P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "La paz les dejo, mi paz les doy. No se la doy como la da el mundo. No pierdan la paz ni se acobarden. Me han oído decir: 'Me voy, pero volveré a su lado'. Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Se lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean.
Ya no hablaré muchas cosas con ustedes, porque se acerca el príncipe de este mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo sepa que amo al Padre y que cumplo exactamente lo que el Padre me ha mandado".
Les dejo mi paz, les doy la paz. Pronunciada por Jesús con toda la resonancia semítica propia
del término shalom, la paz que deja a
los suyos como su regalo final no significa únicamente ausencia de conflictos o
tranquilidad del alma, sino que es el don por excelencia, que contiene todos
los dones. La paz significa el
hallazgo de lo que se busca, el logro de lo que se desea. Es la paz mesiánica
que el Señor nos deja como fruto de su pascua; es plenitud de bendición, fruto
del amor. Según la Biblia, sólo Dios la puede conceder, Jesús la da por ser el
Hijo, el príncipe de la paz (Is 9,6),
que lleva a cumplimiento las promesas de su Padre: Entonces florecerá la justicia y una paz grande hasta que falte la luna
(Sal 72, 7).
No como la da el
mundo. Para el mundo, la paz es ausencia de guerra,
designa el intervalo –¡muchas veces tan corto!– que se da entre un conflicto y
otro, entre una guerra y otra. La paz del mundo dura mientras el vencedor sea
capaz de seguir imponiéndose sobre el vencido y éste sea incapaz de rebelarse y
vengarse. Por eso, dice el mundo: “Si quieres paz, prepárate para la guerra”, pero
la paz que así se logra tiene el resultado precario de la mera disuasión y del miedo,
o el sabor amargo de aquello que se consigue con la violencia y la muerte.
Así no es la paz de
Cristo. Tampoco es su paz la de quien endurece sus sentimientos para permanecer
impávido frente a las necesidades y sufrimientos de los que le rodean, y busca
sólo su propia felicidad y no la de los demás. La paz de Cristo es la paz que nace
de un amor más fuerte que la muerte, es la paz del Crucificado Resucitado, que,
ante el dolor de los demás, no se pone a buen resguardo, y ante la injusticia
no teme morir por la justicia.
La partida física
de Jesús no nos deja un vacío lleno de temor y desaliento. No se turbe su corazón,
dice a sus discípulos. Su vuelta al
Padre significa que permanece en nosotros con su amor, por medio del Espíritu
Santo. Va al Padre a prepararnos un lugar junto a Él, y viene a nosotros de un
modo nuevo. Por eso nos dice: que se alegre su corazón.
Si
me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre porque el Padre es más que yo. Se alegrarán por los bienes que su pascua les va a
aportar, en especial por la salvación plena que les ha obtenido con su cruz. Juan
Bautista se había alegrado al oír la voz de Jesús (3, 29) y Abrahán saltó de
gozo al intuir el día del Mesías (8,
56). El gozo de los discípulos debe ser mayor porque verán que Jesús ha
cumplido su misión, ha sido glorificado y ha vuelto al Padre, alcanzando la
meta que todo creyente aspira alcanzar, la de estar definitivamente con Dios, el Dios de mi alegría (Sal 43, 4). A Él
llega Jesús, atraído y conducido, como hace un padre con su hijo querido, y éste
se alegra de estar con aquel de quien procede porque sabe que es donde mejor
puede estar.
Jesús lo reconoce así y no duda en afirmar: porque el Padre es más que yo. El Padre es el enviante, Jesús es el enviado que tiene en Él su
origen y de Él procede. Engendrado, no creado y de la misma naturaleza que el
Padre, como afirma el credo, Jesús es el consagrado, que Dios envió al mundo
(10,36), y por eso cuando habla es Dios
mismo quien habla porque Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu… y le ha
confiado todo (3,34-35; 17,7), principalmente el poder de dar vida (5,26).
A Él vuelve Jesús para ser glorificado con la gloria que compartía con Él
antes de que el mundo existiera (17,5), y en ese lugar de la gloria quiere que
estén los que han creído en Él. Es lo que pedirá como su deseo último: Padre, yo deseo que todos estos que tú me
has dado puedan estar conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que
me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo (17, 24). En
esto radica el motivo de la alegría del creyente: en Jesús se le ha abierto
definitivamente el camino hacia Dios, meta de su caminar en este mundo.
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