P.
Carlos Cardó SJ
Los
discípulos de Emaús, óleo sobre lienzo de Mathieu Le Nain (1643), Museo del
Louvre, París, Francia
Dentro de poco ya no me verán; pero dentro de otro poco me volverán a ver.Los discípulos comentaban unos a otros: "¿Qué es lo que dice? Dentro de poco ya no me verán; pero dentro de otro poco me volverán a ver; y ¿eso es porque voy al Padre?".Ellos decían: "¿A qué poco tiempo se refiere? No entendemos lo que dice".
Jesús comprendió que querían preguntarle y les dijo: "Discuten entre ustedes acerca de lo que les dije, que dentro de poco ya no me verán; pero dentro de otro poco me volverán a ver. Les aseguro que llorarán y se lamentarán mientras el mundo se divierte; estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en gozo".
Jesús anuncia su próxima partida al Padre y el efecto
que ella va a tener en la vida de los discípulos: primero un estado de tristeza
porque ya no estará con ellos, a pesar de haberles dicho: No los dejaré huérfanos (14, 18); después una transformación
interior, porque la tristeza se les tornará alegría al comprobar la presencia
nueva del mismo Jesús entre ellos. Esto lo dice con unas palabras que ellos no
entienden: Dentro de poco ya no me verán;
pero dentro de otro poco me volverán a ver.
Jesús
les hace ver que la tristeza que tendrán y que les llevará a “llorar” y “lamentarse”, es
decir, a hacer duelo, será provocada por su muerte en la cruz. El mundo, en
cambio, se alegrará porque creerá haber triunfado en el juicio contra Él y
haber conseguido destruirlo. Será el tiempo del escándalo
que los sumirá en la oscuridad.
Pero
la situación se invertirá y la tristeza de los discípulos se convertirá en
alegría cuando, leyendo los acontecimientos del Viernes a la luz de la fe y de
la Escritura, vivan la experiencia de la resurrección que les hará gozar de la
presencia victoriosa y continua del Señor con ellos y en ellos. Lo verán en la
mañana de la Pascua, después de dos días de angustia. Lo verán y entenderán su
cruz como el instrumento de su glorificación.
El primer tiempo es el tiempo del escándalo, de la falta de fe y
esperanza. El segundo, es el tiempo del encuentro personal con el gran
Viviente, que les dará su paz como signo característico de su presencia y se
llenarán de una alegría que nadie les podrá quitar.
Esta
alternancia se repite en la historia y en la vida personal: el continuo paso de
muerte a vida, de pecado a conversión, de desolación a consolación. Ya los
antiguos profetas, en las épocas de las mayores crisis de Israel, vieron que la
obra liberadora de Dios iba a consistir en el paso del dolor del pueblo al gozo
perpetuo: Llegarán a Sion entre gritos de
júbilo; una alegría eterna iluminará su rostro, gozo y alegría los acompañarán,
la tristeza y el llanto se alejarán (Is 35, 10; 51,11).
La vuelta del exilio en
Babilonia será a la vez la prueba del poder liberador de Dios y el anuncio de la
llegada a la meta final de la historia. Las palabras de Jesús sobre el cambio
de la tristeza en gozo, anuncian la realización plena de la esperanza de Israel
y el establecimiento final de la vida eternamente feliz, porque Él franqueará
las puertas de la muerte y abrirá para siempre las puertas de su reino.
En nuestra vida personal tenemos que comprender también el sentido
de las crisis y sufrimientos. En efecto, la esperanza cristiana es lo que nos
mantiene firmes en medio de las tribulaciones, contradicciones y dolores
inherentes a la existencia humana, y las que pueden venirnos como consecuencia
de nuestro compromiso cristiano.
Entonces, como a Pablo en su vida cargada de padecimientos, se nos
concederá poder decir: Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo Padre misericordia y Dios de todo consuelo. Él
es quien nos conforta en todos nuestros sufrimientos, para que también nosotros
podamos confortar a todos los que sufren con el consuelo que recibimos de Dios (2
Cor 1, 3-7).
Conocer
a Jesús y el poder de su resurrección implica participar de sus sufrimientos y
de su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección (Fil 3, 10-11). El cristiano resuelve así
el carácter
inexorable de la muerte, con la certeza de la fe en que Dios, por su Hijo
resucitado, hará triunfar la vida: Destruirá
la muerte para siempre y secará las lágrimas de todos los rostros (Is 25,
10).
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