P. Carlos Cardó SJ
Era invierno y en Jerusalén se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo.
Jesús se paseaba en el Templo, por el pórtico de Salomón, cuando los judíos lo rodearon y le dijeron: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo claramente».
Jesús les respondió: «Ya se lo he dicho, pero ustedes no creen. Las obras que hago en el nombre de mi Padre manifiestan quién soy yo, pero ustedes no creen porque no son ovejas mías. Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen, y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano. Aquello que el Padre me ha dado es más fuerte que todo, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos una sola cosa.»
¿Cómo
pudo amar Jesús con la solicitud y entrega tan plena que describe cuando habla
de sí mismo como el buen pastor? La respuesta nos la da en su última frase: El
Padre y yo somos uno. Aparte
de las deducciones que podemos sacar sobre la unión esencial del Padre y el
Hijo en la vida trinitaria, lo que esta frase nos dice es que si Jesús fue el
hombre totalmente entregado a los demás, lo fue por su íntima unión con Dios, por
su armonía plena de voluntades y comportamiento. Precisamente por estar unido a
Dios, Jesús estaba unido a todos los hijos e hijas de Dios, su Padre.
Vivía
en cada instante con la conciencia de ser amado, acogido y sostenido por Dios y
esta confianza absoluta le hizo libre de sí mismo y libre de toda motivación
egoísta, no sólo para no situarse ante los demás en actitud competitiva o
dominadora, sino para amar sin buscar otro interés que el de servir y procurar
para sus hermanos la mejor vida que podían vivir.
De
su pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a aceptar a
todos por igual, a dejar que las personas fueran ellas mismas, a dar de lo que
tenía y compartir su propio ser con los demás: con hombres, mujeres, niños y
gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos,
incluso con aquellos que eran tenidos por impuros y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15, ls). El amor de
Dios por nosotros se hizo realidad palpable en Él y Él se realizó a sí mismo
como persona en ese mismo amor.
Por
eso Jesús fue un hombre diferente: en su sensibilidad y compasión hacia el
dolor de los demás, en su simpatía activa hacia ellos (cf. Mt 9,36; 15,32) y en su compromiso incansable en su favor. Al
tratar con Él, los pobres se sentían partícipes de la buena nueva (Lc 4,18-21; Mt 11,4s), los necesitados
se percibían objeto de la misericordia (Mt
25,31-45), los enfermos experimentaban la cercanía de Dios, los
discriminados y oprimidos se beneficiaban de su solidaridad y amistad, se
sentían aliviados y capaces de desarrollar el sentimiento de la propia valía (Mt 11,19 par; Mc 2,14-17).
Al
verlo, los discípulos -y más tarde las comunidades cristianas- aprendieron a
establecer relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin
violencia y en reconciliación (Mc
2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). La solidaridad de Jesús crea relaciones,
forja vínculos de unión y permite reconocer que las relaciones solidarias en
justicia y amor constituían los deseos más profundos de su corazón.
Mis
ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen.
Nada aleja a la gente de Jesús. Todos se sienten conocidos por dentro y
comprendidos; el pastor no juzga, llama a cada oveja por su nombre y las acepta
como son. Por eso lo siguen y se dejan guiar por sus enseñanzas en el quehacer
diario. Esta solicitud por los suyos constituye la fuente de inspiración de sus
seguidores, que se sienten llamados a adoptar su estilo de vida en el trato con
los demás.
Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre, nadie me las podrá
quitar. Si
algo desea Jesús es que los suyos tengan vida en abundancia, una vida que nada
ni nadie les pueda quitar. Todo el mundo anhela una vida plena, cargada de
sentido, útil y fecunda, libre de amenazas, en una palabra: capaz de ser feliz
siempre y no sólo hasta la muerte. Una vida así es la vida salvada, que sólo
puede venirnos de Dios como el don por excelencia.
Ahora
bien, Jesús nos hace ver que ese don es ya
ahora una realidad ofrecida: quien cree en Él, es decir, quien hace propia la
vida que Él nos muestra en su persona, experimenta la dicha de una existencia
bien encaminada, con un valor de eternidad que Dios reconoce. No
perecerán para siempre y nadie me los podrá quitar. El
Padre es glorificado en esta vida que nos da con su Hijo. Y porque el Padre
todopoderoso –que está por encima de todo lo creado– nos ha confiado a su Hijo,
nada ni nadie podrá arrebatarnos de su mano.
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