P.
Carlos Cardó SJ
Huérfanos, óleo sobre lienzo de Thomas Kennington
(1885) Museo Tate (Galería Nacional de Arte Británico y Arte Moderno), Londres,
Inglaterra
«Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana».
La invitación que hace Jesús, ¡Vengan a mí los que están cansados
y agobiados que yo los aliviaré!, se refiere en primer lugar a los
judíos que se veían forzados a practicar una religión convertida por los
fariseos y doctores de la ley en una intrincada red de reglamentaciones
minuciosas de la ley mosaica, que sofocaba la libertad de las conciencias y era
muy difícil de cumplir (Cf. Mt 23,4).
Jesús se muestra como un maestro muy diferente. La ley que enseña
para el ordenamiento de las relaciones con Dios y con el prójimo es un yugo
suave y una carga ligera, porque es ante todo la respuesta agradecida al amor
de Dios que hace hijos e hijas a quienes creen en Él, y quiere ser amado y
respetado con libertad, no por obligación ni por temor.
Además, la originalidad más característica de Jesús como maestro
es que no reduce su enseñanza a la transmisión de normas y prohibiciones, sino
que orienta a sus discípulos a una adhesión a su persona y a su mensaje, que
equivale a seguirlo e imitarlo. A ello invita, no constriñe ni se impone. Ser
discípulo suyo es entrar a una comunidad de vida con Él y con sus discípulos,
caracterizada por relaciones mutuas de afecto y servicio, a través de las
cuales, o al calor de las cuales, el discípulo va asimilando la forma de ser
del maestro, sobre todo su amor misericordioso para con los pobres y los que
sufren.
Se puede afirmar que la práctica de la fe cristiana hoy está muy
lejos de aquella religión legalista impuesta por el judaísmo fariseo. Pero no
cabe duda que pervive aún como mentalidad en personas que buscan la seguridad
de contar con el favor de Dios gracias al cumplimiento de lo que está mandado.
Se observa así la ley moral más por el temor al castigo o la esperanza del
premio, que por el amor y gratitud hacia el Padre; pudiendo llegar incluso a un
cumplimiento escrupuloso y rigorista de los detalles de la ley, pero sin poner
en ello el corazón, que es lo que Dios reclama.
Jesús llevó a la perfección y condensó toda la moral en su único y
principal mandamiento. Pues la Ley entera
se resume en una frase: Amarás al prójimo como a ti mismo (Gal 5,14). Una religión legalista es fatiga y
opresión y se convierte en muerte porque degenera en la vanagloria de hacer las
cosas para ser visto, en la hipocresía que lleva a juzgar a los demás, y en la
soberbia de quien no puede aceptar la salvación como un don, porque prefiere
tener la seguridad de ganársela con las obras que hace y los deberes que cumple.
El amor cristiano, en cambio, pone a la ley en su lugar, de medio y no de fin.
Este amor mueve a curar a un enfermo aunque la ley prohíba hacerlo en día
sábado, y lleva a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores, aunque éste
sea un comportamiento criticable.
Vengan,
yo los aliviaré. La nueva ley del amor que Jesús trae
ensancha el corazón, alivia y descansa, es justicia nueva, que nos hace confiar,
no en lo que podemos lograr con nuestros esfuerzos para santificarnos, sino en
lo que puede hacer en nosotros el amor de Dios (1 Cor 5,10). Responder a la invitación del Señor –Vengan a mí y yo los aliviaré– es, en
definitiva, aprender del corazón de Jesús mansedumbre, humildad, sencillez y
amabilidad, en otras palabras, vivir como hermanos y hermanas. En esto consiste
la verdad que libera, que hace vivir
en autenticidad, capaces de alegría y creatividad, de grandeza de ánimos y
corazón ensanchado.
Corazón de Jesús haz nuestro corazón semejante al tuyo.
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