miércoles, 17 de mayo de 2023

Fiesta de la Santísima Trinidad (Jn 16, 12-15)

 P. Carlos Cardó SJ

Glorificación de la Trinidad, óleo sobre lienzo de Félix-Joseph Barrias (1864 aprox.), Museo de Bellas Artes de París

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que
tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes".

Celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Pedimos la gracia de conocer este gran misterio. Pero recordemos que “misterio” no es una suerte de enigma que no se puede comprender. Para los cristianos, misterio es una verdad revelada, es decir, que conocemos porque alguien, en quien confiamos plenamente, nos la ha comunicado y que, una vez acogida, no deja de dársenos a conocer, produciendo efectos en nuestra vida. No es una idea abstracta sino una verdad que transforma la vida, dándole sentido y calidad.

En esta fiesta, la liturgia propone este texto de Juan en el que aparece quién es y cómo actúa Dios. Es un Dios que ama a este mundo y se preocupa por nosotros, tanto que, por medio de su Espíritu, envió a su Hijo para salvarnos, vinculando nuestro destino al suyo. Desde la venida del Hijo al mundo, Dios ya no es un ser lejano; está a nuestro lado, nos trae vida, nos libra de todo mal y nos asegura una felicidad para siempre. El Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ama al mundo, ama a todos los seres humanos y sólo quiere el bien para nosotros; no es vengativo ni rencoroso, responde a nuestra confianza y nos asegura el logro pleno de nuestra vida en Él, para siempre.

Dios no es un ente abstracto y lejanísimo. Por ser Trinidad es comunidad de personas, es vida y fuente de vida, es relación y fundamento de toda relación personal. Dios es amor, define san Juan, poniendo justamente de relieve la unión interna que constituye el ser de Dios: el que ama (el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con que se aman y se unen (el Espíritu Santo).

Incluso en la teología más tradicional, la distinción de las tres “personas”, se refiere a su relación interna (ab intra). Quiere decir que hay distinción entre ellas, sólo cuando se relacionan entre sí. Cuando la relación es con la creación (ad extra), no hay distinción ninguna; actúan siempre como UNO. A nosotros solo llega la Trinidad, no cada una de las “personas” por separado. No estamos hablando de tres en uno sino de una única realidad que es relación.

Guiados por los profetas, los israelitas fueron intuyendo progresivamente a lo largo de su historia, y siempre de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas. Vieron a Dios como Padre, creador y señor, que por pura benevolencia había escogido a su pueblo de Israel para desde él ofrecer a la humanidad el don de la salvación.

Experimentaron también el misterio de Dios al sentir la fuerza, que como fuego o viento impetuoso (espíritu) sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes, dispone los corazones para el amor e instruye en el recto obrar conforme a la Ley moral. Y finalmente llegaron a intuir que, en el tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con nosotros.

Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en sus actitudes, en su vida y en su muerte, se abrió para la humanidad el camino al conocimiento de Dios Trinidad. Ante la revelación de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan opacadas. Podemos decir que sin Jesús, difícilmente habríamos podido conocer que, en efecto, Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el Padre, a quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y es quien lo resucita; como el Hijo, que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se hace presente entre nosotros al modo humano; y como el Espíritu Santo, que es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia.

Jesús mantuvo con Dios una singular relación de cercanía e intimidad, que Él expresaba con el lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con Él la más absoluta confianza: Tú siempre me escuchas, decía en su oración; mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre; mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa. Al explicarnos esto, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre, suyo y nuestro.

Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones... (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2). Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo a fin de llevar a plenitud su obra en el mundo.

Por este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo adoramos como Dios y hombre verdadero. Por Él también tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados de toda opresión y temor. Por Él formamos entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la que Cristo se prolonga por toda la historia. Este es el núcleo central de nuestra fe: un solo Dios que en cuanto Padre crea familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y en cuanto Espíritu Santo crea comunidad.

Lo que experimentaron los primeros cristianos es que Dios podía ser a la vez: Dios que es origen, principio, (Padre); Dios que se hace uno de nosotros (Hijo); Dios que se identifica con cada uno de nosotros (Espíritu). Nos hablaron de Dios que no está encerrado en sí mismo, sino que se relaciona dándose totalmente a todos y a la vez permaneciendo Él mismo. Jesús nos enseñó que, para experimentar a Dios, el hombre tiene que mirar dentro de sí mismo (Espíritu), mirar a los demás (Hijo) y mirar a lo trascendente (Padre).

De este modo, el misterio de la Trinidad se convierte en nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando comunidad. Por haber sido creados a su imagen y semejanza, los seres humanos alcanzamos nuestro pleno desarrollo en nuestra relación de hijos e hijas para con Dios y de hermanos y hermanos entre nosotros.

Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta verdad que da sentido a la vida: la verdad de la unión fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una palabra, la verdad del amor. Por eso, la fe en Dios Trinidad encuentra en el amor humano su expresión más cercana y sugerente. En la unión amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un verdadero hogar.

El misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una teoría ni un dogma racional. Es una verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como Trinidad, vive la pasión de construir comunidad. La Trinidad le inspira sus acciones y decisiones para que todo contribuya a crear una sociedad en la que sea posible sentir a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu como fuerza del amor que une los corazones para formar entre todos una sola familia.

En este día, lo mejor que podemos hacer es procurar sentir la presencia de nuestro buen Padre Dios, que protege la vida que nos ha dado; sentir en nuestros hombros la mano fraterna de Jesucristo, que nos sostiene; y en nuestros corazones la fuerza y valentía que inspira el Espíritu Santo. 

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