P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó del Jordán y conducido por el mismo Espíritu, se internó en el desierto, donde permaneció durante cuarenta días y fue tentado por el demonio. No comió nada en aquellos días, y cuando se completaron, sintió hambre.
Entonces el diablo le dijo: "Si eres el Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan".
Jesús le contestó: "Está escrito: No sólo de pan vive el hombre".
Después lo llevó el diablo a un monte elevado y en un instante le hizo ver todos los reinos de la tierra y le dijo: ''A mí me ha sido entregado todo el poder y la gloria de estos reinos, y yo los doy a quien quiero. Todo esto será tuyo, si te arrodillas y me adoras".
Jesús le respondió: "Está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él sólo servirás".
Entonces lo llevó a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del templo y le dijo: "Si eres el Hijo de Dios, arrójate desde aquí, porque está escrito: Los ángeles del Señor tienen órdenes de cuidarte y de sostenerte en sus manos, para que tus pies no tropiecen con las piedras".
Pero Jesús le respondió: "También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios".
Concluidas las tentaciones, el diablo se retiró de él, hasta que llegara la hora.
No cabe duda de que Jesús fue tentado en su realidad
humana. No fue aparentemente tentado -como afirmaron algunos herejes-,
sino de verdad y a lo largo de su vida, empezando por el tiempo que estuvo en
el desierto. Como todo hombre, Jesús siente la llamada del mal, aunque no se
deja en lo más mínimo atrapar por él, porque sigue las insinuaciones del
Espíritu, que actúa de modo permanente en su condición humana. Ha querido
someterse a la tentación para estar cerca de los que son tentados. Dice san
Agustín: “Si Cristo no hubiese sido
tentado, no te habría enseñado a vencer cuando tú fueras tentado” (Coment.
al Salmo 60, CCL 39,766).
El
Espíritu lo condujo al desierto. El desierto en la Biblia es un símbolo cargado de significación. En él
guió Dios a su pueblo hacia la libertad, pero fue allí también “donde
vuestros padres dudaron aunque habían visto mis obras” (Sal 95). Es el lugar donde uno se enfrenta con el tentador.
Es donde hay que preparar los caminos del Señor (Is 40, 3) y, por ello, es lugar de grandes
decisiones. Es allí también donde se siente la presencia y el consuelo de Dios (Os 2,
14: “Me la llevaré al desierto y le hablaré al corazón”).
Se podría decir que es ineludible
pasar por el desierto, donde se pone a prueba la autenticidad de la fe. “Nadie puede seguir a Jesús si no se decide a
pasar por la tentación y la prueba que purifica el corazón humano de todo intento
de posesión, de éxito, o de adhesión a otros espíritus. El Reino es, ante todo,
una liberación interior: nos invita a dejar todo lo que constituye nuestra vida
cotidiana, para reencontrarlo bajo una mirada transformada, la mirada del hijo.
Seguir a Jesús significa en primer lugar venir para presentar a Jesús
resucitado nuestras enfermedades, dolores, alienaciones y parálisis para que él
las cure” (J. Rademakers).
En el
desierto, el diablo puso a prueba a
Jesús durante cuarenta días, dice Lucas.
El diablo significa “el que divide”,
el “adversario”. Crea división entre Dios y nosotros, rompe nuestra unidad interior
y la unidad que debemos tener entre nosotros. Es el que nos acusa (Ap 12,10) y finalmente nos deja solos. Es él quien insinuó en el corazón de Adán la rivalidad
con Dios y lo llevó a la desobediencia (Gen
3). Representa el poder del mundo (2
Cor 4,4) opuesto a Cristo. Promueve desorden y ruptura en la creación.
Contra él dirige su lucha Jesús.
Los cuarenta
días no hay que entenderlos en sentido cronológico. Hacen referencia a los
cuarenta años que pasaron los israelitas en el desierto (Dt 8,2.4), y simbolizan todo un período de experiencia particularmente
intensa y decisiva.
¿En qué consistió la tentación de Jesús? El diablo
tienta a Jesús en la forma de realizar la salvación del mundo: no conforme a la voluntad de Dios, es
decir, por el camino de un Mesías Siervo
que redime entregando su vida por todos (10,45), sino por el camino de un Mesías poderoso que domina y somete. Fue
una tentación que acompañó a Jesús a lo largo de su vida. Y podemos decir que es la tentación
de toda persona que pretende ser hijo o hija de Dios pero viviendo a su manera,
haciendo lo que le da la gana y no la voluntad de Dios.
1ª tentación:
El diablo invita a Jesús a hacer de su obra salvadora un proyecto en beneficio
propio. Haz que estas piedras se conviertan en panes. El pan, y el
dinero con que se adquiere, se convierten en lo más valioso de la vida, lo
demás no importa. Esta absolutización del dinero y las riquezas se da cuando no
se admite que los bienes materiales no son un fin sino un medio, que tienen una
finalidad a la que deben orientarse y que, finalmente, se acaban. La codicia es
idolatría. El amor al dinero es la raíz
de todos los males; algunos, por codiciarlo, se han apartado de la fe y se han
ocasionado a sí mismos muchos males (1 Tim 6,10).
2ª tentación:
La tentación del poder. Te daré todos los reinos del mundo y su
gloria. El poder es el ídolo más
fascinante. Ante esta tentación, Jesús reacciona de inmediato, no entra en
diálogo con el tentador. Apártate de mi
Satanás. Lo mismo le dirá a Pedro, cuando éste intente apartarlo de su
camino de cruz: Apártate de mí Satanás que
me pones obstáculo. Tú no piensas como Dios, sino como los hombres (Mc
8,33). Jesús, en cambio, nos revelará en qué consiste la verdadera libertad: en
poner la vida al servicio de todos, sin dominar a nadie, para que nadie viva
oprimido o sometido.
3ª tentación:
es la tentación central. En vez de obedecer a Dios, hacer que Dios haga lo que
me plazca. Un Dios a mi servicio. En el caso de Jesús: una relación interesada
con Dios, su Padre, para que lo ayude a someter el mundo con medios
espectaculares: ¡Tirarse abajo desde el pináculo del templo…! Seducir, hacerse
irresistible por medio de las propias dotes personales y, encima, teniendo a
Dios como aliado. ¡No tentarás al Señor tu Dios!, es la respuesta de Jesús. Porque provoca a Dios, en efecto, la
presunción de quien, abusando de la bondad divina, da rienda suelta a su mala
conducta.
Todos tenemos conciencia de estar inmersos en una red de
tentaciones dentro y fuera de nosotros. Identificar nuestras propias
tentaciones nos ayuda a estar vigilantes. Ver a nuestro Salvador tentado,
luchando y venciendo al mal, nos afianza en la confianza de que, caminando con Él,
venceremos con Él. Es el mensaje de la
Cuaresma.
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