P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que
tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes".
Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Pedimos
la gracia de conocer este gran misterio. Pero recordemos que “misterio” no es
una suerte de enigma que no se puede comprender. Para los cristianos, misterio es
una verdad revelada, es decir, que conocemos porque alguien, en quien confiamos
plenamente, nos la ha comunicado y que, una vez acogida, no deja de dársenos a
conocer, produciendo efectos en nuestra vida. No es una idea abstracta sino una
verdad que transforma la vida, dándole sentido y calidad.
En esta fiesta, la liturgia propone este texto de Juan
en el que aparece quién es y cómo actúa Dios. Es un Dios que ama a este mundo y
se preocupa por nosotros, tanto que, por medio de su Espíritu, envió a su Hijo
para salvarnos, vinculando nuestro destino al suyo. Desde la venida del Hijo al
mundo, Dios ya no es un ser lejano; está a nuestro lado, nos trae vida, nos
libra de todo mal y nos asegura una felicidad para siempre. El Dios Trinidad,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, ama al mundo, ama a todos los seres humanos y
sólo quiere el bien para nosotros; no es vengativo ni rencoroso, responde a
nuestra confianza y nos asegura el logro pleno de nuestra vida en Él, para
siempre.
Dios no es un ente abstracto y
lejanísimo. Por ser Trinidad es comunidad de personas, es vida y fuente de vida, es relación y fundamento de toda
relación personal. Dios es amor,
define san Juan, poniendo justamente de relieve la unión interna que constituye
el ser de Dios: el que ama (el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con
que se aman y se unen (el Espíritu Santo).
Incluso
en la teología más tradicional, la distinción de las tres “personas”, se
refiere a su relación interna (ab intra). Quiere decir que hay distinción entre
ellas, sólo cuando se relacionan entre sí. Cuando la relación es con la
creación (ad extra), no hay distinción ninguna; actúan siempre como UNO. A
nosotros solo llega la Trinidad, no cada una de las “personas” por separado. No
estamos hablando de tres en uno sino de una única realidad que es relación.
Guiados por los profetas, los israelitas fueron
intuyendo progresivamente a lo largo de su historia, y siempre de manera velada
y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas. Vieron a Dios como
Padre, creador y señor, que por pura benevolencia había escogido a su pueblo de
Israel para desde él ofrecer a la humanidad el don de la salvación.
Experimentaron también el misterio de Dios al sentir la
fuerza, que como fuego o viento impetuoso (espíritu) sostiene y orienta la
creación, ilumina las mentes, dispone los corazones para el amor e instruye en el
recto obrar conforme a la Ley moral. Y finalmente llegaron a intuir que, en el
tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como
luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la
máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con
nosotros.
Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en
su palabra y en sus actitudes, en su vida y en su muerte, se abrió para la
humanidad el camino al conocimiento de Dios Trinidad. Ante la revelación de
Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan
opacadas. Podemos decir que sin Jesús, difícilmente habríamos podido conocer
que, en efecto, Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el
Padre, a quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y es quien lo resucita; como
el Hijo, que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en
quien el mismo Dios se hace presente entre nosotros al modo humano; y como el
Espíritu Santo, que es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en
la historia.
Jesús mantuvo con Dios una singular relación de
cercanía e intimidad, que Él expresaba con el lenguaje con que un hijo se
dirige a su padre llamándole: Abbá.
Mantuvo con Él la más absoluta confianza: Tú
siempre me escuchas, decía en su oración; mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre; mi Padre me ha enviado y
yo vivo por él; las palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y
yo somos una misma cosa. Al explicarnos esto, Jesús nos enseñó cómo y por
qué Dios es Padre, suyo y nuestro.
Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del
Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo,
las palabras de Isaías: El Espíritu del
Señor está sobre mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena
nueva a las naciones... (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2). Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo
a fin de llevar a plenitud su obra en el mundo.
Por este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo,
lo adoramos como Dios y hombre verdadero. Por Él también tenemos acceso al
Padre como hijos e hijas, liberados de toda opresión y temor. Por Él formamos
entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la
que Cristo se prolonga por toda la historia. Este
es el núcleo central de nuestra fe: un solo Dios que en cuanto Padre crea
familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y en cuanto Espíritu Santo crea
comunidad.
Lo
que experimentaron los primeros cristianos es que Dios podía ser a la vez: Dios
que es origen, principio, (Padre); Dios que se hace uno de nosotros (Hijo);
Dios que se identifica con cada uno de nosotros (Espíritu). Nos hablaron de
Dios que no está encerrado en sí mismo, sino que se relaciona dándose
totalmente a todos y a la vez permaneciendo Él mismo. Jesús nos enseñó que,
para experimentar a Dios, el hombre tiene que mirar dentro de sí mismo
(Espíritu), mirar a los demás (Hijo) y mirar a lo trascendente (Padre).
De
este modo, el misterio de la Trinidad se convierte en
nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando
comunidad. Por haber sido creados a su imagen y semejanza, los seres humanos
alcanzamos nuestro pleno desarrollo en nuestra relación de hijos e hijas para
con Dios y de hermanos y hermanos entre nosotros.
Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta
verdad que da sentido a la vida: la verdad de la unión fraterna, de la
solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una
palabra, la verdad del amor. Por eso, la fe en Dios Trinidad encuentra en el
amor humano su expresión más cercana y sugerente. En la unión amorosa del
hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente
de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de
este mundo un verdadero hogar.
El misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una
teoría ni un dogma racional. Es una verdad que ha de ser llevada a la práctica.
Porque quien confiesa a Dios como Trinidad, vive la pasión de construir
comunidad. La Trinidad le inspira sus acciones y decisiones para que todo
contribuya a crear una sociedad en la que sea posible sentir a Dios como Padre,
a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu como fuerza
del amor que une los corazones para formar entre todos una sola familia.
En este día, lo mejor que podemos hacer es procurar
sentir la presencia de nuestro buen Padre Dios, que protege la vida que nos ha
dado; sentir en nuestros hombros la mano fraterna de Jesucristo, que nos
sostiene; y en nuestros corazones la fuerza y valentía que inspira el Espíritu
Santo.
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