P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No pierdan la paz. Si creen en Dios, crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Si no fuera así, yo se lo habría dicho a ustedes, porque ahora voy a prepararles un lugar. Cuando me haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. Y ya saben el camino para llegar al lugar a donde voy".
Entonces Tomás le dijo: "Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?".
Jesús le respondió: "Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí".
Cuando
se escribió el Evangelio de Juan, los cristianos de la primera comunidad de
Jerusalén vivían momentos muy críticos. Su fe se hallaba puesta a prueba por
las persecuciones que sus conciudadanos judíos habían desencadenado contra ellos.
Jesús había dejado de estar físicamente con ellos y necesitaban su apoyo. En
ese contexto recordaron las palabras que Jesús había dicho en su última cena: No se angustien. Creen en Dios, crean también en mí.
A
partir de entonces, los cristianos de todos los tiempos atravesarán por crisis
similares y tendrán que reavivar su confianza de que el Señor, por su
resurrección, sigue entre nosotros y no nos abandona nunca. La confianza es componente
esencial de la fe. Y la razón de la confianza cristiana es la convicción de que,
a partir de su resurrección, Jesús ha iniciado una nueva forma de existencia y que
la vía para experimentar su compañía consiste en amarse unos a otros, orar
juntos, vivir según el Espíritu Santo que Él ha enviado.
Jesús va a volver a su Padre, pero no se desentiende de los suyos
que quedan en el mundo. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones,
les dice. “Casa de mi Padre” había
llamado al templo cuando lo purificó expulsando a los mercaderes. Ahora habla
del lugar donde habita su Padre, que no es un espacio físico, sino el amor
perfecto. El que me ama se mantendrá fiel
a mis palabras. Mi Padre lo amará y vendremos a él y viviremos (pondremos
nuestra morada) en él (14,23).
El Padre y su Hijo habitan en nosotros por el Espíritu Santo. Esta
verdad fundamenta la sagrada dignidad del ser humano según la visión cristiana
de las cosas. Pero no se la tiene en cuenta; no se ve al ser humano como templo,
casa, morada de Dios. Se ultraja el templo de Dios, se destruye su morada, cada
vez que se daña o perjudica al prójimo. Sacamos a Dios de nuestra vida, lo
arrojamos fuera o lo olvidamos, cada vez que intentamos vivir de espaldas a Él.
Nos quedamos solos y nos angustiamos por no saber asumir nuestra soledad que
siempre está llena de su misteriosa presencia.
Desde otra perspectiva, “casa del Padre” es también la meta del
destino de Jesús y de nuestro destino personal. Por eso dice Jesús: Voy a
prepararles un lugar, un lugar junto al Padre, para vivir con Él,
participando de su misma vida, que es felicidad perfecta. Ese es el lugar que
nos tiene preparado Jesús. Vendrá y nos llevará consigo. Mientras tanto, hasta que
Él venga, el amor nos hace estar donde Él está. Si antes Jesús estaba
físicamente con sus discípulos, ahora
está en sus discípulos.
Tomás no entiende este lenguaje. No comprende que, aunque su
Maestro vuelva a su Padre, se quedará siempre con ellos. Como él, también
nosotros actuamos a veces como ignorando dónde está Dios, perdemos de vista el
camino para estar con Él, o buscamos nuestra realización y felicidad donde no
pueden estar. En su respuesta a Tomás, Jesús nos hace ver que viviendo su forma
de vida nos encontramos a nosotros mismos, y alcanzamos la felicidad que perdura,
es decir, alcanzamos a Dios. Yo soy el camino, la verdad y la vida,
nos dice.
Si meditamos las palabras de Jesús y,
sobre todo, las llevamos a la práctica en el amor al prójimo, veremos que nos
aseguran su presencia, nos hacen encontramos
con Dios. Se realiza en nosotros el deseo de Jesús: que puedan estar donde voy a estar yo.
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