martes, 28 de julio de 2020

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-47)

P. Carlos Cardó SJ
La visitación, fresco de Jiacopo Carrucci Pontormo (1514), Claustro de Votos de la Basílica de la Santísima Anunciación, Florencia, Italia
Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá.Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!».María dijo entonces: Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.
El Evangelio nos habla de la visita de María a su pariente Isabel. San Lucas, que escribe a cristianos no judíos, provenientes del paganismo, quiere con este pasaje darles a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes del relato tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento.
Por medio de María, la mujer obediente a la Palabra, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa.
María viene a Isabel llevando en su seno al Eterno, al esperado de las naciones. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. Con la venida de Cristo, Salvador definitivo de la humanidad, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.
Desde otra perspectiva, se ven en el pasaje de la visitación las dos actitudes más características de María, que la hacen ser figura y madre de la Iglesia: su actitud de servicio y su actitud de fe. Dice el texto de Lucas que María “va de prisa”, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.
María se pone en camino con prontitud; no va a comprobar las palabras del ángel, ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel. Va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida. María lleva a casa de Isabel la presencia salvífica de Jesús: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo”.
“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”, es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres” era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, de las que hablan los libros de Jueces, c. 4, y de Judit, c.13, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos. María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3).
En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído!”. Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: “¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡”. “Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”.
Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo. “Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina” (Teilhard de Chardin). Lucas recalca aquí que María es dichosa por fiarse plenamente de Dios, actitud básica de la fe verdadera. Se valora el testimonio de una mujer creyente, “modelo”, “referente” para hombres y mujeres. María es la creyente, la que escucha la palabra de Dios y la lleva a cumplimiento. Por eso, la llena de gracia, Madre del Salvador, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.
Desde la anunciación, María vive inmersa en el misterio de Dios. En la Encarnación María inicia un camino de fe y, a partir de ahí, toda su vida será un caminar en la “obediencia de la fe”. Abrahán, nuestro padre en la fe, creyó y esperó contra toda esperanza. María, nuestra madre, creyó y esperó contra toda apariencia.
Creyó a la palabra que el ángel le había revelado: “concebirás y darás a luz…, será grande, será Hijo del Altísimo... heredará el trono de David su Padre”. Esperó contra la apariencia: incluso al ver que el Hijo del Altísimo habría de nacer en un establo “porque no hubo para ellos lugar en la posada”. Cuando llegue la hora del parto, cuando tenga en sus brazos al fruto bendito de su vientre, todavía María continuará en el camino de fe, inmersa en el misterio de la voluntad del Padre.
La vida de María será siempre un Adviento de esperanza en el silencio de la oración, en la oscuridad de la fe, en la sorpresa del misterio de Dios. “Conservaba todas estas cosas en su corazón”. María vive su adviento, llevando la esperanza a casa de Isabel. Nos enseña a ser “esperanza para el mundo”, a llevar la esperanza de Jesús allí donde se ha perdido incluso la capacidad de esperar.

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