P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Dentro de poco tiempo ya no me verán; y dentro de otro poco me volverán a ver".
Algunos de sus discípulos se preguntaban unos a otros: "¿Qué querrá decir con eso de que: 'Dentro de poco tiempo ya no me verán, y dentro de otro poco me volverán a ver', y con eso de que: 'Me voy al Padre'?". Y se decían: "¿Qué significa ese 'un poco'? No entendemos lo que quiere decir".
Jesús comprendió que querían preguntarle algo y les dijo: "Están confundidos porque les he dicho: 'Dentro de poco tiempo ya no me verán y dentro de otro poco me volverán a ver'. Les aseguro que ustedes llorarán y se entristecerán, mientras el mundo se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero su tristeza se transformará en alegría".
Jesús anuncia su próxima partida al Padre y el efecto que ella va a
tener en la vida de los discípulos: primero un estado de tristeza porque ya no
estará con ellos, a pesar de haberles dicho: No los dejaré huérfanos (14, 18); después una transformación
interior, porque la tristeza se les tornará alegría al comprobar la presencia
nueva del mismo Jesús entre ellos. Esto lo dice con unas palabras que ellos no
entienden: Dentro de poco ya no me verán; pero dentro de otro poco me volverán a
ver.
Jesús
les hace ver que la tristeza que tendrán y que les llevará a “llorar” y “lamentarse”,
es decir, a hacer duelo, será provocada por su muerte en la cruz. El mundo, en
cambio, se alegrará porque creerá haber triunfado en el juicio contra Él y
haber conseguido destruirlo. Será el tiempo del escándalo que
los sumirá en la oscuridad. Pero la situación se invertirá y la tristeza de los
discípulos se convertirá en alegría cuando, leyendo los acontecimientos del
Viernes a la luz de la fe y de la Escritura, vivan la experiencia de la
resurrección que les hará gozar de la presencia victoriosa y continua del Señor
con ellos y en ellos. Lo verán en la mañana de la Pascua, después de dos días
de angustia. Lo verán y entenderán su cruz como el instrumento de su glorificación.
El primer tiempo es el tiempo del escándalo, de la falta de fe y
esperanza. El segundo, es el tiempo del encuentro personal con el gran
Viviente, que les dará su paz como signo característico de su presencia y se
llenarán de una alegría que nadie les podrá quitar.
Esta
alternancia se repite en la historia y en la vida personal: el continuo paso de
muerte a vida, de pecado a conversión, de desolación a consolación. Ya los
antiguos profetas, en las épocas de las mayores crisis de Israel, vieron que la
obra liberadora de Dios iba a consistir en el paso del dolor del pueblo al gozo
perpetuo: Llegarán a Sion entre gritos de
júbilo; una alegría eterna iluminará su rostro, gozo y alegría los acompañarán,
la tristeza y el llanto se alejarán (Is 35, 10; 51,11).
La vuelta del
exilio en Babilonia será a la vez la prueba del poder liberador de Dios y el
anuncio de la llegada a la meta final de la historia. Las palabras de Jesús
sobre el cambio de la tristeza en gozo, anuncian la realización plena de la
esperanza de Israel y el establecimiento final de la vida eternamente feliz,
porque Él franqueará las puertas de la muerte y abrirá para siempre las puertas
de su reino.
En nuestra vida personal tenemos que comprender también el sentido
de las crisis y sufrimientos. En efecto, la esperanza cristiana es lo que nos
mantiene firmes en medio de las tribulaciones, contradicciones y dolores
inherentes a la existencia humana, y las que pueden venirnos como consecuencia
de nuestro compromiso cristiano. Entonces, como a Pablo en su vida cargada de
padecimientos, se nos concederá poder decir: Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo Padre misericordia
y Dios de todo consuelo. Él es quien nos conforta en todos nuestros
sufrimientos, para que también nosotros podamos confortar a todos los que
sufren con el consuelo que recibimos de
Dios (2 Cor 1, 3-7).
Conocer
a Jesús y el poder de su resurrección implica participar de sus sufrimientos y
de su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección (Fil 3, 10-11). El cristiano resuelve así
el carácter
inexorable de la muerte, con la certeza de la fe en que Dios, por su Hijo
resucitado, hará triunfar la vida: Destruirá
la muerte para siempre y secará las lágrimas de todos los rostros (Is 25,
10).
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