martes, 21 de julio de 2020

Éstos son mi madre y mis hermanos… (Mt 12, 46-50)

P. Carlos Cardo SJ
Jesús y sus discípulos, pluma y tinta negra y marrón sobre papel de Rembrandt van Rijn (1634), Museo de Teyler, Haarlem, Holanda
Mientras Jesús estaba todavía hablando a la muchedumbre, su madre y sus hermanos estaban de pie afuera, pues querían hablar con él.Alguien le dijo: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren hablar contigo».
Pero Jesús dijo al que le daba el recado: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?».
E indicando con la mano a sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Tomen a cualquiera que cumpla la voluntad de mi Padre de los Cielos, y ése es para mí un hermano, una hermana o una madre».
Señalando con la mano a sus discípulos dijo Jesús: «Estos son mi madre y mis hermanos». La fe verdadera se mueve por el deseo continuo de estar con Él, de acuerdo con Él. Esta fe sólo se alcanza mediante la escucha atenta de su palabra. La unión profunda que de ella surge, Jesús la compara a un parentesco y familiaridad auténtica, es pasar a formar parte de su familia.
Esta fe es una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la llamada y la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la casa de de Dios”. Pero esta posibilidad resulta escándalo para quienes reclaman para sí el privilegio de ser los únicos allegados a Dios.
El evangelista Mateo observa que a sus más íntimos, Jesús los señala con la mano. Son los que Él ha escogido como discípulos, y ellos han respondido poniéndose en su seguimiento, dejándose enseñar por Él y viviendo entre ellos una auténtica fraternidad. Hacerse discípulo, entrar en el discipulado es la vía para pasar a formar parte de la verdadera familia de Jesús, de sus parientes. Esto exige asumir las actitudes propias de los discípulos: reunirse en torno al Maestro para escucharlo y vivir con Él. Dichosos los que oyen la Palabra de Dios y la guardan (Lc 11,27).
La familia es un asunto del corazón, es vínculo cordial de mutua pertenencia, adopción de una identidad que se establece para siempre y se comparte. Ser pariente cercano de alguien, miembro de su familia, se expresa en llevar su nombre, exige dar cuenta de Él y honrarlo, es compartir suerte y reputación. Jesús dice: El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.
Llevarán el nombre de Jesús los que vivan en su corazón todo lo que fue para Él su razón de vivir: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los otros. Ámense como yo los he amado (Jn 13, 35).
Asimismo, la Iglesia es asunto «de familia». Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la Palabra para hacerla suya y conformar con ella la propia vida, los que toman como referencia en su obrar lo que dijo e hizo Jesús, y esto les hace vivir una fraternidad singular. La Iglesia es un asunto del corazón: sólo es «de familia» cuando se la ve como algo «nuestro». Entonces se la ama, se celebra con ella y se sufre con ella también, desde dentro; se procura ayudarla a ser cada vez mejor la esposa que Cristo se escogió.
La acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo del creyente y modelo de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree y su maternidad verdadera consiste en escuchar y realizar la Palabra.
Lo importante, pues, no es estar entre los que comen y beben con Él (13, 26), sino pasar como María de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, fundado en la escucha y puesta en práctica de la palabra: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu (2 Cor 5,16).

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