P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Como el Padre me ama, así los amo yo. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor; lo mismo que yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena".
La parábola de la vid y los sarmientos planteó la necesidad de
estar unidos a Cristo, como condición de una vida verdaderamente fecunda. Si el
sarmiento está unido a la vid, da fruto. En el texto de hoy, Jesús insiste en
la idea de permanecer en él: Como
el Padre me ama a mí, así los amo yo a ustedes. Permanezcan en mi amor.
En
el capítulo anterior (14, 21) afirma Jesús: El que acepta mis mandamientos y
los pone en práctica, ese me ama de verdad. Ahora bien, el mismo Jesús resumirá sus mandamientos en uno
solo: Esto es lo que les mando: ámense los unos a los otros (15,17). Y
da para ello la motivación más positiva: Les he dicho esto para que
participen en mi alegría, y su alegría sea completa (v.11). En efecto, no
hay alegría más plena que la de sentirse sostenido por el amor de Dios y
corresponder a Él amando y sirviendo a los demás. Entonces, la misma relación
con Dios cambia, se vuelve confianza plena. Como dice el mismo San Juan en su
carta: En el amor no hay lugar para el
temor. Al contrario, el amor perfecto destierra el temor, porque el temor
supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección del amor (1 Jn 4,18).
Pero cuesta entender que Dios nos ame de manera incondicional y
desinteresada. En nuestra mente pesan demasiado las experiencias –propias o
vividas por otros– de amores mezclados con el afán de dominio y búsqueda de uno
mismo, que desembocan en la agresividad, los celos y la desconfianza. Por eso, no
es fácil imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado.
Trasladamos esto al plano religioso y nuestra idea de Dios se pervierte: lo imaginamos
como un patrón, un legislador, un juez; todo, menos un padre-madre que nos ama
incondicionalmente.
Al mismo tiempo, nuestro interior suele estar cargado de imágenes y
sentimientos de obligación y culpabilidad, que, en vez de orientar la
conciencia hacia la libertad responsable, la vuelven temerosa y centrada en sí
misma. A partir de ahí, lo religioso se vuelve el campo del deber, no de la
gratuidad y generosidad del amor; de la ley y no del Espíritu que hace libres;
de la culpa y no del encuentro personal con un Dios, cuyo único deseo es que
seamos felices.
Se podría decir que todo el progreso en la vida cristiana consiste
en ir aprendiendo a creer (confiar) en el amor de Dios. Es cierto que podemos olvidarnos
y abusar del amor, pues no hay nada más frágil y vulnerable, pero al mismo
tiempo no hay cosa que transforme más a una persona que el saberse amada de
verdad. Así, pues, queda en pie esta verdad que ilumina y alienta: si creyésemos
en el amor que Dios nos tiene, nuestra vida cambiaría. Lo dijo Jesús a la
Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…!
(4, 10).
Es decir, si dejamos que el Espíritu del Señor guíe nuestras
acciones, veremos que, en efecto, el amor es frágil y vulnerable, pero también que
nada hay más fuerte y exigente que el amor. Sólo que se asume su exigencia no
como algo que viene del exterior sino de dentro, no se vive como obligación
impuesta, no genera resentimiento, tiene el sentido de la gratuidad, la
alegría, la libertad. Si creemos que
Dios nos ama con todo su ser, que no piensa sino en nuestro bien, que es
incapaz de castigar y de vengarse, que lo único que quiere es ayudarnos a realizarnos
como personas y ser felices, nuestra vida ciertamente será distinta.
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