viernes, 15 de mayo de 2020

El mandamiento del Señor (Jn 15, 12-17)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús acompañado de sus cinco primeros discípulos, ilustración de William Hole publicada en La Vida de Jesús de Nazareth, ochenta pinturas. Publicada por Fine Art Society, Londres - 1906
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros».
Se puede decir que en este texto se contiene lo más importante y lo más distintivo de la fe cristina en relación a otras creencias religiosas.
Mi mandamiento es éste: Ámense los unos a los otros como yo los he amado. Jesús quiere ser amado y servido en sus hermanos y hermanas. No dice: Ámenme como yo los he amado. El discípulo ha de demostrar que el Señor lo ama, amando a los demás. Así manifiesta la presencia del amor que recibe de Jesús. Si una comunidad o grupo se dice cristiano, la relación entre sus miembros tiene que reflejar el amor que cada uno de ellos recibe de Jesucristo, es decir, debe haber entre ellos comprensión, acogida, perdón y deseo de servir. Así como Jesús manifiesta la presencia de Dios, su Padre, así también los que se reúnen en su nombre hacen presente a Jesús con el amor que se tienen unos a otros.
Por eso, el amor fraterno se presenta como el mandamiento por excelencia. Es el distintivo de los que siguen a Cristo y es la condición para que la misión de Jesús se realice en el mundo. Lo que quiere Jesús es que su pasión por crear comunidad entre los hombres sea la nota de identidad más característica de los que le siguen y lo que impulse y sostenga sus esfuerzos por la transformación de la sociedad.
Jesús se prolonga en sus discípulos de todos los tiempos. Su palabra y sus obras liberadoras siguen llegando al mundo en la palabra y en las obras de sus discípulos y en la comunidad que ellos forman, la Iglesia. Por medio del testimonio de sus vidas entregadas a resolver las necesidades de los demás y a promover relaciones sociales justas, los discípulos continúan el dinamismo de unión y solidaridad que caracterizó la vida de Jesús. Ofrecen así modelos de comportamiento y de organización para la transformación de la sociedad.
¿Hasta dónde se ha de llevar la disposición de amar y servir? Jesús responde aludiendo a su propio amor que llega al extremo (13, 1) de entregarse hasta la muerte y una muerte de cruz (Fil, 2, 8). Nadie tiene un amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Está aquí trazado el horizonte de la generosidad, el grado sumo del amor. La entrega plena, que esto supone, atrae al discípulo y crea en él la disposición para dar sin llevar cuenta, hasta entregar la vida si fuere necesario, a ejemplo del Señor.
A continuación Jesús explica por qué tiene Él esta disposición de entregar su vida por nosotros. La razón es que no sólo estamos unidos a él como los sarmientos a la vid, ni sólo somos sus servidores para hacer lo que Él nos mande, ni simples seguidores de una doctrina y de un programa. Somos sus amigos. Así nos considera, reconoce y valora. La relación que ha establecido con nosotros, y que por la fe estamos llamados a mantener con Él, es la relación propia de la amistad, hecha de afecto profundo, comunión de ideales y búsquedas, lealtad y confianza mutua, compañía.
Jesús no se ha colocado por encima de su grupo de amigos, por más que sea su fundador y su centro, y se le reconozca como el Maestro y Señor, porque lo es. Él les ha lavado los pies y les ha hecho comer su cuerpo y beber su sangre. Se ha puesto a nuestro servicio y nos ha incorporado a Él para que su Espíritu, su mismo Espíritu que es el amor, habite en nosotros y nos impulse a amarlo en sus hermanos y hermanas. Todo nos lo ha comunicado, aun la obra que el Padre le encomendó y debemos continuar, y su destino de entrega voluntaria, que ha de ser nuestro ideal y meta de realización personal.
No es por propia iniciativa y decisión como se puede asumir este proyecto de vida. Todo parte de la elección  que Jesús hace de cada uno de nosotros y de los medios que nos da para poder realizarlo. A nosotros nos toca acoger su llamada y comprometernos libremente a colaborar en su obra. Sólo así, reconociendo que todo depende de Él –tanto el querer como el obrar– podremos mantener la resolución de poner cuanto esté de nuestra parte para que el fruto sea abundante. Nos asegura esto su promesa de que su Padre nos concederá lo que le pidamos.
Se cierra esta sección del discurso de Jesús en la Última Cena, con la repetición de su mandamiento: Lo que yo les mando es esto: que se amen los unos a los otros. En su cumplimiento está todo: su presencia viva, la realización de su obra, el motivo y razón última de nuestro propio compromiso y entrega, el distintivo de su comunidad, la prueba de que creemos en él y en Dios, su Padre.

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