P.
Carlos Cardó SJ
Detalle
de Cristo del fresco El Juicio Final de Giotto (1306), Capilla de los
Scrovegni, Padua, Italia
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Pero Jesús dijo claramente: "El que cree en mí, no cree solamente en mí, sino en aquel que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no permanezca en tinieblas. Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo. El que me rechaza y no recibe mi palabra ya tiene quien lo juzgue: la misma palabra que yo he hablado lo condenará el último día. Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre, al enviarme, me ha mandado lo que debo decir y cómo lo debo decir. Yo sé que su mandato es vida eterna, y yo entrego mi mensaje tal como me lo mandó el Padre".
Alzando la voz para que todos en el templo le escuchen, Jesús
proclama que quien cree en Él, cree en Dios que lo ha enviado. Habla de sí
mismo con toda convicción. Todo su discurso está en primera persona. Quiere
hacer ver que es a Él a quien hay que buscar y seguir porque en él está la
fuente de aguas vivas y a su luz veremos la luz de nuestro destino eterno (cf. Sal 36, 9). Cristo es el “objeto” de nuestra
fe. Quien se adhiere a Él por la fe, entra en contacto directo con Dios, lo conoce,
escucha sus palabras que liberan y conducen a la máxima realización de su
persona. Quien cree en mí, no cree en mí
sino en aquel que me envió.
Quien
me ve, ve a quien me envió. Una idea continuamente expuesta
en el evangelio de Juan es que Jesús es el revelador del Padre: quien lo ve, ve
a Dios, al Invisible, a Aquel a quien nadie ha visto. Jesús, el Hijo, nos hace
accesible al Inaccesible. Ya no es la Ley lo que nos da acceso a Dios, como
querían los fariseos. En Jesús conocemos quién es Dios y cómo ama Dios.
Por eso, por ser revelador de Dios, Jesús es luz. Yo, la luz, he venido al mundo para que
quien cree en mí no permanezca en las tinieblas. Asegura, por tanto, a
quien lo sigue un camino seguro hacia la realización auténtica de su ser en
Dios. Da a conocer la realidad como Dios la conoce y hace conocer y vivir la
verdad de nosotros mismos. Esta luz la llevamos dentro y nos hace ver a Dios
como padre y a los demás como hijos suyos y hermanos nuestros.
Pero Jesús no se impone, no coacciona a nadie; Él invita, ofrece
un don, proclama una buena noticia. Escuchar y acoger sus palabras son un acto
libre, que se hace desde el corazón, de lo contrario no transforman a la
persona, la dejan librada a su limitada capacidad de darse a sí misma una
duración eterna, o de lograr la plena realización de sus anhelos.
Por eso dice: Si alguno
escucha mis palabras y no las conserva, yo no lo juzgo. Es la idea
expresada en el capítulo 3,19: Dios no ha
enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo se
salve por él. Es verdad que su Padre no
juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo todo el poder de juzgar (5,22). Pero este juicio que el Hijo realiza
se cumple en la cruz, donde el amor máximo de Dios por nosotros enfrenta la
maldad de este mundo.
Es el propio sujeto quien se condena al rechazar este amor
salvador de Dios. Al negarse a escuchar a Jesús y seguir sus enseñanzas, rechaza
su propia realidad verdadera, vive de manera inauténtica, y eso se pone de
manifiesto. En el evangelio de Juan eso equivale a preferir las tinieblas a la
luz. Para quien me rechaza y no acepta
mis palabras hay un juez: las palabras que yo he dicho serán las que lo
condenen.
Jesús termina este discurso
afirmando categóricamente que ha hablado con
la autoridad de Dios: el Padre que
me envió es el que me ordena lo que debo decir y enseñar. Y quiere también
Jesús transmitirnos la seguridad de que todo lo que el Padre le ha ordenado
decirnos es para nuestra vida. Todo lo que ha hecho y enseñado es capacitarnos
y orientarnos para vivir plenamente. Por eso sus palabras: Yo sé que su enseñanza lleva a la vida eterna. Así pues, lo que yo digo
es lo que me ha dicho el Padre.
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