viernes, 31 de julio de 2020

Mt 15, 54-58 El hijo del carpintero

P. Carlos Cardó SJ
Jesús aprende a ser carpintero, ilustración en vitela de un manuscrito de autor anónimo del siglo XIV, subastado en Shoteby’s en marzo de 2018. Disponible en The Free Library of Philadelphia 
Cuando Jesús terminó de decir estas parábolas, se fue de allí.Un día se fue a su pueblo y enseñó a la gente en su sinagoga. Todos quedaban maravillados y se preguntaban: "¿De dónde le viene esa sabiduría? ¿Y de dónde esos Milagros? ¿No es éste el hijo del Carpintero? Pero si su madre es María y sus hermanos son Santiago, y José, y Simón, y Judas! Sus hermanas también están todas entre nosotros, ¿no es cierto? ¿De dónde, entonces, le viene todo esto?".Ellos se escandalizaban y no lo reconocían.
Entonces Jesús les dijo: "Si hay un lugar donde un profeta es despreciado, es en su patria y en su propia familia".
Y como no creían en él, no hizo allí muchos milagros.

Con este relato, San Mateo pone fin a la actividad pública de Jesús en Galilea. Se conoce este momento como la “crisis galilea”. El pueblo que lo había seguido por los milagros que realizaba y por la sabiduría con que enseñaba, cambió, le dio la espalda, rehusó su llamada a la conversión. Se decepcionaron de Él porque no correspondía su modo de ser y de actuar al del mesías que ellos esperaban.
Jesús va a su ciudad, Nazaret, y como era su costumbre se pone a enseñar en la sinagoga. Sus paisanos lo oyen con estupor. Se preguntan sobre el origen de su sabiduría y de sus milagros. ¿De dónde le viene todo eso? ¿Son facultades humanas suyas propias o son poderes divinos que actúan en Él? Así formulan sus dudas, pero en realidad lo que les impide dar el paso de la fe y adherirse a él es su misma persona.
El texto de Mateo lo afirma explícitamente: se escandalizaban a causa de él (v.57). El misterio de la persona de Jesús actúa en ellos como un obstáculo y frente a Él se cierran en la incredulidad. La razón es que no se muestran dispuestos a deponer sus propias seguridades y reconocer que Dios puede actuar de manera distinta a como ellos piensan que debe actuar, el mesías tiene que ser como ellos lo piensan, la salvación tiene que coincidir con lo que ellos ansían lograr. Por esto, no son capaces de ver en Jesús más que al hijo del carpintero. Ha crecido entre ellos, lo conocen de sobra. Además, su madre, María, y sus hermanos y hermanas son gente conocida de Nazaret, sin nada extraordinario. El mesías, libertador de Israel, no puede tener orígenes tan humildes.
Jesús responde a sus paisanos citando un proverbio, probablemente conocido por ellos, con el que les hace ver la experiencia que le están haciendo vivir: Un profeta sólo es despreciado en su pueblo y entre los suyos. El desprecio de los nazarenos anticipa lo que se hará realidad más tarde para todo el pueblo, su «no» a Jesús, su incredulidad.
Los parientes de Jesús no sólo no lo apoyaron sino que, como refiere Marcos, intentaron sacarlo de circulación porque lo veían como un loco (Mc 3,21); sus paisanos de Nazaret, que lo vieron crecer, se negaron a aceptar que pudiera ser más que un simple carpintero; en su propio grupo de íntimos hubo un traidor; los sumos sacerdotes y expertos en religión pidieron su muerte; y sus discípulos lo dejaron solo.
Se puede estar muy cerca de Jesús y no aceptarlo; mejor dicho, por estar cerca de Él, se le puede desvalorizar o no tener en cuenta. Se hace de Él y de su mensaje algo ya tan conocido, que la costumbre le priva de su fuerza transformadora. Puede ocurrir también que otros atractivos e intereses personales o de grupo releguen a un segundo plano lo que Él ofrece: otros valores se superponen a los de su evangelio y los ahogan.
La comunidad cristiana en sus representantes puede actuar a veces como un grupo o espacio social de gente que sabe cómo debe actuar Dios y se niegan a la novedad y al cambio que con su pobreza y humildad el pequeño carpintero de Nazaret les propone. Se quiere un mesías conforme al propio gusto, una salvación feliz que ahorre el esfuerzo de la continua purificación, una realidad divina sobrenatural y trascendente que haga olvidar los dolores y sufrimientos del mundo. Siempre ha sido un escándalo la realidad humana de Jesús, la encarnación de Dios y la sabiduría de la cruz.

jueves, 30 de julio de 2020

La parábola de la red (Mt 13, 47-53)

P. Carlos Cardó SJ
Pescadores transportando sus redes en el mar, óleo sobre lienzo montado en cartón de Georges Jean-Marie Haquette (siglo XIX), colección privada Hanover, Alemania
Jesús les dijo: "Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: una red que se ha echado al mar y que recoge peces de todas clases. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan, escogen los peces buenos y los echan en canastos, y tiran los que no sirven. Así pasará al final de los tiempos: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los buenos, y los arrojarán al horno ardiente. Allí será el llorar y el rechinar de dientes".Preguntó Jesús: "¿Han entendido ustedes todas estas cosas?".Ellos le respondieron: "Sí".Entonces Jesús dijo: "Está bien: cuando un maestro en religión ha sido instruido sobre el Reino de los Cielos, se parece a un padre de familia que siempre saca de sus armarios cosas nuevas y viejas".Cuando Jesús terminó estas parábolas, se marchó de allí, se dirigió a su ciudad y se puso a enseñarles en su sinagoga.
Lo que subraya la parábola es que la red recoge toda clase de peces. En este sentido, tiene semejanza con la de la cizaña y el trigo. En ambas se destaca la idea de la mezcla inevitable de trigo y mala hierba en una, y de peces de toda clase en otra. En ambas, la elección queda para el final. Una vez llena… seleccionan los buenos y tiran los malos.
La red estará llena cuando la historia alcance la meta de la instauración del reino de Dios. Entonces y sólo entonces se hará la selección y Cristo presentará a todos a su Padre. Hoy es el tiempo de la pesca y de la indulgencia. El futuro es el tiempo del juicio, en el que seremos medidos según la misericordia con que hayamos actuado. Por su parte, el Señor espera pacientemente que nos convirtamos y no niega a nadie su tiempo oportuno.
¿Han entendido todas estas cosas? “Entender” es fundamental en la vida del discípulo. Continuamente Jesús llama la atención de los suyos para que entiendan y denuncia la falta de entendimiento que muestran los fariseos y escribas por la dureza de su corazón. Además, sabemos que el “entender” propio de la fe no es sólo una operación racional sino que abraza y compromete a toda la persona transformándola desde el corazón. Por eso el entender es condición para dar frutos.
De manera concreta la pregunta que hace Jesús a los discípulos se refiere a su entendimiento de las parábolas del reino y de su relación con la vida. Los valores del reino y el modo como han de configurar un estilo de vida propio, es el entendimiento al que está llamado todo discípulo.
Jesús mismo enseñó a entender así a sus discípulos y ellos, a diferencia de la multitud, fueron aprendiendo a distinguir la novedad de la realidad secreta del reino de Dios. Ahora están llamados a transmitir lo aprendido y hacer discípulos en todos los pueblos (cf. Mt 28, 19s). Son como los nuevos maestros de la nueva y definitiva revelación del plan de salvación de Dios que se cumple en Jesús.
El evangelista Mateo los compara a un padre de familia que administra bien sus arcas y sabe sacar de ellas lo antiguo y lo nuevo según sea necesario. Lo “antiguo” es la revelación contenida en el Antiguo Testamento, lo “nuevo”  es el evangelio de Jesús sobre el reino de Dios. Los antiguos maestros se quedaban en la enseñanza de la ley y de los profetas, pero los nuevos han recibido los secretos del Reino, “escondidos desde el comienzo”, que enlazan con lo antiguo pero lo superan, llevándolo a plenitud, como el mismo Jesús había dicho: No piensen que he venido a abolir las enseñanzas de ley los profetas, no he venido a abolirlas sino a llevarlas a cumplimiento (Mt 5, 17). Lo “nuevo” es prioritario; pero la tarea específica de los discípulos de Jesús es la de combinar lo “nuevo” con lo “viejo”.
Todos nos podemos ver en esos maestros de la ley que se han hecho discípulos del reino de los cielos. A todos nos toca transmitir con inteligencia y honestidad el contenido del tesoro que hemos recibido. La parábola de la red hace comprender que el Señor a todos llama y capacita para que alcancen la felicidad que andan buscando, y que apunta a la perfección de la alegría en su reino.
Las alusiones a los nuevos maestros de la ley convertidos en discípulos del reino de los cielos y al padre de familia que administra bien su tesoro, señalan nuestra responsabilidad de conocer cada vez más el tesoro de nuestra fe, que es Cristo, para amarlo más y darlo a conocer. En él están todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col 2,3). Por eso la fe es a la vez conocimiento y práctica, don y responsabilidad, inspiración y descubrimiento junto con búsqueda y discernimiento.

miércoles, 29 de julio de 2020

Diálogo de Marta y Jesús (Jn 11, 1-45)

P. Carlos Cardó SJ
Resurrección de Lázaro, óleo sobre lienzo de Mattia Pretti (1650), Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma
En aquel tiempo, Jesús entró en un poblado y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa. Ella tenía una hermana, llamada María, la cual se sentó a los pies de Jesús y se puso a escuchar su palabra. Marta, entre tanto, se afanaba en diversos quehaceres, hasta que, acercándose a Jesús, le dijo: "Señor, ¿no te has dado cuenta de que mi hermana me ha dejado sola con todo el quehacer? Dile que me ayude".El Señor le respondió: "Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la quitará".
El texto forma parte de la sección dedicada a la resurrección de Lázaro. En ella el evangelio de Juan da respuesta al anhelo de felicidad eterna, proclamando uno de los contenidos centrales del mensaje cristiano: la victoria de Cristo –y la nuestra– sobre el último enemigo del ser humano, la muerte (1 Cor 15,26).
Además, el evangelio de Juan expresa reiteradamente la convicción de que la resurrección consiste en creer en Jesús: quien cree en Él, aunque muera, vivirá (v.25), no morirá para siempre (v.26). Creer en Jesús es participar, ya aquí en la tierra, de la vida de Dios, que es amor. Por eso, en su primera Carta, añade Juan: Y nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama, ya está muerto (1 Jn 3,14).
Desde esta perspectiva, se puede decir, pues, que el milagro en sí de la vuelta de Lázaro a la vida no es lo más importante en el relato de Juan, porque su interés se centra más bien en lo que experimentan sus hermanas Marta y María. Como comentaba acertadamente el Cardenal Carlo M. Martini, Lázaro sale temporalmente del sepulcro, para volver a él años después. Las hermanas, en cambio, salen de su aldea de Betania (que en hebreo significa casa del afligido), donde reinaba el llanto y el luto, para encontrar allí mismo, en esa misma tierra, al Señor de la vida. El hermano vuelve a su vida mortal de antes, sus hermanas alcanzan la fe en Jesús y con ello pasan a la vida inmortal, a la vida que  resucitará de la muerte y se mantendrá en comunión con Dios en su eternidad.
Esta parte del relato de Lázaro vuelto a la vida resalta la figura de Marta. Mientras María se queda en casa –sentada, dice el texto, para señalar su estado de aflicción–, Marta sale al encuentro de Jesús para acogerlo y recibir su condolencia. Al verlo, le dirige una súplica cargada de fe en el poder divino que obra en Él y, al mismo tiempo, un reconocimiento de su propia incapacidad para evitar la muerte de su hermano. Es la pobre que sabe que sólo Dios puede cambiar las cosas, no por sus méritos sino por el amor que Él tiene a sus amigos.
Ya se lo habían mandado decir las hermanas cuando Lázaro estaba grave: Señor, el que amas está enfermo. Ahora, cuando ya no hay nada que hacer y a pesar del aparente desinterés mostrado por Jesús, Marta reconoce que Él hubiese sido capaz de librar a su amigo de la muerte: Señor, su hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero, aun así, yo sé que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá.
Ella no ha perdido la fe, pero ha sido puesta a prueba por la realidad inexorable de la muerte. Jesús la alienta a reafirmarla, haciéndole ver que la resurrección, esperada para el lejano futuro de los últimos tiempos, puede hacerse ver ahora por la fe. Para ello, Jesús la corrige y la orienta. Marta debe dar el paso de la fe propiamente cristiana, que contiene, en primer lugar, la certeza de que la resurrección nos viene por Jesucristo: Yo soy la resurrección y la vida…”, y, en segundo lugar, la posibilidad de experimentar –por la misma fe– la realidad ya presente de la resurrección.
La vida eterna no es sólo futura sino presente. La forma de vida, que la fe promueve, contiene ya el germen de aquella vida que crecerá y alcanzará su plenitud después de la muerte.
Marta cree que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo. Con ello afirma lo central de la fe cristiana: que con Jesucristo ha venido la vida que vence a la muerte y puede ser vivida ya en este mundo. Dios, vida nuestra, no está fuera del mundo; nos ha venido en Jesús y está con nosotros.

martes, 28 de julio de 2020

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-47)

P. Carlos Cardó SJ
La visitación, fresco de Jiacopo Carrucci Pontormo (1514), Claustro de Votos de la Basílica de la Santísima Anunciación, Florencia, Italia
Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá.Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!».María dijo entonces: Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.
El Evangelio nos habla de la visita de María a su pariente Isabel. San Lucas, que escribe a cristianos no judíos, provenientes del paganismo, quiere con este pasaje darles a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes del relato tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento.
Por medio de María, la mujer obediente a la Palabra, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa.
María viene a Isabel llevando en su seno al Eterno, al esperado de las naciones. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. Con la venida de Cristo, Salvador definitivo de la humanidad, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.
Desde otra perspectiva, se ven en el pasaje de la visitación las dos actitudes más características de María, que la hacen ser figura y madre de la Iglesia: su actitud de servicio y su actitud de fe. Dice el texto de Lucas que María “va de prisa”, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.
María se pone en camino con prontitud; no va a comprobar las palabras del ángel, ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel. Va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida. María lleva a casa de Isabel la presencia salvífica de Jesús: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo”.
“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”, es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres” era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, de las que hablan los libros de Jueces, c. 4, y de Judit, c.13, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos. María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3).
En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído!”. Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: “¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡”. “Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”.
Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo. “Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina” (Teilhard de Chardin). Lucas recalca aquí que María es dichosa por fiarse plenamente de Dios, actitud básica de la fe verdadera. Se valora el testimonio de una mujer creyente, “modelo”, “referente” para hombres y mujeres. María es la creyente, la que escucha la palabra de Dios y la lleva a cumplimiento. Por eso, la llena de gracia, Madre del Salvador, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.
Desde la anunciación, María vive inmersa en el misterio de Dios. En la Encarnación María inicia un camino de fe y, a partir de ahí, toda su vida será un caminar en la “obediencia de la fe”. Abrahán, nuestro padre en la fe, creyó y esperó contra toda esperanza. María, nuestra madre, creyó y esperó contra toda apariencia.
Creyó a la palabra que el ángel le había revelado: “concebirás y darás a luz…, será grande, será Hijo del Altísimo... heredará el trono de David su Padre”. Esperó contra la apariencia: incluso al ver que el Hijo del Altísimo habría de nacer en un establo “porque no hubo para ellos lugar en la posada”. Cuando llegue la hora del parto, cuando tenga en sus brazos al fruto bendito de su vientre, todavía María continuará en el camino de fe, inmersa en el misterio de la voluntad del Padre.
La vida de María será siempre un Adviento de esperanza en el silencio de la oración, en la oscuridad de la fe, en la sorpresa del misterio de Dios. “Conservaba todas estas cosas en su corazón”. María vive su adviento, llevando la esperanza a casa de Isabel. Nos enseña a ser “esperanza para el mundo”, a llevar la esperanza de Jesús allí donde se ha perdido incluso la capacidad de esperar.

lunes, 27 de julio de 2020

El grano de mostaza y la levadura (Mt 13, 31-35)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola de la semilla de mostaza, ilustración de Jan Luyken (1685) para la Biblia del Navegante, Museo Belgrave Hall Leicester, Inglaterra
Jesús les propuso otra parábola: "Aquí tienen una figura del Reino de los Cielos: el grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo. Es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece, se hace más grande que las plantas de huerto. Es como un árbol, de modo que las aves vienen a posarse en sus ramas".Jesús les contó otra parábola: "Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: la levadura que toma una mujer y la introduce en tres medidas de harina. Al final, toda la masa fermenta!".
El anuncio del reinado de Dios, tema principal de la predicación Jesús, suscitó una gran expectativa de la gente y de sus propios discípulos, que creyeron poder participar de su triunfo, como ellos lo imaginaban. Pero pronto observaron que no había nada glorioso en la persona y modo de proceder de Jesús; se situaba, más bien, fuera de las esferas de poder político y religioso y realizaba su obra en aldeas y pequeñas ciudades de la región pobre de Galilea. Muchos se desilusionaron y le dieron la espalda. No era el mesías que ellos esperaban. Frente a esta reacción de la gente, Jesús toma posición clara y la expresa con esta parábola.
Compara el reino de Dios a la semilla de mostaza, que, siendo pequeñísima puede llegar a medir dos o tres metros de altura y se cuenta entre las mayores hortalizas. Los oyentes de Jesús que pensaban el reinado de Dios como el triunfo de Israel sobre sus enemigos y como el restablecimiento de la monarquía de David, pensarían quizá en la imagen de un árbol frondoso y no en la de una pequeña semilla. De hecho así aparece en Ez 17,22-24: Dice el Señor: Tomaré la copa de un cedro y de la punta de sus ramas un tallo y lo plantaré en un monte elevado; lo plantaré en un monte alto de Israel, y echará ramas y dará frutos y se hará cedro magnifico. Toda clase de pájaros anidarán en él.
Evidentemente, en la parábola Jesús habla de su propia actividad. El reino que Él anuncia se hace presente con las curaciones de enfermos y los signos que realiza para sanar los corazones afligidos, no con la movilización de los ejércitos celestiales y el derrocamiento de los romanos. Este comienzo nada grandioso tendrá un desarrollo  inesperado. Jesús invita a la confianza y a un cambio de mentalidad.
El señorío de Dios ha comenzado con Él y se están viviendo ya los tiempos mesiánicos. Sin embargo, es como una realidad que no ha desplegado aún toda su potencialidad y riqueza. Es una semilla plantada, una realidad incipiente, apenas perceptible, pero que irá creciendo y sólo al final alcanzará su plenitud. Ahora, su presencia está como escondida, es pobre, parcial e imperfecta, pero entre el presente y el futuro último hay una continuidad fundamental irreversible.
La justicia, la paz y todos los bienes prometidos se van realizando de manera parcial pero segura, como garantía de la esperanza, en la pobreza de la predicación de Jesús y de sus discípulos. En ella, como en el granito de mostaza, está contenida la grandeza del arbusto.
Desde otra perspectiva, la pequeñez de la semilla hace pensar en Cristo, grano caído en tierra. En Él se cumple el designio de Dios y su modo de ser y de actuar: un Dios que se abaja hasta aparecer en la pequeñez de nuestra carne, en la indefensión del niño nacido en Belén. No cabe desilusión alguna. Se impone un cambio de mente para comprender el misterio de un mesías pobre y humilde y de su reino que viene de su misma debilidad. Es una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss). Toda la esperanza cristiana como espera del futuro tiene su fundamento y justificación en el obrar de Dios en la persona y palabra de Jesús.
Muy similar a la anterior, la parábola de la levadura contiene el mismo mensaje: la semilla y la pequeña porción de levadura muestran la fuerza transformadora que tiene la persona y predicación de Cristo para instaurar en el mundo el reinado de Dios. Lo que se destaca es que la levadura se oculta en la harina, pero hace fermentar calladamente toda la masa. Así ocurre con el reinado de Dios: se desarrolla ocultamente en un proceso incesante hasta su plenitud.
En la persona y acción de Jesús, sin el esplendor triunfal que se esperaba del mesías, despunta el germen de la realeza de Dios y el nacimiento de una nueva humanidad liberada. Dios se pierde, se oculta, se mezcla hasta cargar con la debilidad y el pecado de la humanidad en su Hijo entregado. Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades (Is 53, 4; Mt 8,17). Cristo se ha hecho para nosotros levadura (Gal 3,13; 2Cor 5,21), cordero que carga el mal de este mundo (Jn 1,29).
Deber de los cristianos es descubrir y transmitir la verdad oculta (10, 26s; cf. 5, 13-16). Así harán fermentar el mundo.

domingo, 26 de julio de 2020

Homilía del Domingo XVII del Tiempo Ordinario - Parábolas del tesoro escondido, la perla preciosa y la red (Mt 13, 44-52)

P. Carlos Cardó SJ
El tesoro escondido, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
Jesús les dijo: «El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en un campo. El hombre que lo descubre, lo vuelve a esconder; su alegría es tal, que va a vender todo lo que tiene y compra ese campo.
Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: un comerciante que busca perlas finas. Si llega a sus manos una perla de gran valor, se va, vende cuanto tiene, y la compra.
Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: una red que se ha echado al mar y que recoge peces de todas clases. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan, escogen los peces buenos y los echan en canastos, y tiran los que no sirven. Así pasará al final de los tiempos: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los buenos, y los arrojarán al horno ardiente. Allí será el llorar y el rechinar de dientes».
Preguntó Jesús: «¿Han entendido ustedes todas estas cosas?».Ellos le respondieron: «Sí».Entonces Jesús dijo: «Está bien: cuando un maestro en religión ha sido instruido sobre el Reino de los Cielos, se parece a un padre de familia que siempre saca de sus armarios cosas nuevas y viejas».
Tres pequeñas parábolas de Jesús sobre el Reino de Dios. La primera habla de un campesino que ha encontrado un tesoro escondido. En la antigüedad se escondían tesoros en vasijas o cofres bajo tierra. Según las leyes judías, si alguien fortuitamente los encontraba, se podía hacer dueño de ellos comprando el campo. El campesino de la parábola vende todo lo que tiene para poder adquirirlo. En la segunda parábola el protagonista es un mercader de perlas que encuentra una de gran valor. Y, lo mismo, vende todo lo que tiene y la adquiere.
Es lo central de la parábola: quien encuentra el tesoro o la perla decide venderlo todo y adquirir esos bienes porque valen más. Es el valor de la decisión que permite adquirir el bien mayor; por eso las parábolas ponen el acento en “venderlo todo”, porque el Reino de Dios –simbolizado en el tesoro y la perla– vale mucho más. Frente a Él todo ha de ser relativizado.
Pero no se trata de una obligación impuesta desde el exterior que se asume a regañadientes, sino de una decisión fruto de la alegría que siente la persona: Por la alegría que le da… vende todo. Decisiones así se producen en el campo del amor humano: quien encuentra a la persona que andaba buscando y que lo llena de alegría, la prefiere por encima de las demás.
Ocurre también con el amor a Dios: sólo un gran amor a Él puede hacer que se relativicen ante Él todas las cosas del mundo. No porque pierdan valor o atractivo, sino porque sólo tienen sentido en función de lo que se ama. El Evangelio no dice que el campesino del tesoro y el mercader de la perla echen todo a rodar, sino que invierten lo que poseen para adquirir lo que vale más. Uno no “pierde” nada; más bien lo gana todo. Dios no quita nada; más bien Dios lo da todo. Es la razón por la cual, para seguir a Jesús, los discípulos dejan redes y barca, esposa, hijos, campos. Pablo dirá que, ante la “sublimidad del conocimiento de Cristo”, todo lo que antes era para él ganancia, lo considera pérdida.
En este sentido las parábolas del tesoro encontrado y de la perla preciosa nos hacen comprender que el amor de Dios, su reino, la persona de Jesús y su mensaje, una vez descubiertos como el valor supremo, llenan a la persona de una alegría tan íntima (“alegría inefable y gloriosa”, dice San Pedro – 1Pe 3,8) que se determina a dedicarle la vida entera.
Todos los santos lo han vivido y lo han expresado de mil maneras: “Desde que supe que hay Dios descubrí que no podía hacer otra cosa que servirle”, decía el Beato Carlos de Foucauld. “¡Tarde te amé, hermosura, siempre antigua y siempre nueva!, ¡qué tarde te conocí!”, San Agustín. “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer..., dadme vuestro amor y gracia que ésta me basta”, San Ignacio de Loyola.
Finalmente, la parábola de la red hace comprender que el Señor a todos llama y capacita para que alcancen la alegría que andan buscando, la alegría de su Reino. En la Iglesia no estamos solo los puros, ni está compuesta únicamente de santos. El Señor convoca a todos, justos y pecadores. En su mesa no se niega la fraternidad a ningún hijo de Dios. Y una vez reunidos, como los peces en la red, el Señor tiene paciencia, espera a que nos convirtamos a Él de verdad y no niega a nadie su tiempo oportuno. La fe es eso, llamada y respuesta, don y responsabilidad, gracia divina y libertad humana, cruz y resurrección…
Para tomar estas decisiones que dan sentido a la vida y mantenernos fieles a ella, venimos a la Eucaristía: En ella nos alimentamos del Pan de los fuertes, que es Pan también de los débiles y de los peregrinos. En ella se actualiza para nosotros aquel acto supremo de decisión que hizo Jesús para salvarnos: “Porque él mismo, antes de su pasión, voluntariamente aceptada, cenando a la mesa con sus discípulos tomo el pan… y dijo: Tomen, coman, esto es mi cuerpo que va a ser entregado”.
Alimentados de su cuerpo, nos hacemos capaces también nosotros de vivir una vida hecha entrega, para en todo amar y servir como Él.

sábado, 25 de julio de 2020

¿Pueden beber el cáliz…? (Mt 20, 20-28)

P. Carlos Cardó SJ
La petición de la madre de los hijos de Zebedeo, óleo sobre tabla de Peter Pietersz (1600 aprox.), Museo de Bellas Artes de Dunkerque, Francia
En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo, junto con ellos, y se postró para hacerle una petición.Él le preguntó: "¿Qué deseas?".Ella respondió: "Concédeme que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Reino".Pero Jesús replicó: "No saben ustedes lo que piden. ¿Podrán beber el cáliz que yo he de beber?".Ellos contestaron: "Sí podemos".
Y él les dijo: "Beberán mi cáliz; pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; es para quien mi Padre lo tiene reservado".Al oír aquello, los otros diez discípulos se indignaron contra los dos hermanos.
Pero Jesús los llamó y les dijo: "Ya saben que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. Que no sea así entre ustedes. El que quiera ser grande entre ustedes, que sea el que los sirva, y el que quiera ser primero, que sea su esclavo; así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida por la redención de todos".
Aparecen aquí dos lógicas en conflicto: por un lado, la lógica del mundo que ha influido en la mente de los discípulos y que los lleva a procurar el poder y el dominio, y, por otro lado, la lógica de Hijo del hombre que le lleva a seguir un camino del amor y del servicio, y no se detiene ni ante las injurias, la persecución y la muerte. La lógica de la cruz supone un cambio radical del sistema de valores imperante. Jesús, siendo el primero, se pone a servir a los demás, dando ejemplo de la verdadera grandeza.
Él nos invita a pasar de la perspectiva de quien busca a toda costa rangos, categorías y cargos de poder, a la perspectiva de quien busca ser solidario y servir mejor. La persona encuentra su verdadero valor no en lo que posee, sino en su actitud de amor y servicio a ejemplo de Jesús.
La buena fama y reputación son un derecho de toda persona humana. Perderlas significa una forma de muerte social. Por eso, el deseo de reconocimiento y de prestigio es connatural al ser humano. Sin embargo, cuando estos valores se convierten en absolutos, hasta el punto de hacer que la persona los busque como la motivación más importante de sus acciones reducen la propia existencia a una esclavitud y dependencia de la idea que los demás tengan de ella, a un culto a la imagen que se convierte en la idolatría del yo y puede llevarlo a la hipocresía de aparentar lo que no es para obtener aprobación y prestigio.
Naturalmente se olvida del modo como  Dios lo acepta. Olvida también que la vanagloria pierde a la persona en sus aparentes y transitorias victorias, mientras que el amor desinteresado, que mueve a pensar en los demás, le obtiene la verdadera gloria. Jesús desvela nuestra verdad, que consiste en ser como el Hijo, para quien la victoria consiste en amar, servir y dar la vida.
Dice el texto que la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, pide a Jesús: Manda que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda. En la versión de Marcos son los mismos hijos los que piden: Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte (Mc 10, 35). En todo caso es la misma forma de pedir que empleamos con frecuencia en nuestra oración.
Queremos que Dios haga lo que nosotros queremos, que su voluntad se adapte a la nuestra; en vez de ir nosotros a Dios, queremos que Él venga a nuestros intereses. Jesús en Getsemaní da el ejemplo supremo: No se haga mi voluntad sino la tuya. Además, la madre de los Zebedeos puede pedir algo que para ella es bueno, la cercanía de sus hijos a Jesús en su reino; pero ignora que su reino se realizará en la cruz, cuando aparezca con toda su gloria de Hijo amado del Padre que ama a sus hermanos hasta dar la vida por ellos.
San Juan Crisóstomo comenta este pasaje (Homilías sobre Mateo, n. 65) y dice: Jesús procura sacar a la madre de los Zebedeos y a sus discípulos de las ilusiones que se han forjado, diciéndoles que deben estar dispuestos a sufrir injurias, persecuciones y aun muerte: No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo voy a beber? Que nadie se extrañe de ver a los apóstoles con actitudes tan imperfectas. Hay que esperar que el misterio de la cruz se les revele, que la fuerza del Espíritu Santo les sea comunicada. Si quieres ver el valor de sus almas, míralos más tarde, y los verás superiores a todas las debilidades humanas. Jesús no oculta las debilidades y pequeñez de sus discípulos para que veas aquello que llegarán a ser después, por el poder de la gracia que los transformará…
Observa bien que no les pregunta directamente: «¿Van a ser capaces ustedes de derramar su propia sangre?». Para alentarlos, les propone compartir su cáliz, beber de su copa, es decir, vivir en comunión con Él… Mas tarde podrás ver al mismo San Juan, que ahora sólo busca el primer puesto, cederle el puesto a San Pedro… En cuanto a Santiago, su apostolado no duró mucho tiempo. Con fervor ardiente, despreciando totalmente los intereses puramente humanos, demostró un celo tan grande que mereció ser el primer mártir entre los apóstoles (Hech 12, 2).

viernes, 24 de julio de 2020

Explicación de la parábola del sembrador (Mt 13, 18-23)

P. Carlos Cardó SJ
Satán sembrando cizaña, boceto con pincel, tinta marrón y tiza roja de Domenico Fetti (primer cuarto del siglo XVII), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia
Jesús dijo a sus discípulos: "Escuchen ahora la parábola del sembrador: Cuando uno oye la palabra del Reino y no la interioriza, viene el Maligno y le arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Ahí tienen lo que cayó a lo largo del camino.La semilla que cayó en terreno pedregoso, es aquel que oye la Palabra y en seguida la recibe con alegría. En él, sin embargo, no hay raíces, y no dura más que una temporada. Apenas sobreviene alguna contrariedad o persecución por causa de la Palabra, inmediatamente se viene abajo.La semilla que cayó entre cardos, es aquel que oye la Palabra, pero luego las preocupaciones de esta vida y los encantos de las riquezas ahogan esta palabra, y al final no produce fruto.La semilla que cayó en tierra buena, es aquel que oye la Palabra y la comprende. Este ciertamente dará fruto y producirá cien, sesenta o treinta veces más".
Jesús explica a sus discípulos el sentido de su parábola del sembrador. Les habla de distintas tierras en las que cae la semilla del evangelio que Él difunde. Son cuatro, y sólo en una de ellas el trabajo del sembrador tiene éxito. Son distintas clases de tierra, no tipos de hombres; son cuatro niveles o formas de escucha de la Palabra que pueden convivir en nosotros en diferentes grados de intensidad según las circunstancias.
La semilla caída en tierra de borde del camino corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos la Palabra del Señor, pero no la entendemos y no podemos hacerla nuestra. Nuestras formas de pensar, costumbres y prejuicios la opacan y nos impiden comprenderla, incluso nos impiden prestarle la atención que se merece, creemos que no tenemos nada que aprender, ni cambiar. La semilla del evangelio no arraiga.
La semilla en terreno pedregoso corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos el mensaje y lo acogemos con alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas impiden que eche raíces en nosotros y se seca. Podemos ser superficiales e inconstantes en nuestro compromiso, con buenos sentimientos y deseos, que se quedan en eso, sin obras, ni compromiso efectivo y concreto.
La semilla caída en tierra llena de zarzas ocurre cuando permitimos que la Palabra arraigue y crezca, pero las preocupaciones no evangélicas, los criterios antievangélicos que asimilamos y el engaño de lo que el mundo nos ofrece como felicidad sofocan en nuestro interior las aspiraciones más altas. Son los "afanes de la vida" y la "atracción de las riquezas"; falsos dioses, ídolos que seducen. La persona queda cautivada, asentada en una vida estéril, que no beneficia a nadie sino al propio interés y provecho.
La tierra buena que da fruto corresponde a aquellas situaciones en las que aflora lo mejor nuestro, aquello que nos honra y hace sentir realmente bien: cuando somos capaces de gestos de generosidad y amor. Entonces, nos hacemos disponibles como María a lo que el Señor nos pide.
Mantenernos como tierra buena no es tarea de un día; es proceso lento y constante. Pero es esfuer­zo sostenido por la confianza en Dios. A pesar de las dificultades, Jesús nos asegura el resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el espesor del mal en nuestro corazón y convertirnos a Él.
Hay aquí una invitación a observar las resistencias que oponemos al mensaje evangélico, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo el mismo Señor lucha con nosotros para tomar posesión de nuestro corazón. El texto evangélico nos abre los ojos a la acción sostenida de la gracia en nuestros corazones. Pablo la sentía como la paciencia que Dios tenía con él para convertirlo en un instrumento suyo realmente eficaz: Cristo Jesús me tuvo compasión, para demostrar conmigo toda su paciencia, dando un ejemplo a los que habrían de creer y conseguir la vida eterna (1 Tim 1, 16).
El fruto de la palabra sembrada en nuestro interior es de Dios, es Dios que se nos da. A nosotros nos toca analizar nuestras resistencias y pedir liberarnos de ellas para acoger lo que lo que Dios nos da. Es pedir fidelidad al amor que ha sido derramado en nuestros corazones.

jueves, 23 de julio de 2020

Por qué les hablas en parábolas (Mt 13, 10-17)

P. Carlos Cardó SJ
Vengan a mí, ilustración de Harold Copping publicada en The Bible Story Book (1923)
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús sus discípulos y le preguntaron: "¿Por qué les hablas en parábolas?".Él les respondió: "A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los cielos; pero a ellos no. Al que tiene se le dará más y nadará en la abundancia; pero al que tiene poco, aun eso poco se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple aquella profecía de Isaías que dice: Ustedes oirán una y otra vez y no entenderán; mirarán y volverán a mirar, pero no verán; porque este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos, con el fin de no ver con los ojos ni oír con los oídos, ni comprender con el corazón. Porque no quieren convertirse ni que yo los salve. Pero, dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen. Yo les aseguro que muchos profetas y muchos justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron".
Acercándose los discípulos. Los discípulos constituyen la verdadera familia de Jesús, son los que escuchan la Palabra y la cumplen. Están cerca, no fuera. Los llamó para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar. Y ellos respondieron con disponibilidad y apertura, se adhirieron a Él y lo siguieron. En cambio, los judíos, movidos por sus autoridades, lo rechazaron, no se adhirieron a sus enseñanzas y lo condenaron. Faltándoles la actitud básica de disponibilidad y apertura, se quedaron en la ceguera y la obstinación.
¿Por qué les hablas en parábolas?, preguntan los discípulos a Jesús. El hecho es que Él no deja de hablarles, pero no obliga a nadie. Quien no quiere oírlo es libre. Y a quien quiera, la parábola le ofrece una puerta para alcanzar la verdad. Sobre este presupuesto, el evangelista Mateo quiere subrayar el privilegio de que gozan los discípulos de Jesús, a quienes se les concede conocer el misterio del reino de Dios, que ha queda oculto a los de fuera. Y se vale para explicar esto de un texto de Isaías (6, 9-10).
A los pobres y sencillos, a los que se muestran confiados y disponibles, se les concede conocer la voluntad del Padre, la participación en su amor por medio del Hijo. A los sabios y entendidos de este mundo, en cambio, todo les queda oscuro y oculto por no tener la actitud básica para ver y comprender y seguir. Los que están fuera no se acercan, se defienden contra Él, lo acusan en vez de acogerlo, y finalmente le dan muerte en vez de vivir de Él. Son los que no siguen el signo de Jonás ni el ejemplo de conversión de los ninivitas.
A quien ya tiene se le dará… Dios es amor que da sin fin. La medida de su generosidad es la apertura de nuestro deseo. Por eso, cuanto más uno desea, más recibe. En cambio a quien no tiene… se le quitará. Porque quien no tiene deseo no recibe el don. Quien se cierra en su autosuficiencia se esteriliza. Fue el caso de los judíos que se cerraron al don que Jesús ofrecía.
El contexto de este diálogo de Jesús con sus discípulos pudo ser el de la preocupación de la comunidad de Mateo por la incredulidad de sus compatriotas judíos, que se negaron a entrar en la Iglesia y creer en la predicación cristiana. Este hecho encuentra su explicación en el misterioso designio de Dios. No es de extrañar por tanto que los judíos hayan rechazado a Cristo y sigan oponiéndose al evangelio porque Dios no se impone, ofrece gratuitamente el don de su revelación salvadora y quiere que se le acepte libremente.
Pero así como el profeta Isaías fue rechazado por el pueblo y no obstante no abandonó su misión de enviado de Dios, así también la falta de éxito de Jesús y de su Iglesia no anula la verdad de la obra salvadora de Cristo y de la misión que ha recibido de Él la Iglesia. Así pensaron los primeros cristianos.
En definitiva, pues, lo importante en la relación con Dios es la confianza en su voluntad y la disponibilidad para aceptarla. Queda claro que si se quiere gozar de la bienaventuranza y del privilegio de los discípulos de Jesús de conocerlo a Él y el misterio del reino de Dios, se ha de mostrar su misma disponibilidad y apertura. De lo contrario, serán como los judíos que se quedaron sin ver, reproducirán su misma ceguera y obstinación.

miércoles, 22 de julio de 2020

Aparición a María Magdalena (Jn 20, 1-2.11-18)

P. Carlos Cardó SJ
¡No me toques!, témpera en panel de Sandro Botticelli (1494), colección del Museo de Arte de Filadelfia, Pennsylvania, Estados Unidos
El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida.Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». María se había quedado llorando fuera, junto al sepulcro.
Mientras lloraba se inclinó para mirar dentro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y el otro a los pies.
Le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?».
Les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».
Dicho esto, se dio vuelta y vio a Jesús allí, de pie, pero no sabía que era Jesús.
Jesús le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?».
Ella creyó que era el cuidador del huerto y le contestó: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré».Jesús le dijo: «María».
Ella se dio la vuelta y le dijo: «Rabboní», que quiere decir «Maestro».
Jesús le dijo: «Suéltame, pues aún no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es Dios de ustedes».
María Magdalena se fue y dijo a los discípulos: «He visto al Señor y me ha dicho esto».
El Papa Francisco ha revalorizado la figura de María Magdalena como apóstol de la resurrección y figura relevante en la primitiva Iglesia. El texto de Juan sobre la vivencia que tuvo María Magdalena de la resurrección del Señor hace ver que es la primera persona a la que Él busca, en respuesta quizá al afán con que ella le busca. Por eso se la puede ver como figura de la comunidad eclesial que busca a su Señor en medio de las crisis.  
También puede verse un paralelismo entre el discípulo amado y María Magdalena: el discípulo vio y creyó. Vio signos, no al Señor. Representa la fe que responde a la cuestión de la tumba vacía. María en cambio escucha al Señor pronunciar su nombre, y su fe, unida al amor, le hace posible ver al Señor. Por el amor la fe se convierte en experiencia personal del Resucitado. A quien me ama el Padre lo amará y yo también lo amaré y me manifestaré a él (14, 21).
El domingo de madrugada María Magdalena había ido al sepulcro y había visto removida la piedra que lo cubría. Volvió donde estaban los discípulos y refirió el hecho. Pedro y el discípulo al que Jesús quería salieron corriendo. María fue tras ellos. Ellos entraron al sepulcro, ella se quedó fuera, no tuvo valor. Paralizada por la fuerte tensión que sentía, se quedó llorando.
Cuando se fueron los discípulos, María Magdalena se agachó para mirar en el sepulcro. Cobra valor para mirar en la profundidad del vacío que le ha dejado la partida del Señor. No la acepta, busca ansiosamente algo que clarifique lo que ha sucedido. Y el misterio comienza a iluminar su vida.
Dos ángeles, mensajeros de Dios, testigos de lo ocurrido, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo del Señor, uno en la cabecera y otro a los pies, le preguntan: Mujer, ¿por qué lloras? La respuesta de Magdalena –Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto expresa un hondo sentido de pertenencia: mi Señor. Cuando se está vinculado tan profundamente a alguien que de pronto desaparece, ya no se sabe cómo vivir sin él. Sólo el encuentro le hará pasar del luto a la alegría. Y es lo que los mensajeros le insinúan a Magdalena con su pregunta: Por qué. Tal vez porque considera la muerte como el final de todo; pero puede haber otra explicación.
Y la luz vino. Se volvió y vio a Jesús que estaba allí, pero no lo reconoció. No puede entender todavía. El reconocimiento es gradual. Tiene que calmarse y reconocer que los caminos del Señor pueden ser otros. Entonces recordará quizá lo que Él ya les había dicho: No los dejaré huérfanos; volveré con ustedes. El mundo ya no me verá; ustedes en cambio sí me verán (Jn 14, 19).
Entonces Jesús le dijo: ¡María! Pronunció su nombre con el afecto de siempre y en su tono familiar inconfundible. Todo lo que Jesús ha sido para ella se concentra en esa sola palabra, su nombre. El Señor pronuncia nuestro nombre en lo más íntimo de nosotros y lo pronuncia con amor. Llama a cada uno por su nombre y eso les hace saber lo que son para Él, lo que cuentan para Él: Te he llamado por tu nombre y tú me perteneces (Is 43,1). Porque tú cuentas mucho para mí, eres valioso y yo te amo (Is 43,4).
Por lo demás, Jesús resucitado mantiene el mismo comportamiento de amistad y cercanía que ha tenido en todos sus encuentros (con Nicodemo, con la Samaritana, con los enfermos, con los pobres). Interesado por lo que vive cada uno, pregunta: ¿Qué buscan?, ¿Por qué lloras? Toca el corazón y se reanima la fe que hace posible reconocer su presencia.
¡Rabbuní!, responde María Magdalena en arameo. Lo reconoce a Él como su maestro y a ella como su discípula. Ha realizado el camino del discipulado, ha pasado de la desconfianza a la confianza, de la incredulidad a la fe, de la tristeza al gozo. Como Marta de Betania ella también reconoce en Jesús a la resurrección y la vida y sabe que creer en él es tener vida eterna (Jn 11,25). El encuentro con Él por la fe lleva ya el germen de nuestra feliz resurrección. Ésta se actualiza en toda situación difícil y oscura que puede parecer sin remedio, pero que vista a la luz de la fe puede revelar en sí misma la presencia del Señor resucitado, vencedor de la muerte.
No me retengas, continua Jesús... ve y di a mis hermanos que voy a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes. Cumple la promesa de ir a prepararnos un lugar. Invita a pensar en lo que nos aguarda. Esta espera traza la perspectiva fundamental de nuestra orientación en la vida, su sentido y su meta.
María Magdalena fue corriendo donde estaban los discípulos y les anunció. Se torna anunciadora, pregonera de la resurrección, apóstol, figura del discípulo de Jesucristo, modelo para la Iglesia.

martes, 21 de julio de 2020

Éstos son mi madre y mis hermanos… (Mt 12, 46-50)

P. Carlos Cardo SJ
Jesús y sus discípulos, pluma y tinta negra y marrón sobre papel de Rembrandt van Rijn (1634), Museo de Teyler, Haarlem, Holanda
Mientras Jesús estaba todavía hablando a la muchedumbre, su madre y sus hermanos estaban de pie afuera, pues querían hablar con él.Alguien le dijo: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren hablar contigo».
Pero Jesús dijo al que le daba el recado: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?».
E indicando con la mano a sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Tomen a cualquiera que cumpla la voluntad de mi Padre de los Cielos, y ése es para mí un hermano, una hermana o una madre».
Señalando con la mano a sus discípulos dijo Jesús: «Estos son mi madre y mis hermanos». La fe verdadera se mueve por el deseo continuo de estar con Él, de acuerdo con Él. Esta fe sólo se alcanza mediante la escucha atenta de su palabra. La unión profunda que de ella surge, Jesús la compara a un parentesco y familiaridad auténtica, es pasar a formar parte de su familia.
Esta fe es una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la llamada y la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la casa de de Dios”. Pero esta posibilidad resulta escándalo para quienes reclaman para sí el privilegio de ser los únicos allegados a Dios.
El evangelista Mateo observa que a sus más íntimos, Jesús los señala con la mano. Son los que Él ha escogido como discípulos, y ellos han respondido poniéndose en su seguimiento, dejándose enseñar por Él y viviendo entre ellos una auténtica fraternidad. Hacerse discípulo, entrar en el discipulado es la vía para pasar a formar parte de la verdadera familia de Jesús, de sus parientes. Esto exige asumir las actitudes propias de los discípulos: reunirse en torno al Maestro para escucharlo y vivir con Él. Dichosos los que oyen la Palabra de Dios y la guardan (Lc 11,27).
La familia es un asunto del corazón, es vínculo cordial de mutua pertenencia, adopción de una identidad que se establece para siempre y se comparte. Ser pariente cercano de alguien, miembro de su familia, se expresa en llevar su nombre, exige dar cuenta de Él y honrarlo, es compartir suerte y reputación. Jesús dice: El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.
Llevarán el nombre de Jesús los que vivan en su corazón todo lo que fue para Él su razón de vivir: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los otros. Ámense como yo los he amado (Jn 13, 35).
Asimismo, la Iglesia es asunto «de familia». Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la Palabra para hacerla suya y conformar con ella la propia vida, los que toman como referencia en su obrar lo que dijo e hizo Jesús, y esto les hace vivir una fraternidad singular. La Iglesia es un asunto del corazón: sólo es «de familia» cuando se la ve como algo «nuestro». Entonces se la ama, se celebra con ella y se sufre con ella también, desde dentro; se procura ayudarla a ser cada vez mejor la esposa que Cristo se escogió.
La acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo del creyente y modelo de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree y su maternidad verdadera consiste en escuchar y realizar la Palabra.
Lo importante, pues, no es estar entre los que comen y beben con Él (13, 26), sino pasar como María de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, fundado en la escucha y puesta en práctica de la palabra: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu (2 Cor 5,16).