P. Carlos Cardó SJ
Santísima Trinidad, fresco de Luca
Rossetti da Orta (1739), iglesia de San Gaudencio, Ivrea, Turín, Italia
Jesús dijo: «Quien conserva y guarda mis mandamientos, ése sí que me ama. A quien me ama lo amará mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él».Le dice Judas (no el Iscariote): «Señor, ¿qué pasa, que te vas a manifestar a nosotros y no al mundo».Jesús le contestó: «Si alguien me ama, cumplirá mi palabra; mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él. Quien no me ama no cumple mis palabras, y la palabra que me habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió. Os he dicho esto mientras estoy con vosotros. El Intérprete, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os dije».
La piedra de toque del
verdadero amor a Jesucristo es la práctica de sus normas de vida, que se
condensan en su mandamiento supremo del amor. Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros como yo los he
amado (Jn 13, 34). Donde hay amor,
allí se manifiesta Dios, actúa el Espiritu Santo y uno se encuentra con
Jesucristo.
Me
manifestaré a él, dice Jesús, que en el evangelio de San Juan significa hacerse
presente de manera creíble y convincente. Por eso, el cristiano sabe que nunca
puede estar más seguro de su Presencia en su vida, que cuando ama de verdad y
adopta, en obediencia e Él, su actitud más característica de en todo amar y
servir. Además, sabemos que esto es la esencia de la eucaristía –sacramento de
su presencia real– pues no hay eucaristía sin amor fraterno.
Jesús ya se ha manifestado y les
promete a sus discípulos que se les manifestará aun después de su partida, pero
la intervención intempestiva de Judas (no el Iscariote) hace ver que hasta el
final, aun en la cena de despedida del Señor, ellos seguían aguardando otra
manifestación pública y grandiosa de Jesús como mesías en gloria y poder según
el mundo.
Jesús, en cambio, les habla de una
manifestación suya sencilla y humilde en el amor que se le tenga a él y a sus
hermanos y hermanas. Ellos tendrán que aprender esto pues es lo que los
diferencia del mundo, que se queda sin ver ni conocer a Jesús. El mundo lo vio
pero no lo conoció. Ellos lo han visto y, por haber creído, serán capaces de
experimentar que el Señor se va pero permanece con ellos y en ellos.
En el contexto de su despedida,
Jesús les promete a sus discípulos el envío del Espíritu Santo Consolador, por
medio del cual mantendrá su presencia y su obrar en la Iglesia. Consignando estas frases de
Jesús, el evangelista San Juan hace ver que gracias al mismo Espíritu es como
se ha podido mantener viva la memoria del Señor y la transmisión de su vida y
de su evangelio. Tuvo, pues, que marcharse Jesús, por así decir, para que los
discípulos pudiesen “releer” las historia de Jesús y abrir los ojos a la
revelación del Dios encarnado que en ella se les había ofrecido.
El Espíritu recibe el calificativo
de Paráclito, consolador y abogado. Es término usado por Juan proviene del
vocabulario jurídico y designa al que defiende al que comparece ante un
tribunal. En el mundo judío, el término se usaba para designar los intercesores
que abogan en favor de los justos ante el tribunal de Dios: la ley, los
ángeles, las obras buenas… Pero en el evangelio de Juan, el Espíritu es paráclito porque asiste y acompaña
siempre al creyente.
Finalmente, hay una distinción entre
la enseñanza impartida por Jesús y el recuerdo y explicación que hará el Espíritu
Santo. Es la distinción entre el tiempo de Jesús de Nazaret y el tiempo de la
Iglesia, pero ambos están en conexión de mutua referencia. La enseñanza del
Espíritu será la de Jesús. El recuerdo que suscitará en los fieles no será un
simple memorizar o repetir, sino una memoria vida, que promueve un conocimiento
creciente, una comprensión siempre
nueva.
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