viernes, 18 de marzo de 2022

Parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 33-43.45-46)

 P. Carlos Cardó SJ

Los labradores homicidas, grabado en madera de John Everett Millais (1864), Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

En aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo esta parábola: "Había una vez un propietario que plantó un viñedo, lo rodeó con una cerca, cavó un lagar en él, construyó una torre para el vigilante y luego lo alquiló a unos viñadores y se fue de viaje.
Llegado el tiempo de la vendimia, envió a sus criados para pedir su parte de los frutos a los viñadores; pero éstos se apoderaron de los criados, golpearon a uno, mataron a otro, y a otro más lo apedrearon. Envió de nuevo a otros criados, en mayor número que los primeros, y los trataron del mismo modo.
Por último, les mandó a su propio hijo, pensando: 'A mi hijo lo respetarán'. Pero cuando los viñadores lo vieron, se dijeron unos a otros: 'Éste es el heredero. Vamos a matarlo y nos quedaremos con su herencia'.
Le echaron mano, lo sacaron del viñedo y lo mataron.
Ahora díganme: Cuando vuelva el dueño del viñedo, ¿qué hará con esos viñadores?".
Ellos le respondieron: "Dará muerte terrible a esos desalmados y arrendará el viñedo a otros viñadores, que le entreguen los frutos a su tiempo".
Entonces Jesús les dijo: "¿No han leído nunca en la Escritura: La piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular. Esto es obra del Señor y es un prodigio admirable?
Por esta razón les digo que les será quitado a ustedes el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos".
Al oír estas palabras, los sumos sacerdotes y los fariseos comprendieron que Jesús las decía por ellos y quisieron aprehenderlo, pero tuvieron miedo a la multitud, pues era tenido por un profeta.

La parábola nos muestra cómo ve Dios la historia humana. Desde el origen del mundo manifiesta su amor indulgente y misericordioso, que llega a su máxima demostración en la entrega de su propio Hijo.

La parábola pone de relieve el cuidado que tiene el Señor con su viña, que es la humanidad: la plantó... la rodeó con una cerca... cavó... construyó un lagar...la arrendó... se marchó. Detrás de estos verbos resuena la canción de la viña del cap. 5 de Isaías: A nosotros, que somos su viña, Dios muestra en obras el amor que nos tiene y espera que, de nuestra parte, demos los frutos que nos hacen semejantes a él.

Pero a la bondad de Dios, la humanidad responde con maldades. Nos puso en la vida para que vivamos con la alegría del compartir y perdonar, pero endurecemos nuestro corazón y lo llenamos de hostilidad, envidia y avaricia.

La respuesta de los labradores a los enviados del señor fue de una violencia tremenda: a uno lo apalearon, a otro lo mataron, al tercero lo apedrearon. El señor envío a más criados, pero los campesinos reaccionaron con igual ingratitud y prepotencia. El dueño de la viña se juega la última carta que le queda: enviar a su propio hijo, con la esperanza de que lo respetarán. ¡Pero nada de eso! Los labradores lo arrojan fuera de la viña, le dan muerte y deciden quedarse con la herencia.

Los oyentes de Jesús, interpelados por Él, reaccionan a la parábola diciendo que el delito cometido por aquellos viñadores merece la más severa condena. Y así es como leemos la historia: pensamos que Dios puede ser más violento que los malvados y que la venganza triunfa. Pero Dios no piensa así. No es un Dios vengativo, no devuelve mal por mal, sino que lo restaura todo con su amor que salva.

En este sentido, la parábola encierra el mensaje central de nuestra fe: la entrega de Jesús demuestra el amor incondicional de Dios por nosotros. En la cruz de Jesús se revela hasta qué horrores puede llegar la maldad humana y hasta que extremos de bondad puede llegar el amor de Dios para vencer el mal con el bien y restaurarlo todo con su amor que triunfa sobre el pecado y la injusticia de los hombres. Nuestro mal descarga toda su carga mortífera quitándole la vida al Autor de la vida. Dios se manifiesta como el amor omnipotente que da su vida a quienes se la quitan.

Israel no aceptó el mensaje de Jesús, no se convirtió, no lo siguió. Pero la consecuencia de esto no fue la de un castigo divino, como podía esperarse por algunos pasajes del Antiguo Testamento. Lo que ocurre más bien es que a su pueblo que lo rechaza, Dios le hace la “oferta” más radical: le entrega a su “Hijo querido” como la expresión de su amor.

Por su parte, el mismo Jesús, con la confianza absoluta que mantuvo en Dios, y que le hizo estar en profunda sintonía con Él para asumir su voluntad como propia, nos hace ver que su muerte no fue un simple asesinato ni el resultado de un destino ciego. En su pasión, voluntariamente aceptada, Jesús revela hasta dónde es capaz de llegar el amor solidario de Dios su Padre, y el suyo propio, porque está dispuesto a ir hasta lo más alejado de sí mismo, para salvar a todos, sin excluir ni al más abandonado y perdido de sus hermanos.

Esta adhesión de Jesús al plan de salvación del Padre se muestra de modo claro en las palabras que pronunció antes de su pasión, tal como están recogidas en el evangelio de Juan: Ahora me encuentro profundamente angustiado, pero ¿qué puedo decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? De ningún modo; porque he venido precisamente para aceptar esta hora. Padre glorifica tu nombre. Entonces se oyó una voz venida del cielo: - Yo lo he glorificado y lo volveré a glorificar” (Jn 12, 27-28).  Y con esta confianza de que el Padre pondría de manifiesto el valor salvador de su entrega por nosotros, Jesús morirá exclamando: Todo está cumplido (Jn 19,30). Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23,46).

El itinerario de la cuaresma nos conduce al encuentro con un Dios Crucificado, un Dios que sufre con y como sus hijos e hijas que sufren. La cuaresma, preparación para vivir el misterio de la muerte y resurrección del Señor, nos enseña a ver la vida como Él la ve, a llenar de amor toda situación de dolor, y a enfrentar y vencer el mal como Él enseñó.

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