P. Carlos Cardó SJ
Dicho esto, Jesús pasó adelante y emprendió la subida hacia Jerusalén. Cuando se acercaban a Betfagé y Betania, al pie del monte llamado de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos y les dijo: «Vayan al pueblo de enfrente y al entrar en él encontrarán atado un burrito que no ha sido montado por nadie hasta ahora. Desátenlo y tráiganmelo. Si alguien les pregunta por qué lo desatan, contéstenle que el Señor lo necesita».
Fueron los dos discípulos y hallaron todo tal como Jesús les había dicho. Mientras soltaban el burrito llegaron los dueños y les preguntaron: «¿Por qué desatan ese burrito?».
Contestaron: «El Señor lo necesita». Trajeron entonces el burrito y le echaron sus capas encima para que Jesús se montara. La gente extendía sus mantos sobre el camino a medida que iba avanzando. Al acercarse a la bajada del monte de los Olivos, la multitud de los discípulos comenzó a alabar a Dios a gritos, con gran alegría, por todos los milagros que habían visto. Decían: «¡Bendito el que viene como Rey, en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en lo más alto de los cielos!».
Algunos fariseos que se encontraban entre la gente dijeron a Jesús: «Maestro, reprende a tus discípulos».
Pero él contestó: «Yo les aseguro que si ellos se callan, gritarán las piedras».
Cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque les digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios».
Y, tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad esto, compártanlo entre ustedes; porque les digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios».
Y tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes; hagan esto en memoria mía».
Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por ustedes».
«Pero miren: la mano del que me entrega está conmigo, en la mesa. Porque el Hijo del hombre se va, según lo establecido; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!».
Ellos empezaron a preguntarse unos a otros sobre quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso.
Se produjo también un altercado a propósito de quién de ellos debía ser tenido como el mayor. Pero él les dijo: «Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Ustedes no hagan así, sino que el mayor entre ustedes se ha de hacer como el menor, y el que gobierna, como el que sirve. Porque ¿quién es más, el que está a la mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de ustedes como el que sirve. Ustedes son los que han perseverado conmigo en mis pruebas, y yo preparo para ustedes el reino como me lo preparó mi Padre a mí, de forma que coman y beban a mi mesa en mi reino, y se sienten en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel».
«Simón, Simón, mira que Satanás los ha reclamado para cribarlos como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos».
Él le dijo: «Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte».
Pero él le dijo: «Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes de que tres veces hayas negado conocerme».
Y les dijo: «Cuando les envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalias, ¿les faltó algo?».
Dijeron: «Nada».
Jesús añadió: «Pero ahora, el que tenga bolsa, que la lleve consigo, y lo mismo la alforja; y el que no tenga espada, que venda su manto y compre una. Porque les digo que es necesario que se cumpla en mí lo que está escrito: “Fue contado entre los pecadores”, pues lo que se refiere a mí toca a su fin».
Ellos dijeron: «Señor, aquí hay dos espadas».
Él les dijo: «Basta».
Salió y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: «Oren, para no caer en tentación».
Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya».
Y se le apareció un ángel del cielo, que lo confortaba. En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, y les dijo: «¿Por qué duermen? Levántense y recen, para no caer en tentación».
Todavía estaba hablando, cuando apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús.
Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?».
Viendo los que estaban con él lo que iba a pasar, dijeron: «Señor, ¿herimos con la espada?».
Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha.
Jesús intervino diciendo: «Déjenlo, basta». Y, tocándole la oreja, lo curó.
Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él: «¿Han salido con espadas y palos como en busca de un bandido? Estando a diario en el templo con ustedes, no me prendieron. Pero esta es la hora de ustedes y la del poder de las tinieblas».
Después de prenderlo, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote.
Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor, y Pedro estaba sentado entre ellos.
Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se lo quedó mirando y dijo: «También este estaba con él».
Pero él lo negó diciendo: «No lo conozco, mujer».
Poco después, lo vio otro y le dijo: «Tú también eres uno de ellos».
Pero Pedro replicó: «Hombre, no lo soy».
Y pasada cosa de una hora, otro insistía diciendo: «Sin duda, este también estaba con él, porque es galileo».
Pedro dijo: «Hombre, no sé de qué me hablas».
Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces». Y, saliendo afuera, lloró amargamente.
Y los hombres que tenían preso a Jesús se burlaban de él, dándole golpes. Y, tapándole la cara, le preguntaban diciendo: «Haz de profeta: ¿quién te ha pegado?». E, insultándolo, proferían contra él otras muchas cosas.
Cuando se hizo de día, se reunieron los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdotes y los escribas; lo condujeron ante su Sanedrín, y le dijeron: «Si tú eres el Mesías, dilo».
Él les dijo: «Si se los digo, no lo van a creer; y si les pregunto, no me van a responder. Pero, desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la derecha del poder de Dios».
Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?».
Él les dijo: «Ustedes lodicen, yo lo soy».
Ellos dijeron: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca». Y levantándose toda la asamblea, lo llevaron a presencia de Pilato.
Y se pusieron a acusarlo diciendo: «Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey».
Pilato le preguntó: «Eres tú el rey de los judíos?».
Él le responde: «Tú lo dices».
Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: «No encuentro ninguna culpa en este hombre».
Pero ellos insistían con más fuerza, diciendo: «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí».
Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió.
Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco.
Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban enemistados entre sí.
Pilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo:
«Ustedes me han traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de ustedes y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de las que lo acusan; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya ven que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
C. Ellos vociferaron en masa: «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás».
Este había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
Por tercera vez les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío.
Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad.
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús.
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloren por mí, lloren por ustedess y por sus hijos, porque vienen días en los que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los montes: “Caigan sobre nosotros”, y a las colinas: “Cúbrannos”; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?».
Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo».
Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Y, dicho esto, expiró.
El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo: «Realmente, este hombre era justo».
Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto.
Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía.
Era el día de la Preparación y estaba para empezar el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea lo siguieron, y vieron el sepulcro y cómo había sido colocado su cuerpo. Al regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el precepto.
La
liturgia de hoy nos ofrece juntos el triunfo de Cristo y su pasión. Con los
niños hebreos y el pueblo sencillo de Jerusalén, llevando ramos de olivo en las
manos, aclamamos al Señor que entra en Jerusalén como rey mesías y salvador: “Hosanna
al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor”. Admiramos la
manera humilde y pacífica como Jesús ejerce su
realeza, entrando en la ciudad montado sobre un pollino. Su reino no es de este mundo. Su grandeza no se manifiesta en el
dominio y el poder, sino en el servicio y la entrega de su vida.
Después
escuchamos el solemne relato de la Pasión según san Lucas. En ella, el Hijo del
hombre nos da alcance, anulando la distancia entre Dios y nosotros: nuestro
pecado, nuestro dolor y nuestra muerte. Dios se encuentra con cada uno de
nosotros en la carne crucificada de su Hijo.
Se abre la
pasión con el episodio de las negaciones de Pedro, que ponen de manifiesto la
tentación que se insinúa en el corazón de todo cristiano. Y su arrepentimiento –suscitado
por una mirada de Jesús que se vuelve hacia él– revela el secreto de toda auténtica
conversión. A partir de ahí, Pedro sigue la pasión con los sentimientos del
pecador convertido. “Y saliendo fuera, rompió a llorar
amargamente”.
En la pasión Jesús Maestro cumple lo que ha enseñado. Todo bondad
y misericordia, no maldice su destino, ni desea el mal a nadie; deja este mundo
perdonando a sus verdugos y orando por ellos (23,34). En su cruz nos abraza a todos,
sin excluir a nadie, nos da ejemplo de abandono en las manos de su Padre
(23,46) y nos da la prueba suprema del amor verdadero que da la vida.
Asimismo, Lucas
resalta la figura de Jesús como mártir en el sufrimiento: su muerte demuestra la
verdad de su causa y la grandeza de los valores que la han caracterizado. Detrás
de Él vendrá la multitud de testigos que darán su vida por su Nombre y por amor
a los hermanos. Jesús muere injustamente: Él no cometió
delito alguno ni se halló engaño en su boca (1 Pe 2,22). Pilato declara su total inocencia ante los sacerdotes
(23,4), los magistrados (23, 14-16) y el pueblo (v.22).
Uno de los
malhechores crucificados con Él lo insulta; el otro confiesa su culpa, y expresa
en una humilde súplica su actitud de fe. Nos sentimos invitados a hacer nuestro
examen de conciencia: “Nosotros... nos lo hemos merecido..., pero
éste nada malo ha hecho” (vv 23-41). Nos movemos también a decirle con
sencillez de niño: “Acuérdate de mí, Jesús mío, y haz que yo también me acuerde
de ti”.
La
eficacia del sacrificio de Cristo la ve Lucas en la transformación del mundo por
la conversión de los corazones. Aquellos acontecimientos tienen repercusiones
en el interior de las personas, ponen de manifiesto el estado de nuestras
conciencias y, sobre todo, revelan la relación personal que tenemos con el
Señor. “Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo
que pasaba, se volvieron a la ciudad golpeándose el pecho”. (23, 48-19).
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