P. Carlos Cardó SJ
En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno.
Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor".
Entonces dijo María: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre, y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen. Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada.
Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre".
María permaneció con Isabel unos tres meses, y luego regresó a su casa.
San
Lucas, que escribe a cristianos no
judíos provenientes del paganismo, quiere con este pasaje de la visita
de María a su Isabel darles a conocer el
significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace
que los personajes tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo
Testamento con el Nuevo Testamento.
Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace
que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo
reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve
cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se
saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la
humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en
María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.
Se ven también en el pasaje las dos actitudes más
características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida
por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una
mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que
cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. María va de prisa, no para
comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre
Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio
de Jesús, comporta la salvación prometida: Isabel quedó llena del Espíritu Santo y
el
niño que llevaba en su seno saltó de gozo.
¡Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu vientre! es el
saludo de Isabel a María. Bendita
entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su
historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos
(ver el caso de Yael en el libro de los Jueces, cap. 4-5, y el de Judit, cap.13).
María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el
enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva,
que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis
(cap. 3).
En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada
tú, que has creído! Es
la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando
diga: ¡Bienaventurados los que oyen la
palabra de Dios y la llevan a cumplimiento! Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la
función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación
realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” y “referente” para hombres y mujeres
creyentes. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre
y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.
Al
oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó
luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un cántico de
alabanza: Celebra todo mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su
persona, su ser mujer, es un don de Dios y a Él lo devuelve en un canto de
alabanza. Ella es consciente de que las generaciones la llamarán
bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el
Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del
Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de
sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo,
el todopoderoso, el misericordioso.
El
cántico de María, el Magníficat, se
sitúa dentro de la corriente espiritual de los salmos, con el mismo estilo poético
de su pueblo, henchido de fe, alegría y gratitud. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En María canta toda
la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios. El Magníficat
es también una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de
los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y
sienten a Dios a su favor. Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los
grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque dispersa
a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los
humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.
María nos ayuda a descubrir a Dios en nuestra vida. Por eso, la Iglesia entona todas las tardes el Magníficat,
como el reconocimiento de que Dios cumple siempre su promesa. En el canto de
María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios en los acontecimientos de la propia historia
personal y en la historia de la humanidad.