P. Carlos Cardó SJ
Mañana soleada, óleo sobre lienzo
de Edward Hopper (1952), Museo de Arte Columbus, Ohio, Estados Unidos
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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Yo les aseguro, si piden algo al Padre en mi Nombre, se les dará. Hasta ahora no han pedido nada en mi Nombre; pidan y recibirán, así serán colmados de alegría. Les he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que les hablaré del Padre claramente. Aquel día pedirán en mi Nombre, y no les digo que yo rogaré al Padre por ustedes, pues el Padre mismo los quiere, porque ustedes me quieren y creen que yo salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre".
Pidan
y recibirán; así serán colmados de alegría. En su
despedida, Jesús habla de la alegría que quiere dar a sus discípulos como fruto
de su triunfo en la cruz y resurrección. Quiere hacerles ver que su fe en Él
los hará capaces de vivir en una alegría constante, que supera la que pueden
obtener de sus bienes propios y de sus éxitos personales, y les hará mantener
la esperanza a pesar de las pruebas y dificultades de la vida.
La alegría no es un componente
secundario o accidental de la vida cristiana, sino un estado continuo en el que
debe vivir el cristiano y no debe perder. Por eso mismo, no se trata de
cualquier alegría. No puede darse sin la libertad propia de las personas, sin
la paz que es fruto de la justicia en las relaciones humanas en sociedad, sin
la fraternidad que expresa el amor mutuo y la igualdad esencial de todas las
personas, y sin la comunión con Dios, cuyo rostro se busca en la oración
cotidiana y su presencia se experimenta por la fe. No es, por tanto, una
alegría barata y fácil.
Los tiempos que vivimos, al igual
que los de Jesús, ponen ante nuestros ojos, y a veces nos hacen vivir en carne
propia, mil formas distintas de falta de libertad, paz, fraternidad y sentido
religioso. La alegría de que Jesús habla no puede pasar por encima de nuestra
realidad. Él nos la da para que podamos afirmar nuestra libertad y dignidad
frente a todo abuso u opresión; para mantener la paz en nuestros corazones y
construirla en la sociedad por medio de la justicia; y para movernos en todo
con el sentido de Dios que nos hace trascender las realidades puramente
temporales.
Los evangelios no se escribieron
en circunstancias felices. El evangelio de Juan, concretamente, surgió en una
comunidad que había ya experimentado las persecuciones con que se quiso
destruir desde sus inicios la fe cristiana. Jesús mismo habla de la alegría en
su cena de despedida, cuando sabe ya que le espera la cruz. Tampoco las más
bellas páginas de la Biblia sobre la alegría, la esperanza y la realización del
anhelo del hombre fueron escritas en los tiempos de prosperidad de Israel, sino
en tiempos de sus mayores crisis.
Los profetas enseñaron al pueblo a
afirmarse en la esperanza cuando más desesperado estaba en el exilio. Y la
razón fundamental por la que se puede conservar la alegría del corazón en
cualquier circunstancia la da San Pablo: Si
Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rom 8, 31). Por
consiguiente, no es que el dolor cause alegría –obviamente eso no se puede
decir–, ni que sea bueno soñar en una existencia sin cruz, sin sufrimientos y
penas.
La alegría surge cuando, por la
fe, se asume el dolor no como fatalidad, sino como ocasión para sentir la
presencia solidaria de Jesús, que llena con su amor todo el abatimiento y consternación
que produce. Las pruebas y sufrimientos inherentes a la existencia terrena se
aprecian así ya no de manera puramente resignada y pasiva, sino como
oportunidad para que nazca algo nuevo cargado de sentido. Es el significado de
la imagen de la parturienta que sabe que sus dolores anteceden a la alegría por
el nacimiento del niño.
Jesús hace ver también que la alegría
verdadera es un don de lo alto. No es alegría completa ni duradera la que se
busca ganando más y más dinero ni logrando éxitos según el mundo. La alegría
verdadera es la que proviene de lo que Dios hace en nuestro favor. Se trata,
por tanto, de poner como fundamento de nuestra dicha y felicidad la fidelidad
del amor de Dios, que nos asegura siempre con su presencia a nuestro lado el
poder de su resurrección sobre la maldad del mundo y sobre nuestros errores y
pecado. De todo esto saldremos
triunfantes gracias a aquel que nos amó (Rom 8, 37).
Finalmente, el tiempo que
transcurre entre la partida del Señor y su retorno queda designado por Jesús
como el tiempo de la esperanza, que se alimenta con la oración confiada y
eficaz. En ese día, es decir, en el
tiempo de su presencia resucitada, en
el día del Señor en que vivimos, ya no tendrán necesidad de preguntarme
(pedirme) nada. Les aseguro que el Padre les concederá todo.
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