este momento crítico que la fe atraviesa. Es semejante a la parábola del grano de trigo que tiene que caer en tierra y morir como condición para dar fruto. La aflicción que el discípulo sufre –semejante a la de su Señor– anuncia el nacimiento de la nueva humanidad y del mundo nuevo liberado. Incluye el triunfo sobre toda opresión, y también la fecundidad de la misión evangelizadora a pesar de las persecuciones.
San Pablo recoge esta promesa para darle alcance universal, cósmico: la creación entera gime hasta hoy con dolores de parto (Rom 8, 22), por verse liberada de lo que la esclaviza, pero llegará a participar ella también, a su modo, de la libertad y estado definitivo de la humanidad salvada.
La crisis, el dolor, la prueba conmueven al discípulo como conmovieron primero a Jesús. Probado y capaz de compadecerse de nuestras flaquezas y sufrimientos (Hebr 14,15), el Señor promete a sus discípulos que pronto serán consolados; les hace ver que su aflicción es momentánea y positiva.
Ustedes me verán, les dice. Lo verán resucitado. Lo sentirán presente en sus vidas, actuante en la historia. Y su alegría nadie se la podrá quitar. Esta alegría ganada en la cruz es invencible porque es la alegría del amor que vence al odio, a la maldad y a la muerte misma.

jueves, 21 de mayo de 2020

Dentro de poco ya no me verán (Jn 16, 16-20)

P. Carlos Cardó SJ
Los discípulos de Emaús, óleo sobre lienzo de Mathieu Le Nain (1643), Museo del Louvre, París, Francia
Dentro de poco ya no me verán; pero dentro de otro poco me volverán a ver.Los discípulos comentaban unos a otros: "¿Qué es lo que dice? Dentro de poco ya no me verán; pero dentro de otro poco me volverán a ver; y ¿eso es porque voy al Padre?".Ellos decían: "¿A qué poco tiempo se refiere? No entendemos lo que dice".
Jesús comprendió que querían preguntarle y les dijo: "Discuten entre ustedes acerca de lo que les dije, que dentro de poco ya no me verán; pero dentro de otro poco me volverán a ver. Les aseguro que llorarán y se lamentarán mientras el mundo se divierte; estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en gozo".
Jesús anuncia su próxima partida al Padre y el efecto que ella va a tener en la vida de los discípulos: primero un estado de tristeza porque ya no estará con ellos, a pesar de haberles dicho: No los dejaré huérfanos (14, 18); después una transformación interior, porque la tristeza se les tornará alegría al comprobar la presencia nueva del mismo Jesús entre ellos. Esto lo dice con unas palabras que ellos no entienden: Dentro de poco ya no me verán; pero dentro de otro poco me volverán a ver.
Jesús les hace ver que la tristeza que tendrán y que les llevará a “llorar” y “lamentarse”, es decir, a hacer duelo, será provocada por su muerte en la cruz. El mundo, en cambio, se alegrará porque creerá haber triunfado en el juicio contra Él y haber conseguido destruirlo. Será el tiempo del escándalo que los sumirá en la oscuridad.
Pero la situación se invertirá y la tristeza de los discípulos se convertirá en alegría cuando, leyendo los acontecimientos del Viernes a la luz de la fe y de la Escritura, vivan la experiencia de la resurrección que les hará gozar de la presencia victoriosa y continua del Señor con ellos y en ellos. Lo verán en la mañana de la Pascua, después de dos días de angustia. Lo verán y entenderán su cruz como el instrumento de su glorificación.
El primer tiempo es el tiempo del escándalo, de la falta de fe y esperanza. El segundo, es el tiempo del encuentro personal con el gran Viviente, que les dará su paz como signo característico de su presencia y se llenarán de una alegría que nadie les podrá quitar.
Esta alternancia se repite en la historia y en la vida personal: el continuo paso de muerte a vida, de pecado a conversión, de desolación a consolación. Ya los antiguos profetas, en las épocas de las mayores crisis de Israel, vieron que la obra liberadora de Dios iba a consistir en el paso del dolor del pueblo al gozo perpetuo: Llegarán a Sion entre gritos de júbilo; una alegría eterna iluminará su rostro, gozo y alegría los acompañarán, la tristeza y el llanto se alejarán (Is 35, 10; 51,11).
La vuelta del exilio en Babilonia será a la vez la prueba del poder liberador de Dios y el anuncio de la llegada a la meta final de la historia. Las palabras de Jesús sobre el cambio de la tristeza en gozo, anuncian la realización plena de la esperanza de Israel y el establecimiento final de la vida eternamente feliz, porque Él franqueará las puertas de la muerte y abrirá para siempre las puertas de su reino.
En nuestra vida personal tenemos que comprender también el sentido de las crisis y sufrimientos. En efecto, la esperanza cristiana es lo que nos mantiene firmes en medio de las tribulaciones, contradicciones y dolores inherentes a la existencia humana, y las que pueden venirnos como consecuencia de nuestro compromiso cristiano.
Entonces, como a Pablo en su vida cargada de padecimientos, se nos concederá poder decir: Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo Padre misericordia y Dios de todo consuelo. Él es quien nos conforta en todos nuestros sufrimientos, para que también nosotros podamos confortar a todos los que sufren  con el consuelo que recibimos de Dios (2 Cor 1, 3-7).
Conocer a Jesús y el poder de su resurrección implica participar de sus sufrimientos y de su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección (Fil 3, 10-11). El cristiano resuelve así el carácter inexorable de la muerte, con la certeza de la fe en que Dios, por su Hijo resucitado, hará triunfar la vida: Destruirá la muerte para siempre y secará las lágrimas de todos los rostros (Is 25, 10).

miércoles, 20 de mayo de 2020

El Espíritu los llevará a la verdad completa (Jn 16, 12-15)

P. Carlos Cardó SJ
Espíritu Santo, vitral de una capilla de la Iglesia de San José,  Zabrze, Polonia
Jesús les dijo: "Aún tengo muchas cosas que decirles, pero es demasiado para ustedes por ahora. Y cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, los guiará en todos los caminos de la verdad. Él no viene con un mensaje propio, sino que les dirá lo que escuchó y les anunciará lo que ha de venir. Él tomará de lo mío para revelárselo a ustedes, y yo seré glorificado por Él. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso les he dicho que tomará de lo mío para revelárselo a ustedes".
Jesús habla del Espíritu Santo que enviará a los suyos como Espíritu de la verdad. Es el atributo que quizá más tenemos en cuenta cuando lo invocamos y le pedimos: Espíritu Santo, ilumina con tu luz nuestras mentes y dispón nuestros corazones para ver la verdad y saber distinguir lo que es recto.
Él los guiará a la verdad completa, dice Jesús. Esto no quiere decir que Él nos haya dado la verdad a medias y por eso el Espíritu deba completarla. Jesús nos lo ha revelado todo. Dios se nos ha dicho todo en Él. Si se hubiese guardado algo, por así decir, sin revelárnoslo, tendríamos aún que estar esperando otra revelación definitiva.
En Jesús habita la plenitud de la divinidad, dice San Pablo (Col, 2,9), en Él, en su Hijo Jesús, Dios se nos ha dado de una vez y para siempre. La función del Espíritu consistirá entonces en infundir en nuestras mentes la luz que necesitamos para interpretar lo dicho por Jesús y para vivirlo en la práctica y en el presente.
El Espíritu Santo no dirá nada diferente ni contrario a lo que dijo Jesús. Anuncia nuevamente, interpreta, habla aquí y ahora lo que Jesús dijo entonces, actualiza su presencia viva. Lo que hace el Espíritu es introducirnos en la verdad que es Jesucristo, mediante el conocimiento que se adquiere por el amor y que es inacabable, pues siempre se puede conocer y comprender más aquello que se ama.
Les anunciará las cosas venideras. Esto no tiene nada que ver con adivinación y vaticinio del futuro. El ser humano por ser mortal siente el ansia de saber el futuro. De ahí el recurso a lo mágico, a las predicciones y los horóscopos, que lo único que hacen es engañar la angustia presente. Las cosas venideras a las que alude Jesús son las relativas al reino de Dios, que se desarrolla escondido como el grano en tierra o la levadura en la masa. El Espíritu enseña a discernir los signos de los tiempos, ilumina el presente a la luz del pasado (de la Palabra, de la vida de Jesús), mantiene viva en el presente la memoria Iesu.
Él me glorificará. La gloria se ha revelado en la humanidad (carne) del Hijo del hombre; por eso no se la capta totalmente, se mantiene abierta a un conocimiento más y más pleno, hasta el infinito, que el propio del conocimiento del misterio de Dios. Jesús ya ha sido glorificado por el Padre en la cruz y en la resurrección. Aquí se habla de la gloria en los discípulos, de la gloria del Hijo en los hermanos, de la gloria de Dios reflejada en nuestra vida. Yo les he dado la gloria que tú me diste (17,22) para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos (17,26).
Todo lo del Padre es mío: la misma gloria, el mismo amor, la misma voluntad salvadora, el mismo ser. El Espíritu transmite eso, introduce en la vida trinitaria, porque es el ser-amor de Dios que se difunde en sus criaturas.
Lo que recibe de mí, lo dará. Comunica a Cristo hasta imprimirlo en nuestros corazones, para que seamos verdaderos hijos y hermanos, para que crezcamos continuamente en Cristo, hasta ser transformados en Él, para que nuestra carne mortal como la de Él, sea signo del Dios invisible.