P. Carlos Cardó SJ
Las Tres
Marías en la Tumba, iluminación en pergamino de Lorenzo Monaco (1396), Museo
del Louvre, París
El primer día de la semana, muy temprano, fueron las mujeres al sepulcro, llevando los perfumes que habían preparado, pero se encontraron con una novedad: la piedra que cerraba el sepulcro había sido removida, y al entrar no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. No sabían qué pensar, pero en ese momento vieron a su lado a dos hombres con ropas fulgurantes. Estaban tan asustadas que no se atrevían a levantar los ojos del suelo.
Pero ellos les dijeron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí. Resucitó. Acuérdense de lo que les dijo cuando todavía estaba en Galilea: el Hijo del Hombre debe ser entregado en manos de los pecadores y ser crucificado, y al tercer día resucitará.
Ellas entonces recordaron las palabras de Jesús.
Al volver del sepulcro, les contaron a los Once y a todos los demás lo que les había sucedido. Las que hablaban eran María de Magdala, Juana y María, la madre de Santiago. También las demás mujeres que estaban con ellas decían lo mismo a los apóstoles. Pero ellos no les creyeron, y esta novedad les pareció puros cuentos.
Pedro, sin embargo, se levantó y fue corriendo al sepulcro; se agachó y no vio más que los lienzos. Así que volvió a casa preguntándose lo que había pasado.
Con
abundancia de símbolos (el fuego, la luz, el cirio, el agua, las flores, el pregón
pascual y el aleluya…), la Pascua es la fiesta más solemne y bella de los
cristianos.
Todo
lo que creemos, amamos y esperamos se expresa en esta fiesta, pues toda nuestra
fe, esperanza y amor tienen su origen y fundamento en la resurrección del
Señor. Celebramos el triunfo de la vida. Dios, que ama la vida, no quiere la
muerte, la vence en la muerte de su Hijo, expresión máxima del amor que salva.
En Cristo resucitado, Dios nos muestra el destino final de nuestra existencia:
nuestra realización plena de hijos e hijas suyos, partícipes de su vida.
Por
eso el cristianismo es la religión de la esperanza, y cristiano es aquel que
sabe dar razón de la esperanza y motivos para seguir esperando en una sociedad
como la nuestra que, al igual que en tiempos de los primeros testigos del
triunfo de Cristo, encuentra tantas dificultades y obstáculos para creer en la
resurrección, tantas “razones” (¡sinrazones!) para creer que la muerte es lo
único que pone fin a tantos males, poniendo fin a la vez a toda esperanza.
Siempre
la resurrección ha suscitado incredulidad, sospecha, incluso burla. No es una
teoría ni se deduce de datos humanos. Es verdad de fe, accesible a quien acepta
el mensaje del evangelio y cree en el poder de Dios.
Por
eso, el texto del evangelio de Lucas subraya el descubrimiento de la tumba
vacía y las dudas de las mujeres y de Pedro. Movidas por el amor a su Señor, van
al sepulcro con los aromas que habían comprado para embalsamar su cuerpo. No
buscaban más que un cadáver sin vida. Las dudas y la incredulidad son el
espacio en donde chocan y se enfrentan nuestros escepticismos y el anuncio de
la vida que triunfa: “¿Por qué buscan entre los muertos al que
está vivo? No está aquí. Ha resucitado”.
El
sepulcro vacío permite comprobar que la resurrección es un hecho consumado, que
Jesús ya ha resucitado: Dios ha asumido a Jesús en su vida, lo ha exaltado y lo
ha constituido Señor. El Jesús que fue ajusticiado en el Gólgota, el mismo, no
otro, ha sido levantado. Su existencia no ha acabado en el vacío de la muerte,
porque Dios no le abandonó.
El triunfo de Jesús tiene una importancia capital para el
cristiano. Al resucitar a Jesús de entre los muertos, Dios nos da la promesa y garantía
de que siguiendo el camino de Jesús podremos también nosotros participar de su
vida eterna. La resurrección de Cristo y nuestra resurrección se implican
mutuamente. “Porque si creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado, así
también Dios llevará consigo a los que han muerto unidos a Jesús” (1 Tes
4,14). Si Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos. En esto radica la
diferencia decisiva de la esperanza cristiana frente a todos los otros modos de
esperanza posibles.
No busquen entre los muertos al que está vivo. No intenten sacar vida de lo que sólo produce
muerte. Muchas veces deseamos y buscamos felicidad, paz
y tranquilidad, confianza, libertad y amor verdadero, pero equivocamos nuestra
búsqueda y escogemos sucedáneos de la verdadera felicidad y amor, cosas
materiales, comportamientos y relaciones que no nos dan esperanza y confianza
sino inquietud y angustia, estrechez y gravosa amargura.
No busquemos vida en lo que tarde o temprano nos llevará a
desolación espiritual, confusión, inclinación a cosas bajas y terrenas,
desconfianza, tibieza, tristeza, sentimiento de abandono, enfrentamientos y
divisiones y el sofocante sentimiento de que la vida se nos va inexorablemente
hacia la nada.
Animémonos a descubrir al
Señor resucitado y sentir la alegría que Él solo nos puede dar. Descubrámoslo
presente en aquellos lugares personales y sociales en los que Él quiere ser
reconocido, amado y servido, es decir, allí donde te mueves, donde amas, gozas,
sufres y luchas, en tu vida diaria que el Señor ilumina con su dichosa presencia.
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