P. Carlos Cardó SJ
El tesoro escondido, acuarela
opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo
de Brooklyn, Nueva York
Jesús les dijo: «El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en un campo. El hombre que lo descubre, lo vuelve a esconder; su alegría es tal, que va a vender todo lo que tiene y compra ese campo.
Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: un comerciante que busca perlas finas. Si llega a sus manos una perla de gran valor, se va, vende cuanto tiene, y la compra.
Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: una red que se ha echado al mar y que recoge peces de todas clases. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan, escogen los peces buenos y los echan en canastos, y tiran los que no sirven. Así pasará al final de los tiempos: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los buenos, y los arrojarán al horno ardiente. Allí será el llorar y el rechinar de dientes».
Preguntó Jesús: «¿Han entendido ustedes todas estas cosas?».Ellos le respondieron: «Sí».Entonces Jesús dijo: «Está bien: cuando un maestro en religión ha sido instruido sobre el Reino de los Cielos, se parece a un padre de familia que siempre saca de sus armarios cosas nuevas y viejas».
Tres pequeñas parábolas
de Jesús sobre el Reino de Dios. La primera habla de un campesino
que ha encontrado un tesoro escondido. En la antigüedad se escondían tesoros en
vasijas o cofres bajo tierra. Según las leyes judías, si alguien fortuitamente
los encontraba, se podía hacer dueño de ellos comprando el campo. El campesino
de la parábola vende todo lo que tiene para poder adquirirlo. En la segunda
parábola el protagonista es un mercader de perlas que encuentra una de gran
valor. Y, lo mismo, vende todo lo que tiene y la adquiere.
Es lo central de la parábola: quien
encuentra el tesoro o la perla decide venderlo todo y adquirir esos bienes porque
valen más. Es el valor de la decisión que permite adquirir el bien mayor; por
eso las parábolas ponen el acento en “venderlo todo”, porque el Reino de Dios
–simbolizado en el tesoro y la perla– vale mucho más. Frente a Él todo ha de
ser relativizado.
Pero
no se trata de una obligación impuesta desde el exterior que se asume a
regañadientes, sino de una decisión fruto de la alegría que siente la persona: Por la alegría que le da… vende todo.
Decisiones así se producen en el campo del amor humano: quien encuentra a la
persona que andaba buscando y que lo llena de alegría, la prefiere por encima
de las demás.
Ocurre
también con el amor a Dios: sólo un gran amor a Él puede hacer que se
relativicen ante Él todas las cosas del mundo. No porque pierdan valor o
atractivo, sino porque sólo tienen sentido en función de lo que se ama. El
Evangelio no dice que el campesino del tesoro y el mercader de la perla echen
todo a rodar, sino que invierten lo que poseen para adquirir lo que vale más.
Uno no “pierde” nada; más bien lo gana todo. Dios no quita nada; más bien Dios
lo da todo. Es la razón por la cual, para seguir a Jesús, los discípulos dejan
redes y barca, esposa, hijos, campos. Pablo dirá que, ante la “sublimidad del
conocimiento de Cristo”, todo lo que antes era para él ganancia, lo considera
pérdida.
En
este sentido las parábolas del tesoro encontrado y de la perla preciosa nos hacen
comprender que el amor de Dios, su reino, la persona de Jesús y su mensaje, una
vez descubiertos como el valor supremo, llenan a la persona de una alegría tan
íntima (“alegría inefable y gloriosa”, dice San Pedro – 1Pe 3,8) que se determina
a dedicarle la vida entera.
Todos
los santos lo han vivido y lo han expresado de mil maneras: “Desde que supe que hay Dios descubrí que no
podía hacer otra cosa que servirle”, decía el Beato Carlos de Foucauld. “¡Tarde te amé, hermosura, siempre antigua y
siempre nueva!, ¡qué tarde te conocí!”, San Agustín. “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento
y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer..., dadme vuestro amor y gracia
que ésta me basta”, San Ignacio de Loyola.
Finalmente, la parábola de la red hace comprender que el Señor a
todos llama y capacita para que alcancen la alegría que andan buscando, la
alegría de su Reino. En la Iglesia no estamos solo los puros, ni está compuesta
únicamente de santos. El Señor convoca a todos, justos y pecadores. En su mesa
no se niega la fraternidad a ningún hijo de Dios. Y una vez reunidos, como los
peces en la red, el Señor tiene paciencia, espera a que nos convirtamos a Él de
verdad y no niega a nadie su tiempo oportuno. La fe es eso, llamada y
respuesta, don y responsabilidad, gracia divina y libertad humana, cruz y
resurrección…
Para
tomar estas decisiones que dan sentido a la vida y mantenernos fieles a ella,
venimos a la Eucaristía: En ella nos alimentamos del Pan de los fuertes, que es
Pan también de los débiles y de los peregrinos. En ella se actualiza para
nosotros aquel acto supremo de decisión que hizo Jesús para salvarnos: “Porque
él mismo, antes de su pasión, voluntariamente
aceptada, cenando a la mesa con sus discípulos tomo el pan… y dijo: Tomen,
coman, esto es mi cuerpo que va a ser entregado”.
Alimentados
de su cuerpo, nos hacemos capaces también nosotros de vivir una vida hecha
entrega, para en todo amar y servir como Él.
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