jueves, 31 de marzo de 2022

El testimonio válido sobre Jesús (Jn 5, 31-47)

 P. Carlos Cardó SJ

La Biblia, óleo sobre lienzo de Vincent Van Gogh (1885), Museo Nacional de Ámsterdam (Rijksmuseum), Países Bajos

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Si yo diera testimonio de mí, mi testimonio no tendría valor; otro es el que da testimonio de mí y yo bien sé que ese testimonio que da de mí, es válido.
Ustedes enviaron mensajeros a Juan el Bautista y él dio testimonio de la verdad. No es que yo quiera apoyarme en el testimonio de un hombre. Si digo esto, es para que ustedes se salven. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y ustedes quisieron alegrarse un instante con su luz. Pero yo tengo un testimonio mejor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar y que son las que yo hago, dan testimonio de mí y me acreditan como enviado del Padre.
El Padre, que me envió, ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no habita en ustedes, porque no le creen al que él ha enviado.
Ustedes estudian las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues bien, ellas son las que dan testimonio de mí. ¡Y ustedes no quieren venir a mí para tener vida! Yo no busco la gloria que viene de los hombres; es que los conozco y sé que el amor de Dios no está en ellos. Yo he venido en nombre de mi Padre y ustedes no me han recibido. Si otro viniera en nombre propio, a ese sí lo recibirían.
¿Cómo va a ser posible que crean ustedes, que aspiran a recibir gloria los unos de los otros y no buscan la gloria que sólo viene de Dios?
No piensen que yo los voy a acusar ante el Padre; ya hay alguien que los acusa: Moisés, en quien ustedes tienen su esperanza. Si creyeran en Moisés, me creerían a mí, porque él escribió acerca de mí. Pero, si no dan fe a sus escritos, ¿cómo darán fe a mis palabras?

La controversia de Jesús con los fariseos y escribas acerca de la autoridad con que enseña y con que realiza signos milagrosos está presentada por el evangelista Juan como un juicio ante un tribunal. Por una parte está Jesús, el acusado, y por otra los judíos; por un lado la fe y por otra la incredulidad. Jesús es acusado y se defiende aportando testimonios válidos a su favor, el de Juan Bautista, su precursor, y, en definitiva el del mismo Dios, su Padre, que habla a través de las Escrituras santas y actúa por medio de las obras que Jesús realiza. Argumentando así, Jesús pasa de acusado a acusador. Y consigue algo más: que la confrontación trascienda el espacio y el tiempo y llegue hasta nosotros hoy y nos concierna. 

Jesús pone de testigo en favor suyo a Juan Bautista, su autoridad y prestigio entre los judíos era innegable. Pero su testimonio no puede ser el definitivo pues, a fin de cuentas, era un hombre con una autoridad que le había sido dada de lo alto. Se le reconoce como una lámpara luminosa, pero no era la luz, sino el portador de la luz que le venía de Dios. Además, Juan Bautista correspondía al pasado. De modo que el único y auténtico testigo y garante de Jesús, antes y en el presente, sólo podía ser Dios, su Padre.

En efecto, Dios había hablado por medio de las Escrituras y se podía ver que actuaba por medio de las obras que Jesús realizaba, pero no basta conocer las Escrituras y ver las obras, es preciso previamente amar incondicionalmente a Dios, respetar su libre actuar y aceptar su voluntad aunque contradiga el propio sentir o parecer. Cuando esto no ocurre, no se comprende al Hijo, no se le sigue y se le rechaza.

De esto acusa Jesús a sus contemporáneos y al mundo. No aman a Dios, no comprenden ni acogen a su Hijo. Estudian las Escrituras, pero no para conocer a Dios y oír su palabra, sino para justificarse a sí mismos y procurarse gloria unos a otros. En ningún momento se han mostrado dispuestos a cambiar para poder conocer la voluntad de Dios y llevarla a la práctica.

Los adversarios de Jesús, en el fondo, no tienen fe en Él porque no han escuchado lo que dicen las Escrituras que muestran cómo el amor del Padre al Hijo es dado también a los hombres. Han preferido creer en sus tradiciones y costumbres religiosas, basadas en falsas interpretaciones de la ley, y para aparecer como fieles cumplidores de ella y de las tradiciones, se oponen a Jesús. Se hacen así los garantes del cumplimiento de la ley y obtienen fama de justos. No han sido capaces de reconocer que la ley encuentra su pleno cumplimiento en las enseñanzas de Jesús y que de Él hablaron los profetas.

Son muchas las resistencias que oponemos a la Palabra. No nos creemos el amor de Dios y nos cuesta reconocer que los caminos del Señor pueden ser distintos a nuestros caminos. En la raíz de todo está la falta de confianza en Dios, que lleva a poner la seguridad en sí mismo y en la gloria, fama o poder que se conquista. No amar y confiar en Dios es quedar esclavo del egoísmo. Eso conduce a desconocer la propia identidad de hijos o hijas, que lleva a su vez a desinteresarse del hermano y a querer usurpar el lugar de Dios.

Sólo quien vive como hijo o hija reconoce que la vida es un don, y se realiza en la entrega a los demás y en la comunión con el prójimo. Toda la Escritura habla de esto: somos creados, criaturas, don del amor de Dios. Pero nos hacemos sordos a su palabra y dejamos que otras palabras entren en nosotros y nos convenzan.

miércoles, 30 de marzo de 2022

Jesús hace las obras del Padre (Jn 5, 17-30)

 P. Carlos Cardó SJ

Santísima Trinidad, fresco de Giovanni Maria Conti della Camera (siglo XVII), techo de la iglesia de la Santa Cruz, Roma

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos (que lo perseguían por hacer curaciones en sábado): "Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo".
Por eso los judíos buscaban con mayor empeño darle muerte, ya que no sólo violaba el sábado, sino que llamaba Padre suyo a Dios, igualándose así con Dios.

Entonces Jesús les habló en estos términos: "Yo les aseguro: El Hijo no puede hacer nada por su cuenta y sólo hace lo que le ve hacer al Padre; lo que hace el Padre también lo hace el Hijo. El Padre ama al Hijo y le manifiesta todo lo que hace; le manifestará obras todavía mayores que éstas, para asombro de ustedes. Así como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a quien él quiere dársela. El Padre no juzga a nadie, porque todo juicio se lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo, como honran al Padre. El que no honra al Hijo tampoco honra al Padre.
Yo les aseguro que, quien escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene vida eterna y no será condenado en el juicio, porque ya pasó de la muerte a la vida.
Les aseguro que viene la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la hayan oído vivirán. Pues así como el Padre tiene la vida en sí mismo, también le ha dado al Hijo tener la vida en sí mismo; y le ha dado el poder de juzgar, porque es el Hijo del hombre.
No se asombren de esto, porque viene la hora en que todos los que yacen en la tumba oirán mi voz y resucitarán: los que hicieron el bien para la vida; los que hicieron el mal, para la condenación. Yo nada puedo hacer por mí mismo. Según lo que oigo, juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió".

Los judíos han decidido matar a Jesús por no respetar el sábado y hacerse igual a Dios. Jesús continúa hablando públicamente de su misión y afirma que Él hace lo que hace Dios, su Padre. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras. Jesús reivindica para sí una peculiarísima relación de amor recíproco con Dios, que le hace situarse ante Él y percibirse a sí mismo como el Hijo único del Padre, que se hizo hombre por obra del Espíritu divino y nació de María la Virgen. Por ese mismo Espíritu se nos comunica el amor-vida de Dios y la Trinidad santa permanece en nosotros. Los tres, Padre, Hijo, Espíritu son idénticos en el ser, entender, juzgar y obrar. Los tres realizan la misma acción: aman, se manifiestan, dan vida, envían, oyen, elevan y resucitan. Y son esas las acciones divinas que Jesús realiza para darnos su vida.

Al mismo tiempo que Jesús desvela la identidad de Dios, revela también la identidad del ser humano, por haber sido creado a imagen y semejanza de su Creador. De modo que de la idea que se tiene de Dios sale la idea que se tiene de la persona humana. De la identidad de Dios como Padre, que Jesús nos transmite, sale nuestra identidad de hijos e hijas, y por tanto de hermanos y hermanas entre nosotros. Jesús nos revela un Dios que no es un ser solitario, sino una comunidad de personas; correlativamente nos revela que el ser humano, imagen de Dios, no realiza su vida en solitario sino en amor, fraternidad, solidaridad.

La obra que el Padre realiza por medio de su Hijo Jesucristo consiste en crear fraternidad entre sus hijos. Esa obra se convierte en la norma del que sigue a Jesús y supera el ordenamiento moral establecido en la Ley dada a Moisés. Quien cree en Él, adhiriéndose en la práctica a su modo de ser y de obrar, tiene vida eterna.

La fe en Jesús y la aceptación  vital de su mensaje se convierte en el creyente en una forma de vida que tiene una calidad, un valor de eternidad, que no acabará con la muerte. Quien la asume ha pasado ya de muerte a vida. La muerte para él será el paso al nivel de vida plena, salvada, resucitada, que sólo puede darse en Dios.

El texto resalta dos prerrogativas exclusivas de Dios: resucitar/dar vida y juzgar. Esas prerrogativas el Padre se las da al Hijo y éste las realiza en quien cree en Él. Por eso dice: Yo les aseguro que quien acepta lo que yo digo y cree en el que me envió, tiene la vida eterna; no sufrirá un juicio de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida.

Finalmente, el texto de Juan habla del juicio o del dictar sentencia. Jesús tiene el poder de regenerar como hijos de Dios a los que lo acogen y creen en Él. Asimismo, ha recibido de su Padre el poder de dar vida y resucitar. Por eso, quien rechaza a Jesús y su palabra, rechaza el don de salvación que Dios ofrece por medio de su Hijo, se impide ser beneficiario de su voluntad y poder de darle vida eterna.

Se puede decir, entonces, que el juicio, el dar sentencia, no es un acto judicial como el que los hombres realizamos en nuestros tribunales, sino la manifestación del amor, cercanía y unión a Dios que hay en los que están a favor de Jesús o, al contrario, la manifestación del rechazo, distancia y separación de quienes han obrado en contra de Jesús y de su enseñanza y, por tanto, en contra de los hermanos. El juicio se realiza ahora, en la toma de posición y confrontación de cada uno con la Palabra de Jesús. Honrar y escuchar al Hijo es salvarse, pasar de la muerte a la vida plena. A la hora de la muerte caerá el velo y se hará patente la verdad de cada uno.

martes, 29 de marzo de 2022

La curación del paralítico de la piscina (Jn 5, 1-16)

 P. Carlos Cardó SJ

Curación del paralítico de la piscina, óleo sobre lienzo de Pedro Orrente (1630), catedral de Orihuela, Murcia, España

Era un día de fiesta para los judíos, cuando Jesús subió a Jerusalén.
Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las Ovejas, una piscina llamada Betesdá, en hebreo, con cinco pórticos, bajo los cuales yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos que esperaban la agitación del agua. Porque el ángel del Señor descendía de vez en cuando a la piscina, agitaba el agua y, el primero que entraba en la piscina, después de que el agua se agitaba, quedaba curado de cualquier enfermedad que tuviera. Entre ellos estaba un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.

Al verlo ahí tendido y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo en tal estado, Jesús le dijo: "¿Quieres curarte?".
Le respondió el enfermo: "Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. Cuando logro llegar, ya otro ha bajado antes que yo".
Jesús le dijo: "Levántate, toma tu camilla y anda". Al momento el hombre quedó curado, tomó su camilla y se puso a andar.
Aquel día era sábado. Por eso los judíos le dijeron al que había sido curado: "No te es lícito cargar tu camilla".
Pero él contestó: "El que me curó me dijo: 'Toma tu camilla y anda'".
Ellos le preguntaron: "¿Quién es el que te dijo: 'Toma tu camilla y anda'?". Pero el que había sido curado no lo sabía, porque Jesús había desaparecido entre la muchedumbre.
Más tarde lo encontró Jesús en el templo y le dijo: "Mira, ya quedaste sano. No peques más, no sea que te vaya a suceder algo peor".
Aquel hombre fue y les contó a los judíos que el que lo había curado era Jesús. Por eso los judíos perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en sábado.

Cristo suscita en nosotros todas las posibilidades de una vida verdaderamente libre, haciéndonos capaces de superar lo que nos detiene y paraliza. Por eso podemos esperar en Él aun cuando las circunstancias que vivimos nos hagan sentir como el paralítico tendido junto a la piscina, sin ningún recurso para cambiar las cosas.

Jesús estaba en Jerusalén en un día de fiesta, dice el texto. La presencia de Jesús inaugura la fiesta definitiva, el tiempo nuevo en que se rinde al Dios de la vida el verdadero culto en espíritu y en verdad, del que habló a la Samaritana (Jn 4, 23). Con Jesús, el triunfo de la vida se ha hecho posible.

Las condiciones para su triunfo no serán fáciles. No obstante, Jesús toma la iniciativa, aun sabiendo que habrá oposición. Jesús, viéndolo postrado y sabiendo que llevaba mucho tiempo así, dice al paralítico: ¿Quieres curarte? Por haber dicho esto se ha expuesto a ser reprobado, pues la ley prohíbe hacer estas cosas en sábado. Pero se trata de salvar la vida de un hombre y Jesús no duda en poner las prescripciones legales en un segundo lugar. La vida del hombre está por encima. No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre (Mc 2,27). Jesús, pues, asume las consecuencias. Y a partir de aquel día, como señala el evangelista, los dirigentes judíos empezaron a perseguir a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado.

El beneficiario de la obra de Jesús es un pobre enfermo, que está en el límite de sus posibilidades, lleva treinta y ocho largos años sin poder moverse. Su imagen se reproduce en cierto modo en toda situación adversa que no se ha podido cambiar a pesar de los esfuerzos hechos. En tales circunstancias puede sobrevenir la desolación, la falta de ánimo, la desilusión y el desengaño. Pero hay que recordar que el Señor está pronto a tomar la iniciativa, reavivando el deseo – ¿Quieres quedar sano?–, y con él las energías de vida.

El símbolo del agua tiene importancia clave en este relato. Los milagros que trae el evangelio de Juan tienen relación con la gracia que se nos transmite por medio de los sacramentos de la Iglesia. Aquí, la alusión al bautismo es clara: el paralítico yace junto a la piscina donde se mueve el agua que sana. El agua de nuestro bautismo nos curó y dio inicio a nuestra vida de fe, por el Espíritu Santo infundido en nuestros corazones. Se cumplió entonces en nosotros lo anunciado por Jesús: El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva (Jn 7, 38).  

En resumen, el texto nos invita a estar atentos a las iniciativas que el Señor toma en favor nuestro para despertar nuestras energías de vida, librándonos de nuestras parálisis. Nos invita también a apreciar lo que hacen nuestros hermanos y hermanas para ayudar a su prójimo a andar con dignidad. Como Pedro, también nosotros podemos decir: “No tenemos plata ni oro pero te damos lo que tenemos: En nombre de Jesucristo Nazareno, camina” (Hech 3, 6).

El pasaje evangélico nos puede hacer pensar también en los riesgos y dificultades que debemos asumir, como Jesús, para llevar a la práctica nuestra fe con nuestras acciones de solidaridad. Y finalmente el símbolo del agua, presente en el relato, nos lleva a pensar en nuestra pertenencia a la Iglesia que, a pesar de su pecado, no deja de ser la Esposa por quien Cristo, su Esposo, “se ha sacrificado a sí mismo para santificarla, purificándola con el baño del agua en virtud de la palabra” (Ef 5, 25).  

lunes, 28 de marzo de 2022

Curación del hijo de un funcionario real (Jn 4, 43-54)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús sana al hijo del funcionario de Cafarnaúm, grabado de Joseph Marie Vien (siglo XVIII), Museo de Bellas Artes de Brest, Francia
En aquel tiempo, Jesús salió de Samaria y se fue a Galilea. Jesús mismo había declarado que a ningún profeta se le honra en su propia patria. Cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que él había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían estado allí.
Volvió entonces a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía un hijo enfermo en Cafarnaúm. Al oír éste que Jesús había venido de Judea a Galilea, fue a verlo y le rogó que fuera a curar a su hijo, que se estaba muriendo.
Jesús le dijo: "Si no ven ustedes signos y prodigios, no creen".
Pero el funcionario del rey insistió: "Señor, ven antes de que mi muchachito muera".
Jesús le contestó: "Vete, tu hijo ya está sano".
Aquel hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Cuando iba llegando, sus criados le salieron al encuentro para decirle que su hijo ya estaba sano.
Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Le contestaron: "Ayer, a la una de la tarde, se le quitó la fiebre".

El padre reconoció que a esa misma hora Jesús le había dicho: 'Tu hijo ya está sano', y creyó con todos los de su familia. Este fue el segundo signo que hizo Jesús al volver de Judea a Galilea.

El texto tiene su paralelo en el relato de la curación del hijo de un centurión romano de Mt 8 y Lc 7. Aquí se trata de un funcionario del rey Herodes Antipas. Juan quiere poner énfasis en la relación que existe entre Palabra, Fe y Vida. El funcionario creerá en la palabra del Señor y se irá convencido de que ha escuchado su súplica.

El hecho sucede en Caná, donde Jesús dio comienzo a sus signos que llevan a creer (“creyeron en él”), y viene después del diálogo con la mujer samaritana, a la que le dijo: si conocieras el don de Dios…, refiriéndose al don de la fe que salta como agua viva hasta la vida eterna.

Este don se ofrece ahora al funcionario del rey. Su figura representa a todos los llamados a creer sin haber visto. Él cree de inmediato a la palabra de Jesús que le dice: Regresa a tu casa, tu hijo ya está bien. No espera a ver primero para creer que Jesús ha oído su súplica en favor de su hijo. Como Abraham que, sin ver, creyó en la palabra de Yahvé que le prometía una posteridad bendecida. Por eso, la intención del evangelista con este relato se centra en demostrar que son felices los que sin haber visto han creído (Jn 20, 29). San Pedro dirá que una alegría inefable y radiante  tienen los que aman al Señor sin haberlo visto y creen en él aunque de momento no puedan verlo  (1Pe 1, 8).

El verdadero prodigio se realiza en el padre del niño enfermo y es la fe por la escucha de la Palabra. La vida restituida al hijo no es más que imagen de la vida verdadera, que gana el padre por su fe en Jesús. La fe no exige ver signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; le basta su Palabra que refiere todo lo que Él ha hecho por nosotros. La confianza es base de la fe y del amor. No exige pruebas ni demostraciones para verificar la credibilidad del otro.

Un dato importante del relato es el hecho de que se trata del hijo único de un funcionario real. Éste puede tener bienes y gozar de la mejor posición social y económica en su país; pero su verdadera riqueza es su hijo y se le está muriendo. Por eso su súplica apremiante: ¡Señor, ven pronto, antes de que muera! Se siente impotente, no sabe qué más hacer. Frente a la muerte no hay riqueza que valga. Es el trance supremo en que se pone de manifiesto la radical impotencia del ser humano. Y de eso sólo Dios salva.

Finalmente, es interesante observar el proceso que vive este hombre, marcado por los progresivos nombres que el evangelista le atribuye: primero es designado como funcionario real (v.46), cuando se manifiesta su preocupación y angustia por el problema que vive. Luego, se convierte en hombre (el hombre creyó en lo que Jesús le había dicho, v.50), es decir, se transforma en hombre por la fe. Y finalmente es llamado padre (El padre comprobó…, y creyó en Jesús él y toda su familia”, v. 53). En la transformación de este hombre, como un signo, se revela el ser mismo de Dios que es padre. Por la fe, vamos dejando atrás imágenes falsas o recortadas de Dios y alcanzamos lo que es: Padre; asimismo nosotros dejamos nuestra vieja condición de imágenes rotas de Dios y alcanzamos lo que debemos ser: hijos e hijas.

domingo, 27 de marzo de 2022

Homilía del IV Domingo de Cuaresma - El hijo pródigo (Lc 15, 1-32)

 P. Carlos Cardó SJ

El regreso del hijo pródigo, óleo sobre lienzo de la Escuela Napolitana de Arte, de autor anónimo (1630 aprox.), Galería de Arte Dulwich, Londres

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo. Por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: "Éste recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: 'Padre' dame la parte de la herencia que me toca'. Y él les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.
Se puso entonces a reflexionar y se dijo: '¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores'.
Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: 'Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo'.
Pero el padre les dijo a sus criados: '¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado'. Y empezó el banquete.
El hijo mayor estaba en el campo y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: 'Tu hermano ha regresado y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo'. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.
Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: '¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo'.
El padre repuso: 'Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado' ".

El cap. 15 del evangelio de Lucas contiene las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido” que Dios recupera: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido. Su mensaje central es que Dios nos ama en Cristo de modo incondicional, no porque seamos buenos, sino porque Él es bueno y fuente de misericordia.

La parábola del hijo pródigo –uno de los textos más bellos del evangelio– debería llamarse del Padre misericordioso o parábola del amor del Padre. Él es el protagonista y, en función de él, se nos muestran los comportamientos del hijo pródigo y del hijo mayor. Su valor central reside en la nueva figura de Dios que presenta, tan nueva que resulta escandalosa para los fariseos de todos los tiempos: un Dios padre, fiel hasta el final a su ser padre, con una misericordia incondicional, abierta, ilimitada, que no sólo se vuelca sobre el hijo arrepentido, sino también sobre el intransigente hijo mayor. En este sentido, la parábola sintetiza el núcleo del mensaje de Jesús: las puertas del Reino se abren al pecador arrepentido por la magnanimidad de Dios.

El hijo menor, que despilfarra la herencia, representa simbólicamente toda ruptura del hombre con Dios, que trae, como consecuencia, ruina. Pierde todos sus bienes y acaba perdiendo hasta su identidad de hijo. Se siente indigno de llamarse así: Volveré junto a mi Padre y le diré: he pecado, trátame como a uno de tus jornaleros.

Sabe que en justicia eso es lo que merece y acepta tener que ganarse la vida trabajando como un peón. Pero siempre será un hijo porque nada puede borrar ni anular o cambiar esta relación. Por su parte el padre siempre será un padre, aunque su hijo sea un pródigo. El amor del Padre supera las normas de la justicia. El amor restablece y eleva. Por eso su prontitud para acogerlo y la fiesta que manda celebrar, que le parece excesiva al hijo mayor y le despierta celos y envidia.

Para el padre es evidente que su hijo perdido no sólo ha malgastado su patrimonio sino que ha perdido aun la auténtica idea y valoración de sí mismo. Por eso dice: Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado.

En su libro-entrevista, El nombre de Dios es misericordia, el Papa Francisco recuerda que etimológicamente misericordia significa abrir el corazón al miserable. Y, hablando del Señor, añade: “misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad de Dios. Dios es misericordioso”.

Al igual que el hijo pródigo, el hijo mayor de la parábola tampoco imagina que un padre, por el amor que tiene a su hijo, sea capaz de ir más allá de lo que la justicia establece, es decir,  de “darle su merecido”. Por eso, lleno de resentimiento, se niega a participar en la fiesta. Ya no ve al pródigo como hermano y reprocha a su padre la acogida que le ha brindado, mientras que a él, que siempre se ha portado bien, nunca lo haya premiado. Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tus bienes con prostitutas, y le matas el ternero gordo.
Este hijo tiene también que cambiar de actitud para con su padre y con su hermano. El banquete que su padre tiene dispuesto para todos los de casa no será del todo feliz, porque no será la fiesta de la familia completa. Tiene que pacificar su corazón, reconocer agradecido lo que su padre significa para él y, reconciliado con él y con su hermano, disponerse a disfrutar de la fiesta del reencuentro.

Todos nos podemos ver también en este hijo mayor. El pensar sólo en mí mismo, el entristecerme porque a otros les vaya bien y, peor aún, llenarme de enojo porque otros que son diferentes a mí sean admitidos en la asamblea de la Iglesia, todas esas actitudes excluyentes me hacen olvidar que Dios es padre de todos, y me impiden disfrutar de la alegría de fiesta que se siente por el triunfo del amor de Dios en nuestra historia personal.

En definitiva, el hijo pródigo, que desea volver a sentir el abrazo del padre, somos cada uno de nosotros cuando descubrimos que nuestra vida puede cambiar. El hijo mayor somos también nosotros cuando advertimos que podemos servir de manera desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni prejuicios. 

sábado, 26 de marzo de 2022

El fariseo y el publicano (Lc 18,9-14)

 P. Carlos Cardó SJ

Parábola del fariseo y el publicano, óleo sobre aluminio del Círculo de Bernaert van Orley (1531), galería Kerner Fink, Bruselas, Bélgica 

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:
"Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias'.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: 'Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador'.
Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".

La parábola, como el mismo Lucas señala, va dirigida a todos aquellos que “piensan estar bien con Dios y desprecian a los demás”. Se desarrolla en el templo de Jerusalén, probablemente a la hora de la oración, las tres de la tarde. Era el lugar santo por excelencia, en donde los judíos experimentaban la protección de Dios. Pero esta devoción al templo se desvió desde el inicio, dando origen a la idea de un Dios inmóvil, al que se le puede ganar con  favores. Por eso los profetas mantuvieron una fuerte crítica a este tipo de religión: “Escuchen, judíos, la palabra del Señor –dice Jeremías–: Roban, matan, cometen adulterio… ¿y después entran a presentarse ante mí en este templo… y dicen: ‘Estamos salvados’? ¿Creen que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre?” (Jer 7, 1-11).

Los personajes de la parábola son dos: un miembro del partido de los fariseos, que hacían depender la salvación del propio esfuerzo por lograr una observancia estricta de la ley; y un publicano, dedicado al oficio odioso de recaudar impuestos para los romanos.

El fariseo, puesto de pie, ora a Dios alabándose a sí mismo. Enumera sus buenas obras y no pide nada. Se declara superior a los «pecadores», y desprecia al publicano, juzgándolo de ladrón y estafador. Su oración consiste en demostrarle a Dios que sus buenas obras van más allá de lo que pide la ley porque ayuna dos veces por semana, mientras la ley prescribe sólo un día de ayuno anual (el día de la expiación), y paga el diezmo no sólo de las mercancías sometidas a esta ley (el grano, el vino y el aceite) sino de todas sus posesiones. Pretende aparecer con un extraordinario espíritu de sacrificio, pero desprecia a su prójimo. En realidad, no espera nada de Dios.

El publicano, en cambio, se mantiene a distancia y ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo. Pesa sobre él la exclusión social de que es objeto, y no sin razón. Los impuestos (sobre el suelo y per cápita) que las naciones conquistadas debían pagar a Roma eran cobrados por funcionarios que, generalmente, arrendaban su puesto al que más ofrecía. El publicano que obtenía así la mesa de los impuestos, cobraba para su bolsillo. Las tarifas estaban establecidas por ley, pero los publicanos, mediante artimañas, extorsionaban y estafaban al público. Por eso eran tenidos por ladrones y las personas decentes los evitaban. Además se les consideraba incapaces de obtener el perdón de Dios, porque para ello tenían que restituir los bienes que habían obtenido estafando a la gente, más una quinta parte, tarea imposible de cumplir por trabajar siempre con público diferente. ¿Cómo podían saber a quién habían robado? Por todo esto la situación del publicano de la parábola y la de su familia es, de hecho, desesperada. Y no sólo su situación, sino también su petición de misericordia es desesperada.

La parábola tuvo que ser desconcertante para los oyentes, sobre todo por la conclusión que saca Jesús: que el publicano volvió a su casa reconciliado con Dios, y el fariseo no. Los oyentes no podían dejar de pensar: ¿Qué de malo ha hecho el fariseo, que ayuna, da limosna y da gracias a Dios? Y el publicano, ¿qué ha hecho para reparar su culpa?, ¿puede un hombre como él salir justificado simplemente por reconocerse pecador?

Jesús no responde directamente, se limita a hacerles entender que así es como juzga Dios: atiende al oprimido y está con los excluidos. El publicano ha orado con las primeras palabras del salmo 51: «Dios mío, ten compasión de mí», añadiendo «porque soy un pecador». Pero los judíos debían recordar que ese mismo salmo dice: «El sacrificio que agrada a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado tú, oh Dios, no lo desprecias». Así es Dios, viene a decir Jesús, perdona al pecador desesperado y rechaza al que se cree justo y ni siquiera pide perdón. Su misericordia con los de corazón quebrantado es ilimitada. Por eso Jesús se acerca a los perdidos que necesitan salvación.

En esto radica el mensaje central de la parábola: la nueva idea de Dios, que Jesús propone, diametralmente opuesta a la que transmiten los fariseos. Jesús proclama la misericordia como atributo esencial del Dios-Amor y como valor fundamental del reino de Dios que sus oyentes deben encarnar en sus vidas: “Sean misericordiosos como su Padre celestial es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados” (Lc 6,36-37).

La parábola nos mueve a la aceptación sincera de lo que somos (“andar en la verdad” de nosotros mismos), al reconocimiento de la igualdad de todos los hijos e hijas de Dios, y a la lucha contra las diversas formas de fariseísmo, de exclusión y discriminación que aún existen en la sociedad.

viernes, 25 de marzo de 2022

La anunciación del Señor a María (Lc 1, 26-38)

P. Carlos Cardó SJ

La anunciación, témpera en madera de Benvenuto Tisi da Garofalo (1550), Pinacoteca de Brera, Milán, Italia

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de la estirpe de David, llamado José. La virgen se llamaba María.
Entró el ángel a donde ella estaba y le dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo".
Al oír estas palabras, ella se preocupó mucho y se preguntaba qué querría decir semejante saludo.

El ángel le dijo: "No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y él reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin".
María le dijo entonces al ángel: "¿Cómo podrá ser esto, puesto que yo permanezco virgen?".
El ángel le contestó: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el Santo, que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel, que a pesar de su vejez, ha concebido un hijo y ya va en el sexto mes la que llamaban estéril, porque no hay nada imposible para Dios".
María contestó: "Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho".
Y el ángel se retiró de su presencia.

Contemplar a María de Nazaret es contemplar la imagen de una persona humana plenamente realizada en Dios. Ella nos muestra aquello que podemos llegar a ser si acogemos la palabra de Dios en nuestra vida. Porque la grandeza de María consiste en haber obedecido la palabra del Padre, hasta engendrar en su carne al Hijo de Dios.

Dice San Lucas que fue enviado el ángel Gabriel a una joven prometida como esposa a un hombre descendiente de David, llamado José; la joven se llamaba María. Dios se ha determinado a entrar en la historia humana para dársenos a conocer y realizar nuestra redención. Para ello se ha fijado en María, una muchacha judía que se preparaba para celebrar su boda con José, el carpintero del pueblo. La encarnación de Dios no va a ser un acontecimiento espectacular, se hará en el silencio y la pobreza, en lo oculto y lo sencillo. Así actúa Dios, así se nos manifiesta.

Todo en María ha sido predestinado por Dios con vistas al cumplimiento de su voluntad de salvar a la humanidad enviando a su Hijo al mundo. Dios ha buscado a María, ha querido encontrarse con ella desde su eternidad. El sueño de Dios en favor de sus hijos puede al fin realizarse. Y Dios viene, se une a nosotros, se incorpora en nuestra historia, sella su alianza con nosotros para siempre.

...darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús... será llamado Hijo del Altísimo, Dios le dará el trono de David... Todos los títulos mesiánicos que se le van a atribuir al Hijo de María se resumen en lo que proclama el ángel. El Hijo de María es el Hijo de Dios Altísimo. Sin embargo, pasará treinta años en una aldea y luego, como predicador itinerante en un país pobre, rodeado siempre de gente sencilla, realizará su obra  lejos de las esferas de la riqueza y del poder de este mundo. El Reino de Dios es diferente. Al lado de María aprendemos los valores del Reino. Ella nos acoge en la escuela de Nazaret, para que Jesús nos enseñe los caminos del Reino y podamos tener los mismos criterios que Jesús enseñó y vivió.

¿Cómo será esto...?, preguntó María. María no se intimida ante el Altísimo, se atreve a dirigirle esta pregunta espontánea y natural. El Dios de María no infunde temor, sino confianza; se puede ser uno mismo ante Él. Por eso, como todos aquellos que se han sentido llamados a una gran misión, ella expresa sus dudas, su turbación, su sentimiento de incapacidad.

La obediencia de la fe lleva primero a remontar las dificultades del creer. María no teme, pues, reconocer ante su Dios su propia incapacidad frente al designio divino que trasciende toda humana razón: ¿cómo podrá ser esto si no tengo relación con ningún varón?

Muchas Marías se han sucedido desde entonces, muchas hermanas y hermanos nuestros a lo largo de la historia han experimentado, a diferentes niveles, la emoción de ser enviados a realizar algo grande, superior a los que creían posible. Lo hicieron porque confiaron en Dios como si todo dependiera de Él y no de ellos y, al mismo tiempo, pusieron todo de su parte como si todo dependiese de ellos.

Hágase en mí según tu palabra, es la respuesta de María al ángel. Acoge el plan de Dios en total obediencia. Dios ha encontrado una madre que le haga nacer entre nosotros. Con su fe, que le hace referir toda su existencia al Dios que todo lo puede, María no duda en responder: Hágase. En su palabra halla eco el Hágase divino, por el que fueron creadas todas las cosas. Su Hágase anuncia la nueva creación. María pone a disposición del Padre su cuerpo virginal, para que su Hijo pueda tener un cuerpo humano por obra del Espíritu Santo. Lo imposible se hace posible. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. 

jueves, 24 de marzo de 2022

Poder de expulsar demonios (Lc 11, 14-23)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo cura a un endemoniado en la sinagoga de Cafarnaúm, fresco de autor anónimo (siglo XI), Abadía de Lambach, Austria

En aquel tiempo, Jesús expulsó a un demonio, que era mudo. Apenas salió el demonio, habló el mudo y, la multitud quedó maravillada.
Pero algunos decían: "Este expulsa a los demonios con el poder de Belzebú, el príncipe de los demonios". Otros, para ponerlo a prueba, le pedían una señal milagrosa.

Pero Jesús, que conocía sus malas intenciones, les dijo: "Todo reino dividido por luchas internas va a la ruina y se derrumba casa por casa. Si Satanás también está dividido contra sí mismo, ¿cómo mantendrá su reino? Ustedes dicen que yo arrojo a los demonios con el poder de Belzebú. Entonces, ¿con el poder de quién los arrojan los hijos de ustedes? Por eso, ellos mismos serán sus jueces. Pero si yo arrojo a los demonios con el dedo de Dios, eso significa que ha llegado a ustedes el Reino de Dios.
Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros; pero si otro más fuerte lo asalta y lo vence, entonces le quita las armas en que confiaba y después dispone de sus bienes. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama".

Los adversarios de Jesús le han visto liberar a un pobre hombre que había perdido el habla a causa de un espíritu malo y le acusan de emplear una fuerza demoniaca para realizar tales acciones. Pero estas acciones visibilizan la presencia del reino de Dios que Él anuncia e inicia y por eso no puede dejar de realizarlas.

La fuerza de Dios, que creó todas las cosas y reordena el mundo, actúa en Él para liberar a todos los oprimidos y llevar a plenitud su obra creadora en el mundo. Los profetas lo habían anunciado para los tiempos últimos fijados por Dios. Por eso, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había reivindicado para sí la posesión de ese mismo Espíritu, que le consagraba y sostenía para la misión que el Padre le había encomendado: El Espíritu del Señor sobre mí me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres y me ha enviado a anunciar la liberación de los cautivos… (Lc 4, 18; Is 61, 1s).

En su respuesta a la acusación que le hacen, hace ver que esos signos que realiza lo acreditan como el enviado plenipotenciario y definitivo de Dios, portador de su Espíritu. Por eso afirma: Si yo expulso los demonios con el poder del Espíritu de Dios… es que ha llegado a ustedes el reino de Dios.

En las expulsiones de demonios se concentra de la manera mas gráfica el poder de Dios que actúa en Jesús venciendo al mal. Hoy no se acepta sin más, como en aquel tiempo, la posibilidad de una presencia y de una acción maciza del demonio en el mundo y en las personas, y se sabe que, en general, se atribuían los males físicos a demonios (dáimones) o espíritus malignos. Concretamente, enfermedades que hoy llamaríamos psiquiátricas, y algunas orgánicas que se manifiestan con síntomas impresionantes, como convulsiones violentas y pérdida del conocimiento, eran vistas como el efecto o presencia de un factor numinoso o sobrenatural.

Sin embargo, debemos decir que estos textos no han perdido el valor profundo que tienen para nosotros hoy porque la intención que tuvieron los primeros testigos al consignarlos en los evangelios es hacernos ver que, en Cristo, los poderes temibles del mal y de la muerte han dejado ya de ser invencibles. Jesús exorciza, “desdemoniza” el mundo, libera a los hijos e hijas de Dios de todo demonio personal o social, de toda sumisión fatalista a las fuerzas de la división, injusticia, odio y perdición, sana la creación que ha sido dañada por la maldad humana y abre para todos el reino de Dios su Padre.

Jesús es el más fuerte que viene y vence. Su victoria está asegurada. El reino de Satanás no pude mantenerse en pie. Pero esta victoria todavía debe extenderse en el plano personal y abrazar la vida de cada uno. Hasta su derrota final, el mal sigue actuando en el mundo. Nuestra vida cristiana está siempre amenazada. Quien se sienta seguro, tenga cuidado de no caer, advierte Pablo (1 Cor 10,12). Por eso pedimos al Padre que no nos deje caer en la tentación y que siga librándonos del mal y del maligno.

La lucha contra el mal continúa y la podemos sostener porque nos conduce y fortalece el Espíritu que hemos recibido en el bautismo. Él nos hace vivir como hijos e hijas, capaces de llamar Abba a Dios, nos libra del temor y nos capacita para discernir cuáles son sus divinas inspiraciones y cuáles son las del enemigo.

miércoles, 23 de marzo de 2022

Una justicia superior (Mt 5, 17-19)

 P. Carlos Cardó SJ

Moisés con los diez mandamientos, óleo sobre lienzo de Philippe de Champaigne (1648), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No crean que he venido a abolir la ley o los profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles plenitud. Yo les aseguro que antes se acabarán el cielo y la tierra, que deje de cumplirse hasta la más pequeña letra o coma de la ley. Por lo tanto, el que quebrante uno de estos preceptos menores y enseñe eso a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; pero el que los cumpla y los enseñe, será grande en el Reino de los cielos".

Jesús no pretende abolir la ley mosaica, con cuyo cumplimiento los judíos demostraban su fidelidad al amor preferencial con que Dios había hecho de Israel su pueblo escogido. Lo que pretendía era llevarla a plenitud.

Con el ejemplo de su vida y con su enseñanza, Jesús orientaba a sus oyentes hacía una observancia más sincera de las normas morales, liberándolos de la actitud farisaica, que se fijaba en lo secundario y exterior y dejaba de lado lo importante y lo que nace del corazón de las personas. En este sentido, volvía más radical la ley con las exigencias propias del amor, que no oprimen sino liberan a la persona para que dé lo mejor de sí.

Las palabras dar cumplimiento del versículo 17 significan darle su forma nueva y definitiva en la perspectiva del espíritu del evangelio. Las comunidades cristianas primitivas recordaron claramente que Jesús subordinó los numerosos preceptos de la Torá al precepto del amor. Vieron, asimismo, sobre todo Pablo, que la ley de Moisés no posee autoridad por sí misma, sino por Jesús. La ley es guía –preceptor o pedagogo– hacia Cristo (Gal 3,24), quien, por medio de su Espíritu infundido en nuestros corazones, nos impulsa a la justicia mayor del amor.

Los rabinos fariseos y los doctores de la ley habían inculcado en la gente la idea de que el cumplimiento de la ley mediante la práctica de las buenas obras hacía justa a la persona humana y le aseguraba la salvación. Sobre esta interpretación habían construido una moral rigorista, hecha de casuística sobre lo lícito y lo ilícito, lo puro y lo impuro, determinado por el cumplimiento o incumplimiento de los 350 preceptos en que habían desmenuzado la ley de Moisés.

Todo se volvía imprescindible para poder tener la seguridad de la salvación, hasta las tareas domésticas más ordinarias como lavar jarros y  platos. Jesús echa por tierra esta moral y propone otra que brota de convicciones profundas, sobre la base de una relación amorosa y confiada con el Padre. Esta nueva moral orienta a la persona y le ayuda a discernir en todo la voluntad de Dios, que se expresa en sus preceptos –que ningún principio de moralidad, por “perfecto” que sea puede eludir–, pero que abre el horizonte de la generosidad propia del amor, materia del único y principal mandamiento que Él nos dejó.

Obrando así, la práctica de la fe, que se define como seguimiento de Cristo, no lleva a sentirse agobiado y cansado por el peso de la ley, sino libre –como dice Pablo– para discernir en todo momento cuál es lo bueno, lo agradable a Dios y lo perfecto que se ha de buscar (Rom 12, 2).

El ejemplo de Jesús ilumina. Cumple la ley, como judío fiel que es y por su adhesión a la voluntad de su Padre, pero no duda en mostrarse libre frente a la materialidad de la ley para dar paso a las exigencias del amor: como en el caso de los enfermos que cura en día sábado, infringiendo a los ojos de los fariseos y escribas el precepto del descanso sabático, o cuando libera a sus discípulos de las exigencias tradicionales de las purificaciones y de los ayunos.

En los versículos siguientes de este capítulo 5 de Mateo se verá a Jesús atribuyéndose una autoridad que sólo de Dios le podía venir: la de modificar el núcleo mismo de la ley, los diez mandamientos, para superar el literalismo legal y enseñar a sus discípulos una justicia más elevada, que brota del interior de la persona y se manifiesta más en una actitud y un estilo de vida, que en un cumplimiento mecánico de normas.

Cuando Jesús dice: ¡No piensen que yo he venido a echar abajo la ley y los profetas! No he venido a echar abajo sino a dar cumplimiento, no propone un incremento cuantitativo de los preceptos de la Torá, sino una intensificación cualitativa –en términos de amor– que configura un estilo de vida ante Dios y el prójimo.

martes, 22 de marzo de 2022

La parábola del perdón (Mt 18, 21-35

P. Carlos Cardó SJ

Parábola del sirviente despiadado, óleo sobre lienzo de Pieter Coecke Van Aelst (siglo XVI), colección privada 

En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: "Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonado? ¿Hasta siete veces?".
Jesús le contestó: "No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete".

Entonces Jesús les dijo: "El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores. El primero que le presentaron le debía muchos millones. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su mujer, a sus hijos y todas sus posesiones, para saldar la deuda. El servidor, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo'. El rey tuvo lástima de aquel servidor, lo soltó y hasta le perdonó la deuda.
Pero, apenas había salido aquel servidor, se encontró con uno de sus compañeros, que le debía poco dinero. Entonces lo agarró por el cuello y casi lo estrangulaba, mientras le decía: 'Págame lo que me debes'. El compañero se le arrodilló y le rogaba: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo'. Pero el otro no quiso escucharlo, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara la deuda.
Al ver lo ocurrido, sus compañeros se llenaron de indignación y fueron a contar al rey lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: 'Siervo malvado. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?'. Y el señor, encolerizado, lo entregó a los verdugos para que no lo soltaran hasta que pagara lo que debía.
Pues lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano".

Jesús ha hablado del perdón y de la corrección fraterna, pero Pedro no quiere entender, pregunta hasta dónde tiene que mantener abierta la posibilidad de llegar a un acuerdo, y busca un límite razonable al deber de perdonar. Parte del supuesto de que él es el agraviado y no tiene necesidad de perdón; como si hubiera dos varas de medir: una cuando me afecta a mí y otra cuando soy yo el que hiere y agravia. Hay que perdonar siempre, es la respuesta de Jesús. Y le propone una parábola.

La parábola contrapone la magnanimidad de un señor que perdona una deuda incalculable a un empleado, y la impiedad de éste que no perdona a un compañero una deuda pequeña. Diez mil talentos le han perdonado, pero es incapaz de perdonar cien denarios. Según el historiador Flavio Josefo (+ 101 d.C.) el talento valía diez mil denarios; luego, diez mil talentos suman cien millones de denarios. Si se tiene en cuenta que el jornal de un obrero era  un denario al día, aunque trabajase sin parar toda su vida, el empleado de la parábola no podría pagar la deuda.

Esta cifra tan desmesurada da una idea de lo que Dios ha hecho por nosotros. Nos creó por amor, nos dio todo lo que tenemos para que le sirvamos, reconociendo su amor y sirviendo a nuestros prójimos; nos alejamos de Él y de su voluntad, y corrimos el grave riesgo sucumbir al poder del pecado y de la muerte, pero Él, en el colmo de su amor misericordioso, envió a su propio Hijo que cargó con nuestros pecados y nos reconcilió por su sangre derramada en la cruz. Así, pues, la deuda que tengo con Dios es mi propio ser, yo mismo soy la deuda que tengo contraída con Él. Pero más que deuda es un regalo, un don infinito que Él me ha dado sin calcular. Por consiguiente, el perdón que debo dar nace del perdón que he recibido.

Mucho queda por hacer para inculcar la importancia del perdón para la formación de una personalidad sana, condición básica para una convivencia humana en sociedad. Se piensa neciamente que el perdón es algo propio de débiles o una actitud puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper con la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no practicar la ley del talión.

El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Al mismo tiempo supone los sentimientos naturales de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia, pero no da cabida al odio, al rencor y la venganza porque son instintos de muerte que dañan a quien se deja llevar por ellos y no construyen nada sino destruyen. Las relaciones humanas sólo se restablecen cuando se pone fin a la persistente amenaza, y esto sólo se obtiene con la reconciliación. El odio y la venganza, por el contrario, mantienen en el otro la voluntad de seguir haciéndonos daño, y la herida nunca cicatriza.

Pero es de justicia, se suele argüir. En efecto, lo es pero según la justicia que se rige por la norma: quien la hace la paga. No según la justicia que Jesús enseña. Si no leemos mal su evangelio, no nos cabe sino aceptar que el cristiano ama a todos, incluso a su enemigo, se siente en deuda con todos porque es responsable de su hermano, a su adversario le debe reconciliación, al pequeño y al pobre solidaridad, al perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la deuda.

Es la disparidad de la justicia divina, hecha de misericordia y amor. Es la justicia que lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de redención y de cambio, porque el otro es mi hermano, hijo del mismo Padre. Esta justicia nos hace ser misericordiosos como el Padre. Nos asemeja a Jesús, que no solo habló de perdón, sino que lo practicó y en la cruz oró por sus verdugos.

Formamos la comunidad de la Iglesia de Cristo no porque no cometamos errores o seamos incapaces de ofendernos mutuamente, sino porque somos perdonados y por eso nos perdonamos. Y aunque no hayamos tenido que hacer nunca un acto heroico de perdón y, con la ayuda de Dios, no tengamos que vernos en ese trance, siempre  podemos perdonar las humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes, abusos, que la vida ordinaria trae consigo. Por eso nos juntamos a rezar y decimos juntos como el Señor nos enseñó: perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.