P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús recorría Galilea, pues no quería andar por Judea, porque los judíos trataban de matarlo. Se acercaba ya la fiesta de los judíos, llamada de los Campamentos.
Cuando los parientes de Jesús habían llegado ya a Jerusalén para la fiesta, llegó también él, pero sin que la gente se diera cuenta, como de incógnito. Algunos, que eran de Jerusalén, se decían: "¿No es éste al que quieren matar? Miren cómo habla libremente y no le dicen nada.
¿Será que los jefes se han convencido de que es el Mesías? Pero nosotros sabemos de dónde viene éste; en cambio, cuando llegue el Mesías, nadie sabrá de dónde viene".
Jesús, por su parte, mientras enseñaba en el templo, exclamó: "Con que me conocen a mí y saben de dónde vengo... Pues bien, yo no vengo por mi cuenta, sino enviado por el que es veraz; y a él ustedes no lo conocen. Pero yo sí lo conozco, porque procedo de él y él me ha enviado".
Trataron entonces de capturarlo, pero nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora.
Jesús evita el conflicto. La hora de enfrentar a la maldad del
mundo y vencerla en la cruz aún no ha llegado. Por eso no va todavía a
Jerusalén y se queda predicando en Galilea. Se acercaba la fiesta de las
tiendas de campaña (fiesta de sucot o sukkot)
en la que, hasta hoy, los judíos recuerdan las vicisitudes que pasaron en el
éxodo, teniendo que vivir en chozas en el desierto. Sus hermanos le sugieren que vaya para que puedan ver allí las obras que
haces, pero Jesús decide ir después de ellos y en privado.
Llegado a Jerusalén, no duda en ponerse a predicar en el templo a
la vista de todos. Los allí presentes, que saben que los dirigentes lo quieren
matar, se sorprenden y se preguntan cómo le dejan hablar en público. Llegan a
pensar que los fariseos y las autoridades del templo ya se convencieron de que
Jesús es el Mesías, pero esto no resulta claro porque los orígenes del Mesías
debían ser ocultos. Según la concepción de la época, el Cristo tenía que
permanecer escondido y desconocido antes de aparecer gloriosamente en público.
Su llegada estaría precedida por la venida de Elías (el mayor de los profeta)
que lo daría a conocer. Esta manera de pensar lleva a muchos judíos a rechazar
a Jesús como Mesías porque saben que viene del pueblo de Nazaret, en Galilea, y
que es un simple carpintero convertido en un rabí itinerante. Pero se equivocan, en realidad no saben de dónde
viene ni quién es. No saben que viene de Dios, que tiene en Dios su verdadero
origen.
Jesús oye estos comentarios y aborda el tema de su origen e
identidad. Lo hace enérgicamente, levantando la voz. Su grito resuena hasta
hoy. Su palabra, sus obras y su persona interpelan, suscitan hoy como entonces las
mismas reacciones a favor o en contra de Él, de acogida o rechazo, de aceptación
o de hostilidad.
Por un lado, la gente se admira de su autoridad y sabiduría; pero
por otro, les decepciona su realidad tan humana y humilde, que no corresponde a
la idea que tienen del Mesías. Por un lado están los que dictan la manera como
Dios debe actuar y pretenden hacerle decir lo que les conviene; por otro están
los sencillos de corazón que confían en Dios, acogen su palabra y hacen su
voluntad. Los primeros no están dispuestos a renunciar a sus convicciones, no
permiten que Dios les cambie sus intereses egoístas; los segundos llegan a ver
en el ejemplo de Jesús el camino que los conduce a la vida verdadera.
Jesús habla de su origen. Él no ha venido por su propia cuenta,
sino que ha sido enviado por aquel que
dice la verdad. Es el Hijo, que está desde el principio con el Padre. La
razón de no reconocerlo como el Enviado es que no conocen a Dios. Pero esta
pretensión de provenir de Dios y de ser igual a Él, les resulta insoportable.
No advierten que desde el origen de la humanidad, los hombres han
pretendido ser iguales a Dios (la tentación de Adán) por presunción orgullosa, mientras
que Jesús llama Padre mío a Dios, porque vive un experiencia absolutamente
peculiar de ser el Hijo, que todo lo recibe del Padre para darlo a los
hermanos, realizando así la obra de Dios, que es ofrecer a todos el don de su
amor salvador.
Esta experiencia que tiene Jesús de su cercanía e intimidad con
Dios, le hace no poder entenderse a sí mismo sino como el Hijo; no poder hablar
sino con la convicción de que Dios se comunica en sus palabras; no poder actuar
sino realizando obras en las que es Dios mismo quien sana y perdona. En la
persona de Jesús, Dios se da a conocer de un modo humano. Ningún fundador de
religión se ha atrevido a considerarse así; de haberlo hecho, habría sido
considerado un loco, un blasfemo o un embustero. Y esto fue lo que pensaron de
Jesús sus contemporáneos. Entonces los
jefes de los sacerdotes, de acuerdo con los fariseos, enviaron guardias para
que lo detuvieran.
Tocamos aquí la tesis central del evangelio de San Juan, expresada
ya en su prólogo: Jesús es la Palabra, la comunicación plena de Dios a la
humanidad, que estaba desde el principio en Dios y era Dios. Estaba en el mundo, pero el mundo no la reconoció. Vino a los suyos,
pero los suyos no la recibieron. A cuantos la recibieron, a todos los que creen
en su nombre, les dio la capacidad de ser hijos e hijas de Dios. Nosotros lo
hemos conocido y creemos en Él. Nos toca demostrar nuestra capacidad de
comportarnos como hijos e hijas de Dios.
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