P. Carlos Cardó SJ
En verdad les digo: «El que guarda mi palabra no probará la muerte jamás».
Los judíos replicaron: «Ahora sabemos que eres víctima de un mal espíritu. Abrahán murió y también los profetas, ¿y tú dices: "Quien guarda mi palabra jamás probará la muerte? " ¿Eres tú más grande que nuestro padre Abrahán, que murió, lo mismo que murieron los Profetas? ¿Quién te crees?».
Jesús les contestó: «Si yo me doy gloria a mí mismo, mi gloria no vale nada; es el Padre quien me da gloria, el mismo que ustedes llaman «nuestro Dios». Ustedes no lo conocen, yo sí lo conozco, y si dijera que no lo conozco, sería un mentiroso como ustedes. Pero yo lo conozco y guardo su palabra. En cuanto a Abrahán, padre de ustedes, se alegró pensando ver mi día. Lo vio y se regocijó».
Entonces los judíos le dijeron: «¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abrahán?».
Contestó Jesús: «En verdad les digo que antes que Abrahán existiera, Yo soy».
Entonces tomaron piedras para lanzárselas, pero Jesús se ocultó y salió del Templo.
El texto recoge un tema clásico del evangelio de Juan: la
presentación de Jesús como revelador de la gloria del Padre en contraposición
con el templo, símbolo de la religión de la antigua alianza, lugar donde
habitaba la gloria de Yahvé, pero que ha quedado oscurecido, sin capacidad
reveladora bajo los signos de la grandeza y del poder opresor que los jefes
religiosos han querido imponerle.
Desde el Prólogo del evangelio viene
subrayada esta oposición: la Palabra vino a los suyos, pero justamente allí
donde debía ser acogida, fue rechazada. La gloria de
Dios se revela ahora en la persona de Jesús y en el ofrecimiento de salvación
que hace. Ha llegado la hora de los verdaderos adoradores que adoran a Dios no
en el templo, sino en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23).
Jesús se defiende y acusa, pero no da sentencia: a todos les
ofrece la vida. Su palabra da la vida. En verdad, en verdad les digo: si uno
observa mi palabra no verá la muerte. Llevar a la práctica su palabra,
eso los hará libres hijos e hijas de Dios y los librará de la muerte. La vida
que Jesús comunica no conoce fin. Tal es el designio de Dios, su Padre.
Los jefes de los judíos no responden a la invitación de Jesús.
Ellos son incapaces de comprender una promesa de vida. Se precian de ser hijos
de Abraham, pero para ellos Abraham no es más que un pasado; no lo recuerdan
como receptor de una promesa, él ya no es para ellos una promesa. Tampoco los
profetas, sobre cuyos escritos se había edificado la esperanza, les abren a
ningún futuro. Todos han muerto. Para ellos sólo vive Moisés, de quien se
profesan discípulos; pero han deformado sus escritos, cercenando de ellos la
esperanza que anunciaban, utilizando su Ley para oprimir.
¿Quién pretendes ser?,
le preguntan a Jesús. Y Jesús apela a su Padre, que es quien le da gloria,
haciendo brillar en Él su amor y lealtad (Jn
1,14). Él sabe quién es Dios, se identifica con Él como su hijo por la
comunión del mismo Espíritu y porque cumple su palabra. Yo sé quién es y cumplo su
palabra. Por eso, su actividad manifiesta la obra de Dios: dar libertad
y vida. He venido para que tengan vida y
la tengan en abundancia (Jn 10,10). Ese es el designio que ha recibido del
Padre.
Jesús no duda en declararse superior a Abraham y afirma que Abraham
saltó de gozo porque iba a ver este día mío, lo vio y se llenó de alegría.
El patriarca se alegró al ver realizada la bendición prometida en la obra de
Jesús Mesías, que según San Juan se desarrolla en un día, en el día de la nueva humanidad, y se inició en Caná, cuando Jesús manifestó su gloria y creyeron en él sus
discípulos (Jn 2,11).
Al final del texto hay como un cambio de escenario. Se alude implícitamente
a la tierra santa de Moisés, al lugar de la zarza ardiente y de la revelación
del Nombre de Dios (Ex 3,6ss). La frase
de Jesús lo evoca: desde antes que existiera Abraham, soy yo lo que soy. Al
revelar su Nombre, Yahweh, Yo soy el que
soy, Dios no quiso designar con un
concepto abstracto su esencia, sino asegurar a Israel su lealtad, ayuda y
protección continua. Al retomar Jesús esta palabra de Dios invita a que
se le escuche como Aquél en quien el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se ha
hecho cercano para salvar. Lo que es Dios, lo vemos en Jesús. En Él, Dios es y
estará con nosotros.
Los judíos no pudieron soportar esto, cogieron piedras para tirárselas,
pero Jesús se ocultó saliendo del Templo. La presencia del Dios con nosotros
abandona el templo, dejándolo vacío. Dios no ha querido manifestar su gloria en
los signos de grandeza y de poder con los que los jefes religiosos querían
representarla. Su gloria se opera en la vida digna, libre y fraterna, que Jesús
ofrece para antes y después de la muerte, como la realización de la más
perfecta felicidad del ser humano.
Los signos de esta vida verdadera siguen apareciendo hoy ante
nosotros, mezclados con otros signos que, como Abraham, Moisés y los profetas
para los judíos interlocutores de Jesus, ya no transmiten esperanza. Nos toca
saber discernirlos.
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