P. Carlos Cardó SJ
El sembrador, ilustración de Ambrose Dudley para “Long ago in
Bible Lands”, editado por John F. Shaw & Co. (1911)
En aquel tiempo, Jesús propuso esta parábola a la muchedumbre: "El Reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras los trabajadores dormían, llegó un enemigo del dueño, sembró cizaña entre el trigo y se marchó. Cuando crecieron las plantas y se empezaba a formar la espiga, apareció también la cizaña. Entonces los trabajadores fueron a decirle al amo: `Señor, ¿qué no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, salió esta cizaña?’. El amo les respondió: `De seguro lo hizo un enemigo mío’. Ellos le dijeron: `¿Quieres que vayamos a arrancarla?’. Pero él les contestó: `No. No sea que al arrancar la cizaña, arranquen también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha y, cuando llegue la cosecha, diré a los segadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en gavillas para quemarla, y luego almacenen el trigo en mi granero’ ".Luego les propuso esta otra parábola: "El Reino de los cielos es semejante a la semilla de mostaza que un hombre siembra en un huerto. Ciertamente es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece, llega a ser más grande que las hortalizas y se convierte en un arbusto, de manera que los pájaros vienen y hacen su nido en las ramas".Les dijo también otra parábola: "El Reino de los cielos se parece a un poco de levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, y toda la masa acabó por fermentar". Jesús decía a la muchedumbre todas estas cosas con parábolas, y sin parábolas nada les decía, para que se cumpliera lo que dijo el profeta: "Abriré mi boca y les hablaré con parábolas; anunciaré lo que estaba oculto desde la creación del mundo".Luego despidió a la multitud y se fue a su casa. Entonces se le acercaron sus discípulos y le dijeron: "Explícanos la parábola de la cizaña sembrada en el campo".Jesús les contestó: "El sembrador de la buena semilla es el Hijo del hombre, el campo es el mundo, la buena semilla son los ciudadanos del Reino, la cizaña son los partidarios del maligno, el enemigo que la siembra es el diablo, el tiempo de la cosecha es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. Y así como recogen la cizaña y la queman en el fuego, así sucederá al fin del mundo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles para que arranquen de su Reino a todos los que inducen a otros al pecado y a todos los malvados, y los arrojen en el horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga".
El Señor siembra la buena semilla,
pero su crecimiento siempre va a encontrar obstáculos. El bien aparecerá
mezclado con el mal que no actúa sólo fuera, sino dentro de la comunidad
cristiana y en el interior de cada uno.
El creyente sabe que el triunfo del
bien sólo acontecerá al final, por obra de Dios. Antes tiene que transcurrir el
tiempo de la espera, tiempo de la fortaleza y de la resistencia. El mal no lo puede
abatir; debe llevarlo más bien a exaltar el bien. Enfrentado como Jesús, el mal
puede dar paso al bien que niega. Para
los que aman a Dios, todo contribuye al bien (Rm 8,28). Y donde abunda el pecado, allí sobreabunda la
gracia (Rom 5,20).
Es comprensible que ante el mal
del mundo, sobre todo cuando hace sufrir a los inocentes, nos preguntemos
acerca de la bondad de Dios. Pero tales preguntas no son inevitables; no
tenemos necesariamente que plantearlas. La fe no ofrece una teoría consoladora
para resolver esas interrogantes, en todo caso nos hace vivirlas con mayor
dolor y consternación, porque nos hace más sensibles al sufrimiento. Lo que la
fe nos ofrece es un camino para superar el mal en cualquiera de sus formas: el
camino de Jesús que, ante la maldad y el pecado del mundo, acumulados en su pasión,
confió en la bondad de Dios e introdujo el amor en esa situación para que en
ella pudiera estar presente la fuerza de Dios que vence al mal y a la muerte.
Desde esta perspectiva, podemos leer
todos los acontecimientos en los que el mal parece triunfar y la fe es puesta a
prueba. Pero de manera particular la parábola de la cizaña nos debe hacer mirar
con ojos de fe lo que nos ha tocado vivir en la Iglesia. Ella es el campo del Señor, en el que se mezclan el buen trigo y la
mala hierba. Divina y humana de
arriba abajo, es al mismo tiempo “sacramento” de la comunión de Dios con los hombres en Jesucristo,
“cuerpo” y “esposa” de Cristo, lugar indestructible de la presencia que
sostiene y difunde la verdad del Espíritu de Dios en el mundo.
Pero esto no siempre resulta obvio,
porque la Iglesia es “santa y necesitada al mismo tiempo de continua purificación”.
Para muchos, la prueba más dura puede ser la desilusión que causan los hombres
de Iglesia. Por eso, a nadie le es lícito volverse insensible a los escándalos
y espectáculos decepcionantes que, de mil maneras distintas, siempre ha dado
ese mundo eclesiástico oficial.
Sin embargo, no seamos de aquellos
que querrían un cielo sobre la tierra. Es justo reconocer que todos hemos
experimentado la pureza, verdad y bondad de Cristo y de su obra entre nosotros por
medio de esa misma Iglesia. En
definitiva, la fe en Cristo es la que sostiene nuestra fe en la Iglesia, y sólo
con esta fe podemos superar la desconfianza, el escepticismo, el distanciamiento
o la crítica malsana.
Así es, creo en la Iglesia porque
creo en Jesús y confío, contra toda desconfianza, que estará en su Iglesia todos los días hasta el fin del mundo
(Mt 28,20), que jamás le retirará su santo Espíritu, y que me hará capaz de buscar
y descubrir los signos (a veces tan ocultos) del buen trigo que crece a pesar
de la cizaña.
Las pequeñas parábolas del granito de mostaza y de la levadura en
la masa hablan del desarrollo del reino de Dios. El granito de mostaza subraya
el aspecto de la pequeñez. Remite al modo de actuar de Dios que quiso aparecer
en el Niño de Belén y mostrarse luego como el pequeño carpintero de Nazaret. Entrar
por los caminos del Señor, asumir su lógica, significa convencerse de que quien
quiera ser grande ha de hacerse el más pequeño para servirlos a todos (Mt 20, 26).
La parábola de la levadura
nos habla asimismo de una realidad que queda escondida,
pero no inactiva. De manera callada y oculta la levadura que una mujer mezcla
con la harina la va fermentando desde dentro. Así actúa Dios moviendo el
interior de las personas. El silencio y la pobreza de medios caracterizan la
presencia modesta de Jesús, el mesías que actúa lejos de las expectativas de
poder y de riqueza. Frente a los poderes del mundo
que se le oponen, Él se sitúa en la falta de poder y desde ahí pone de
manifiesto la verdad y el poder salvador de Dios que triunfa en la debilidad. Nos
enseña, pues, a fiarnos de la fuerza transformadora que tiene el evangelio
proclamado al mundo, a no dejarnos escandalizar por el mal y a procurar siempre
vencerlo a fuerza de bien (Rom 12, 21).
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