P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: "Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonado? ¿Hasta siete veces?".
Jesús le contestó: "No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete".
Entonces Jesús les dijo: "El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores. El primero que le presentaron le debía muchos millones. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su mujer, a sus hijos y todas sus posesiones, para saldar la deuda. El servidor, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo'. El rey tuvo lástima de aquel servidor, lo soltó y hasta le perdonó la deuda.
Pero, apenas había salido aquel servidor, se encontró con uno de sus compañeros, que le debía poco dinero. Entonces lo agarró por el cuello y casi lo estrangulaba, mientras le decía: 'Págame lo que me debes'. El compañero se le arrodilló y le rogaba: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo'. Pero el otro no quiso escucharlo, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara la deuda.
Al ver lo ocurrido, sus compañeros se llenaron de indignación y fueron a contar al rey lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: 'Siervo malvado. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?'. Y el señor, encolerizado, lo entregó a los verdugos para que no lo soltaran hasta que pagara lo que debía.
Pues lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano".
Jesús ha hablado del perdón y de la corrección fraterna, pero
Pedro no quiere entender, pregunta hasta dónde tiene que mantener abierta la
posibilidad de llegar a un acuerdo, y busca un límite razonable al deber de perdonar.
Parte del supuesto de que él es el agraviado y no tiene necesidad de perdón;
como si hubiera dos varas de medir: una cuando me afecta a mí y otra cuando soy
yo el que hiere y agravia. Hay que perdonar siempre, es la respuesta de Jesús.
Y le propone una parábola.
La parábola contrapone la magnanimidad de un señor que perdona una
deuda incalculable a un empleado, y la impiedad de éste que no perdona a un
compañero una deuda pequeña. Diez mil talentos le han perdonado, pero es
incapaz de perdonar cien denarios. Según el historiador Flavio Josefo (+ 101
d.C.) el talento valía diez mil denarios; luego, diez mil talentos suman cien
millones de denarios. Si se tiene en cuenta que el jornal de un obrero era un denario al día, aunque trabajase sin parar
toda su vida, el empleado de la parábola no podría pagar la deuda.
Esta
cifra tan desmesurada da una idea de lo que Dios ha hecho por nosotros. Nos
creó por amor, nos dio todo lo que tenemos para que le sirvamos, reconociendo
su amor y sirviendo a nuestros prójimos; nos alejamos de Él y de su voluntad, y
corrimos el grave riesgo sucumbir al poder del pecado y de la muerte, pero Él,
en el colmo de su amor misericordioso, envió a su propio Hijo que cargó con
nuestros pecados y nos reconcilió por su sangre derramada en la cruz. Así,
pues, la deuda que tengo con Dios es mi propio ser, yo mismo soy la deuda que
tengo contraída con Él. Pero más que deuda es un regalo, un don infinito que Él
me ha dado sin calcular. Por consiguiente, el perdón que debo dar nace del
perdón que he recibido.
Mucho
queda por hacer para inculcar la importancia del perdón para la formación de una
personalidad sana, condición básica para una convivencia humana en sociedad. Se
piensa neciamente que el perdón es algo propio de débiles o una actitud
puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana,
para poder humanizar los conflictos y para romper con la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no
es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no
practicar la ley del talión.
El
perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Al mismo tiempo supone
los sentimientos naturales de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia,
pero no da cabida al odio, al rencor y la venganza porque son instintos de
muerte que dañan a quien se deja llevar por ellos y no construyen nada sino
destruyen. Las relaciones humanas sólo se restablecen cuando se pone fin a la
persistente amenaza, y esto sólo se obtiene con la reconciliación. El odio y la
venganza, por el contrario, mantienen en el otro la voluntad de seguir
haciéndonos daño, y la herida nunca cicatriza.
Pero
es de justicia, se suele argüir. En efecto, lo es pero según la justicia que se
rige por la norma: quien la hace la paga.
No según la justicia que Jesús enseña. Si no leemos mal su evangelio, no
nos cabe sino aceptar que el cristiano ama a todos, incluso a su enemigo, se
siente en deuda con todos porque es responsable de su hermano, a su adversario
le debe reconciliación, al pequeño y al pobre solidaridad, al perdido el salir
en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la
deuda.
Es
la disparidad de la justicia divina, hecha de misericordia y amor. Es la
justicia que lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de
redención y de cambio, porque el otro es mi hermano, hijo del mismo Padre. Esta
justicia nos hace ser misericordiosos como el Padre. Nos asemeja a Jesús,
que no solo habló de perdón, sino que lo practicó y en la cruz oró por sus
verdugos.
Formamos
la comunidad de la Iglesia de Cristo no porque no cometamos errores o seamos
incapaces de ofendernos mutuamente, sino porque somos perdonados y por eso nos
perdonamos. Y aunque no hayamos tenido que hacer nunca un acto heroico de
perdón y, con la ayuda de Dios, no tengamos que vernos en ese trance, siempre podemos perdonar las humillaciones,
decepciones, malentendidos, ingratitudes, abusos, que la vida ordinaria trae
consigo. Por eso nos juntamos a rezar y decimos juntos como el Señor nos
enseñó: perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos
han ofendido.
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