P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Si yo diera testimonio de mí, mi testimonio no tendría valor; otro es el que da testimonio de mí y yo bien sé que ese testimonio que da de mí, es válido.
Ustedes enviaron mensajeros a Juan el Bautista y él dio testimonio de la verdad. No es que yo quiera apoyarme en el testimonio de un hombre. Si digo esto, es para que ustedes se salven. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y ustedes quisieron alegrarse un instante con su luz. Pero yo tengo un testimonio mejor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar y que son las que yo hago, dan testimonio de mí y me acreditan como enviado del Padre.
El Padre, que me envió, ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no habita en ustedes, porque no le creen al que él ha enviado.
Ustedes estudian las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues bien, ellas son las que dan testimonio de mí. ¡Y ustedes no quieren venir a mí para tener vida! Yo no busco la gloria que viene de los hombres; es que los conozco y sé que el amor de Dios no está en ellos. Yo he venido en nombre de mi Padre y ustedes no me han recibido. Si otro viniera en nombre propio, a ese sí lo recibirían.
¿Cómo va a ser posible que crean ustedes, que aspiran a recibir gloria los unos de los otros y no buscan la gloria que sólo viene de Dios?
No piensen que yo los voy a acusar ante el Padre; ya hay alguien que los acusa: Moisés, en quien ustedes tienen su esperanza. Si creyeran en Moisés, me creerían a mí, porque él escribió acerca de mí. Pero, si no dan fe a sus escritos, ¿cómo darán fe a mis palabras?
La controversia de Jesús con los fariseos y escribas acerca de la
autoridad con que enseña y con que realiza signos milagrosos está presentada
por el evangelista Juan como un juicio ante un tribunal. Por una parte está
Jesús, el acusado, y por otra los judíos; por un lado la fe y por otra la
incredulidad. Jesús es acusado y se defiende aportando testimonios válidos a su
favor, el de Juan Bautista, su precursor, y, en definitiva el del mismo Dios,
su Padre, que habla a través de las Escrituras santas y actúa por medio de las
obras que Jesús realiza. Argumentando así, Jesús pasa de acusado a acusador. Y
consigue algo más: que la confrontación trascienda el espacio y el tiempo y
llegue hasta nosotros hoy y nos concierna.
Jesús pone de testigo en favor suyo a Juan Bautista, su autoridad
y prestigio entre los judíos era innegable. Pero su testimonio no puede ser el
definitivo pues, a fin de cuentas, era un hombre con una autoridad que le había
sido dada de lo alto. Se le reconoce como una lámpara luminosa, pero no era la
luz, sino el portador de la luz que le venía de Dios. Además, Juan Bautista
correspondía al pasado. De modo que el único y auténtico testigo y garante de
Jesús, antes y en el presente, sólo podía ser Dios, su Padre.
En efecto, Dios había hablado por medio de las Escrituras y se
podía ver que actuaba por medio de las obras que Jesús realizaba, pero no basta
conocer las Escrituras y ver las obras, es preciso previamente amar
incondicionalmente a Dios, respetar su libre actuar y aceptar su voluntad aunque
contradiga el propio sentir o parecer. Cuando esto no ocurre, no se comprende al
Hijo, no se le sigue y se le rechaza.
De esto acusa Jesús a sus contemporáneos y al mundo. No aman a
Dios, no comprenden ni acogen a su Hijo. Estudian las Escrituras, pero no para
conocer a Dios y oír su palabra, sino para justificarse a sí mismos y procurarse
gloria unos a otros. En ningún momento se han mostrado dispuestos a cambiar
para poder conocer la voluntad de Dios y llevarla a la práctica.
Los adversarios de Jesús, en el fondo, no tienen fe en Él porque
no han escuchado lo que dicen las Escrituras que muestran cómo el amor del
Padre al Hijo es dado también a los hombres. Han preferido creer en sus
tradiciones y costumbres religiosas, basadas en falsas interpretaciones de la
ley, y para aparecer como fieles cumplidores de ella y de las tradiciones, se
oponen a Jesús. Se hacen así los garantes del cumplimiento de la ley y obtienen
fama de justos. No han sido capaces de reconocer que la ley encuentra su pleno
cumplimiento en las enseñanzas de Jesús y que de Él hablaron los profetas.
Son muchas las resistencias que oponemos a la Palabra. No nos
creemos el amor de Dios y nos cuesta reconocer que los caminos del Señor pueden
ser distintos a nuestros caminos. En la raíz de todo está la falta de confianza
en Dios, que lleva a poner la seguridad en sí mismo y en la gloria, fama o
poder que se conquista. No amar y confiar en Dios es quedar esclavo del
egoísmo. Eso conduce a desconocer la propia identidad de hijos o hijas, que
lleva a su vez a desinteresarse del hermano y a querer usurpar el lugar de
Dios.
Sólo quien vive como hijo o hija reconoce que la vida es un don, y
se realiza en la entrega a los demás y en la comunión con el prójimo. Toda la
Escritura habla de esto: somos creados, criaturas, don del amor de Dios. Pero
nos hacemos sordos a su palabra y dejamos que otras palabras entren en nosotros
y nos convenzan.
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