P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte para hacer oración.
Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes. De pronto aparecieron conversando con él dos personajes, rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Y hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño; pero, despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que estaban con él. Cuando éstos se retiraban, Pedro le dijo a Jesús: "Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas: una para ti, una para Moisés y otra para Elías", sin saber lo que decía.
No había terminado de hablar, cuando se formó una nube que los cubrió; y ellos, al verse envueltos por la nube, se llenaron de miedo. De la nube salió una voz que decía: "Éste es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo".
Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo. Los discípulos guardaron silencio y por entonces no dijeron a nadie nada de lo que habían visto.
La hora de la pasión se acercaba y en ese momento, tan crucial para
Jesús y sus discípulos, el Padre va a decir su palabra y revelar quién es
realmente Jesús. Tanto Jesús como los suyos, para poder enfrentar el drama de
la pasión, necesitan la luz que es el mismo Dios, y que de él proviene; luz que
proclamamos hoy en el Salmo responsorial: “El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?” (Sal 27,1).
¿Qué
ocurrió en la transfiguración? Los discípulos, de forma inesperada, vieron que
se les revelaba una indescriptible dimensión oculta de Jesús. Su
persona apareció brillante, fulgurante. Y no encontraron palabras para expresar
lo que allí experimentaron, sólo atinaron a decir que, mientras Jesús oraba,
cambió el aspecto de su rostro y sus vestidos se volvieron de un blanco
resplandeciente.
Aquella
experiencia sirvió para resaltar la verdadera identidad de Jesús: fue una
revelación de su gloria, del resplandor de su ser divino. Al mismo tiempo, los apóstoles
ven que la Ley, representada en la figura de Moisés allí presente, quedaba
superada en la nueva alianza de Dios con los hombres, que el Hijo de Dios venía
establecer, y que todo lo anunciado por los profetas, allí representados por
Elías, hallaba su cumplimiento pleno en Jesús.
Esta manifestación de la gloria divina en la persona de Jesús es
muy diferente a las manifestaciones de Dios (teofanías) del Antiguo Testamento,
que acontecían también en el monte, en la nube, en la luz… En ellas, Dios
aparecía bajo la forma o con signos humanos, aquí, en cambio, es la naturaleza
humana de Jesús la que aparece a la luz de Dios. Ya no es Dios que desciende,
sino la humanidad que asciende y participa de la gloria de Dios.
Al mismo tiempo, la transfiguración sirvió para fortalecer la fe de
los seguidores de Jesús, representados en los tres discípulos más cercanos a Jesús,
los mismos tres que “tomará consigo” en el momento dramático de su agonía en el
huerto de los olivos (Mc 14,32-43).
Ellos, los que serán testigos de aquella angustia mortal que le hará
sudar gotas de sangre, son ahora testigos de una vivencia deslumbrante: la
vivencia de su gloria de Hijo único del
Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14).
Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que aquel
Jesús que vieron clavado en una cruz era el mismo Jesús que habían visto en el
monte revestido de luz y reconocido por el mismo Dios como su Hijo elegido. La gloria que entonces
vieron en su rostro transfigurado, será la gloria que, brillando con todo su
esplendor, convertirá la cruz en el trono del Resucitado, desde el cual como
Señor ensalzado juzga al mundo.
Hubo un momento en que Jesús comprendió con toda claridad que su obra
salvadora no podía desarrollarse por métodos espectaculares sino por el camino
de la cruz. Jesús libremente, en obediencia al Padre, identificó su misión
redentora con la del Siervo de Dios, manso y humilde de corazón, que ama tanto
a sus hermanos hasta sufrir con ellos y dar su vida por su salvación.
Los discípulos entendieron esto después de la Pascua cuando, junto
con reconocer que el Crucificado era el Señor glorioso de la transfiguración,
comprendieron también que lo extraordinario de su tarea –que el discípulo está
llamado a continuar– consiste en la aceptación de lo ordinario, de la realidad
muchas veces dura y dolorosa, que es donde se libra la lucha entre la fe y la
increencia, la luz y la oscuridad, la vida y la muerte.
Pedro siente la tentación de quedarse en lo extraordinario, en el
monte de la transfiguración, y no seguir adelante en el camino que lleva a
Jerusalén, al monte del calvario. Quiere prolongar el gozo de la visión, por
eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos
tres chozas…Pero, comenta
Lucas, Pedro no sabía lo que decía.
En efecto, lo decisivo para Jesús y para el discípulo no se limita
a lo que acontece en el monte, sino que debe prolongarse a lo que sucede
después en la vida de cada día, que es donde uno ha de demostrar su fidelidad
al camino trazado y al cumplimiento de la voluntad divina. No podemos esperar
que nuestra vocación cristiana se acredite por medio de gestos extraordinarios
y vistosos; su grandeza reside en el testimonio continuo que damos de una vida
entregada. Así lo hizo Jesús y así lo fueron entendiendo sus primeros testigos.
El tiempo de Cuaresma que estamos viviendo es tiempo propicio para
subir con el Señor al monte, lugar de encuentro con Dios. Subir al monte con el
Señor es darle un espacio real a Dios en nuestra vida. El encuentro con Dios
transformará nuestra vida. Contemplar a Cristo, como dice San Pablo, nos hace
reflejar como en un espejo la gloria del Señor y nos va transformando en esa
imagen cada vez más gloriosa (2 Cor
3,7-16).
Contemplar a Jesús orando en el monte con sus apóstoles nos hace
revisar en esta Cuaresma qué lugar le asignamos a Dios en nuestra vida.
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