P. Carlos Cardó SJ
En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer.
Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana».
Este trozo del evangelio de San Mateo consta de dos partes. La
primera contiene el llamado grito de júbilo de Jesús (11,25-27). Hay quien
afirma que estos versículos son quizá los más importantes de los evangelios Sinópticos.
La segunda parte se centra en la invitación de Jesús a participar en su
experiencia vital del Padre, con la cual se aligera el yugo que podrían parecer
sus enseñanzas y mandatos. (11,28-30).
En la primera parte tenemos una típica oración de Jesús a su Padre. Resalta la intimidad con que se dirigía a
Dios, llamándole Abbá. Pronunciada con toda su resonancia aramea, esta
palabra expresa el gozo y la confianza del niño al comunicarse con su padre. Abbá,
con esta palabra tierna y primordial para quien la pronuncia
y para quien la escucha, Jesús expresa el misterio insondable de Dios con la
máxima cercanía que un hombre es capaz de experimentar, la intimidad que le une
a su padre. Con ella también Jesús expresa la conciencia que tiene de sí mismo
como alguien que no se entiende sino en referencia a Dios como padre suyo.
Jesús reconoce que su Padre tiene una
voluntad que debe cumplirse. Consiste en el establecimiento de su reinado, que ya
ha comenzado pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros
y con la realidad del mundo. Lo podemos ver en la acción de quienes se dejan
conducir por la fuerza del Espíritu, y es el objeto de nuestra esperanza, pues culminará
al final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos.
La revelación de su ser Padre y la
venida de su reino, Dios las ofrece como un don (gracia). La reciben los
pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los humildes, pero permanece
oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los pequeños y los pobres de
espíritu son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que se
vuelva a ellos y los salve. Los sabios y entendidos, en cambio, no esperan más
que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen su necesidad de
reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios.
Jesús se alegra de que el amor del
Padre por todos sus hijos se haya revelado ya y todo aquel que lo acoge alcanza
el poder de realizarse plenamente como hijo de Dios.
En ese contexto, dice Jesús: “¡Vengan a mí los que están cansados
y agobiados que yo los aliviaré!”. Cansados y agobiados vivían los
judíos a causa de la religión de la ley, sin la libertad de los hijos de Dios.
Agobiado está quien no tiene otra actitud que la del temor servil, que lleva a
cumplir la ley moral por el temor al castigo o la esperanza de premios. Una
religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque
degenera en la hipocresía y en el orgullo del hombre por sus obras. El amor
cristiano, en cambio, lleva incluso a curar a un enfermo en día sábado y a
sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Este amor produce gozo y
descanso, es justicia nueva, hace posible vivir la vida misma de Dios que es
amor.
“Y yo los aliviaré”.
Él dará reposo a nuestras mentes y corazones agitados. El reposo de saberme
amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber que tenemos un lugar en la casa
del Padre; la seguridad de que donde mis fuerzas terminan, ahí comienza el
trabajo de Dios; la certeza de que ni siquiera el poder de la injusticia y de
la muerte de que es capaz el ser humano sobre
la tierra podrá impedir la llegada del reino, porque el mundo, creado bueno por
Dios, pero maltratado y herido por la maldad humana, ha sido amado, salvado y
asumido en la carne de ese hombre perfecto, que es Jesús de Nazaret, el Hijo de
Dios resucitado.
La ley del amor que Él nos da no es
carga que oprime. Mi yugo es suave y
mi carga es ligera, nos dice. Su nueva ley del amor es la verdad que
libera, porque nos hace vivir en autenticidad, capaces de alegría y creatividad,
de grandeza de ánimos y corazón ensanchado.
Vengan a mí… aprendan de mí que soy sencillo y humilde de corazón
y yo les daré descanso.
Responder a su llamada es aprender del corazón de Jesús mansedumbre, humildad,
sencillez, amabilidad.
¡Corazón de Jesús haz nuestro corazón semejante al tuyo!
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