P. Carlos Cardó SJ
Al atardecer del día de la multiplicación de los panes, los discípulos de Jesús bajaron al lago, se embarcaron y empezaron a atravesar hacia Cafarnaúm. Ya había caído la noche y Jesús todavía no los había alcanzado.
Soplaba un viento fuerte y las aguas del lago se iban encrespando.
Cuando habían avanzado unos cinco o seis kilómetros, vieron a Jesús caminando sobre las aguas, acercándose a la barca, y se asustaron.
Pero él les dijo: "Soy yo, no tengan miedo".
Ellos quisieron recogerlo a bordo y rápidamente la barca tocó tierra en el lugar adonde se dirigían.
Movidos por el entusiasmo equívoco
de la gente tras la multiplicación de los panes, los discípulos no fueron
capaces de entender el significado del signo realizado por Jesús, vieron solo
un poder que podían aprovechar para sus intereses, y pretendieron ellos también
proclamarlo rey. Pero Jesús no es eso, ni puede aceptar ser un mesías así, en
contradicción con su verdadera misión de servidor humilde que da su vida por la
libertad y vida verdadera de su pueblo. Por eso Jesús se aparta, “huye” como
quien rechaza la tentación del maligno que le ofrece la gloria y el poder de
este mundo.
Los discípulos quedan
desconcertados, les decepciona que su Maestro no aproveche la oportunidad que
la multitud le brinda. El mesías que esperaban no concuerda con lo que Jesús
pretende y puede ofrecerles. Ya no les interesa. Se montan en una barca, la
primera que encuentran en la orilla –ni siquiera se dice que sea la de Pedro– y
se van, solos sin Jesús, al mar, a lo de antes, sin pensar en lo que puede
pasarles en su amargada soledad. Así se alejan los desertores para caer en la
noche y los peligros.
Pero Jesús no los deja. Buen
pastor, no puede dejar de salir en su busca para rehacer el rebaño y traerlos
al conocimiento verdadero del amor que salva y a la confianza de la fe que hace
actuar al poder de Dios, el único capaz de resolver el problema de la vida y
saciar toda hambre y toda sed. Eso es lo que el episodio de su caminar sobre el
mar les va demostrar.
Repuesta de sus miedos y
decepciones gracias a la luz de la resurrección del Señor, la comunidad primera,
que hizo los evangelios, observará que, en efecto, Jesús de Nazaret, a quien
quisieron ver como un simple liberador temporal, había sido siempre y seguía
siendo para toda la humanidad la presencia de Dios con nosotros, la
manifestación en carne humana de la gloria y poder salvador de Dios, y que en Él
sigue obrando de manera aún más admirable la salvación plena, el Dios liberador
que obró prodigios en favor de su pueblo cuando erraban hambrientos y sedientos
por lugares desiertos y pidieron auxilio (Sal
107, 4-5), o cuando surcaban el mar tempestuoso y, llenos de terror,
gritaron el Señor (Sal 107, 23-30) y
Él los puso a salvo.
En Jesús se les había revelado el
Señor que se sitúa sobre las aguas torrenciales (Sal 29, 3-9), que domina el mar y se abre un camino sobre las aguas
caudalosas (Sal 79, 20), y que sale
al encuentro de los suyos, aunque no lo reconozcan porque el miedo es enemigo
de la fe. Siempre estará con ellos dirigiéndoles las palabras: ¡Ánimo, no
tengan miedo, soy yo!, que aportan la
seguridad que sólo de lo alto puede venir.
El pasaje de Jesús caminando sobre
el lago remite, por tanto, a la situación que vivió la primera comunidad de
seguidores de Jesús cuando sus esperanzas se les vinieron al suelo al ver al
Mesías, en quien habían esperado, clavado en una cruz y enterrado. La crisis
que vivieron, así como el temor y el asombro posterior que los sobrecogió al
verlo resucitado, se anticipan en las sensaciones que tienen al verlo rechazar el
título de rey y verlo luego caminar sobre las aguas.
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