P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. Al sarmiento que no da fruto en mí, él lo arranca, y al que da fruto lo poda para que dé más fruto.
Ustedes ya están purificados por las palabras que les he dicho. Permanezcan en mí y yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él ése da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer. Al que no permanece en mí se le echa fuera, como al sarmiento, y se seca; luego lo recogen, lo arrojan al fuego y arde.
Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les concederá. La gloria de mi Padre consiste en que den mucho fruto y se manifiesten así como discípulos míos".
La
alegoría de la vid aparece ya en Is 5,1-7 y en Ez 15,1-8, pero aludiendo al
pueblo de Israel. Aquí, en cambio, Jesús la emplea para referirse a su persona y
a la relación que ha de tener con Él quien lo sigue.
Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Una
sola vida, una sola planta, una misma savia y unos mismos frutos. Así piensa
Jesús la unión profunda que ha de haber entre Él y quienes lo aman y cumplen sus
enseñanzas.
Esta unión se refuerza con la palabra clave de todo este discurso que
es “permanecer en” (siete veces
aparece). Equivale a habitar y designa relaciones de
afecto entre Cristo y nosotros. El verbo permanecer
es muy sugerente: la persona
permanece y habita allí donde está su corazón. Donde ama y es amado uno se
siente en casa. En el discurso de Jesús, el amor que el Padre tiene a su Hijo y
a cada uno de nosotros es nuestra casa,
el espacio donde podemos vivir y encontrar nuestra auténtica identidad de
hijos.
Es lo que más desea Jesús: hacernos vivir una relación personal, firme, íntima y estable de
Él con cada uno de nosotros y de nosotros con el Padre y con nuestros hermanos.
Pero el permanecer es también mantenerse. El seguimiento
de Jesús, no puede ser un deseo pasajero que brota en un momento de fervor y
después, por las vicisitudes de la vida, se va dejando enfriar hasta que se
pierde. Seguir a Jesús es una resolución de
por vida, que se ha de vivir y hacer revivir día a día. El verdadero amor
perdura. Así nos ama Dios, sin vuelta atrás.
Otra
idea reiterada en este pasaje es la de producir mucho fruto. La unión del
sarmiento con la vid es la condición de la fecundidad. Nuestra unión con Cristo
garantiza la fecundidad de nuestra vida. Lo que logramos en la vida brota de lo
que somos: sarmientos unidos a la planta que es Cristo. Y la prueba de la calidad
de la fe con que nos unimos a él
es el dar fruto. Por tanto,
la vida entera del cristiano
ha de demostrar que está identificado con el Señor, con sus valores, sus opciones,
su comportamiento. La vida del discípulo ha de reflejar la de su maestro. Y
esto supone un trabajo, una lucha constante por vivir conforme a sus
enseñanzas. Contamos para ello con el apoyo decidido de Jesús y de nuestro
Padre. Pero hay podas que deben hacerse.
Es
dolorosa la poda: cortar, enderezar, corregir... Pero es necesaria. ¿Quién puede
decir que ya ha suprimido lo que debe suprimir y no tiene ya nada más que
cortar? Y lo que se corta, ¿no vuelve a crecer? Hemos de reconocer que siempre
podemos ser un poco más auténticos. Lo contrario es quedar condenados a la
esterilidad del sarmiento que se echa a perder.
No
creamos, sin embargo, que esta labor ensombrece nuestra vida. Todo lo
contrario, pero a condición de que se haga por motivaciones profundas y
positivas. La parábola hace ver que el fruto de la vid es el vino que
alegra el corazón y es símbolo de alegría y amistad, es decir, de aquello que es
imprescindible para que la vida sea verdaderamente humana y feliz. Por eso, la
alegría será siempre la motivación más certera, como aparece en aquella otra
parábola de Jesús sobre el labrador que encontró un tesoro y, por la alegría que le dio, empeñó todo
lo que tenía para adquirir ese campo.
Quien
vive de esta alegría, vive también la urgencia de compartir con otros sus
convicciones y la satisfacción que le producen. El discípulo busca, pues, ganar
otros discípulos para Cristo, y esa “ganancia”, que se obtiene sobre todo por
medio del testimonio que da con
la propia vida, constituye también el gran fruto, del que habla la
parábola de la vid.
“Por
sus frutos los conocerán”. Hay cristianos y comunidades que transmiten
eficazmente fe y esperanza. Hay también quienes nada comunican o incluso
contradicen con su mal ejemplo la fe que profesan. El riesgo de la fe será
siempre el funcionar por inercia, sin frutos, sin resultados reales en la
transformación de la propia persona y de la sociedad. Y no bastan los frutos
privados que no van acompañados de los comunitarios y sociales. Se puede vivir
la fe como algo íntimo y privado, con frutos piadosos, pero que no manifiestan
fraternidad y justicia, piedra de toque del verdadero amor a Cristo.
No cabe el desánimo. Contamos con la gracia del Señor que ayuda a
nuestra debilidad. Se nos da como alimento que capacita y fortalece en la
eucaristía. En ella se cumple la parábola de la vid, porque el mismo Señor nos une
a Él y a los hermanos: quien come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna,
el Señor habita en él y él en el Señor.
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