P. Carlos Cardó SJ
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que le había llegado la hora de salir de este mundo para ir al Padre, como había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Estaban comiendo la cena y el diablo ya había depositado en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle.
Jesús, por su parte, sabía que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos y que había salido de Dios y que a Dios volvía. Entonces se levantó de la mesa, se quitó el manto y se ató una toalla a la cintura. Echó agua en un recipiente y se puso a lavar los pies de los discípulos; y luego se los secaba con la toalla que se había atado.
Cuando llegó a Simón Pedro, éste le dijo: «¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?».
Jesús le contestó: «Tú no puedes comprender ahora lo que estoy haciendo. Lo comprenderás más tarde».
Pedro replicó: «Jamás me lavarás los pies».
Jesús le respondió: «Si no te lavo, no podrás tener parte conmigo».
Entonces Pedro le dijo: «Señor, lávame no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza».
Jesús le dijo: «El que se ha bañado, está completamente limpio y le basta lavarse los pies. Y ustedes están limpios, aunque no todos».
Jesús sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos ustedes están limpios». Cuando terminó de lavarles los pies, se puso de nuevo el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado ejemplo, y ustedes deben hacer como he hecho yo».
Celebramos hoy aquella misma Cena que el Señor, antes de padecer,
quiso tener con sus amigos. Es la víspera de su pasión. Jesús entra en ella
consciente y voluntariamente. Quiere hacer de su muerte en cruz la expresión máxima
de su amor por nosotros: “Habiendo amado a lo suyos… los amó hasta el
extremo”. Sabe que va a ser traicionado, abandonado y condenado
injustamente a la muerte.
Quiere anticipar estos acontecimientos en su Cena para preparar el
ánimo de sus discípulos y recordarles que no vino a ser servido sino a servir y
dar su vida. Por eso les lava los pies, en un gesto propio de esclavos que
prefigura su muerte en la cruz. Por eso transforma la cena pascual judía en el
don de su amor y en el sello de un nuevo pacto de Dios con nosotros, que nada
podrá romper.
En la Cena que Jesús celebra con sus discípulos cambia los
sacrificios que ofrecían los judíos –el cordero inmolado, los panes sin
levadura, las hierbas amargas–, por la comida de su propio cuerpo con la
sangre salvadora. En el simple acto de partir el pan y beber una copa de vino,
y en las sencillas palabras: “Esto es mi cuerpo..., mi sangre”,
se concentra todo lo que Jesús es y todo lo que nos da. Ahí está simbólicamente
expresada la prueba máxima de su amor: el sacrificio de su vida y su
glorificación.
La Iglesia, reunida allí en el Cenáculo, recibe este gesto del
Señor como un mandato. “Hagan esto en memoria mía”, dijo Jesús. Por eso, desde aquella noche los cristianos nos reunimos en
la eucaristía, conscientes de que cada vez que comemos juntos el pan y bebemos
la copa anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección y
expresamos nuestro anhelo más profundo: ¡Ven Señor, Jesús! La Iglesia sabe que
la Eucaristía condensa todo lo que ella es y todo lo que ella cree; por eso, la
Eucaristía es norma de vida del cristiano y de la comunidad.
Por todo esto no debemos olvidar que lo que Jesús hizo en su
Ultima Cena no fue un simple rito, una ceremonia, una representación. No tiene
sentido celebrar la Eucaristía como un simple rito obligatorio, sin hacer de
nuestra vida una memoria viva de su amor por nosotros. Toda la vida ha de
hacerse “eucaristía”, comunión con Dios en Cristo y comunión entre nosotros,
acción de gracias por los bienes que Dios nos da y que debemos repartir entre
nosotros, servicio generoso regido por el mandamiento nuevo del amor. Esto es
lo que nos mandó hacer Jesús cuando, después de lavar los pies de sus
discípulos y después de partir el pan y ofrecer el cáliz, les dijo “¡Hagan
esto!”.
En la Eucaristía, el mismo Jesús se nos da como alimento. Tomen,
coman, esto es mi cuerpo. La comunión es un encuentro entre dos personas, es la asimilación
de mi vida con la suya, mi transformación y configuración con Aquel que
recibimos. Asimismo, el comulgar con Cristo es comulgar con
todos sus miembros, de los que Él es la cabeza, es vivir el ideal al que tendían
las primeras comunidades cristianas que, junto con el compartir un mismo pan y
una misma copa, lo tenían todo en común y se unían entre sí formando solo
corazón y una sola alma. Por eso no se puede separar lo que Jesús ha unido: el
“sacramento del altar” y el “sacramento del hermano”.
Jesús, el amigo que va a morir, se despide de sus seres queridos.
Impresionan los sentimientos de Jesús al lavarles los pies a los discípulos e
instituir la Eucaristía, las palabras que les dice, las recomendaciones últimas
que les da y su oración por ellos. No quiere dejarlos tristes; les promete el
Espíritu Consolador. No quiere dejarlos solos –pues sabe que los expone a la
tentación: les deja su cuerpo como alimento y como signo eficaz de su presencia
real entre ellos: No es posible imaginar una unión mayor y más estrecha.
En esta noche santa hagamos nuestros los sentimientos que tuvo el Señor
en su Cena y expresemos también nosotros nuestra acción de gracias.
“Gracias, Padre, por el pan que
nos das.
Creador de todo, eres fuente de vida.
Padre Nuestro, tú alimentas a todas tus criaturas.
Te damos gracias porque, por medio de este pan y de este vino podemos
asociarnos a tu obra creadora e imitar tu generosidad, compartiendo nuestro pan
con nuestros hermanos más necesitados”.
“Gracias, Padre, porque por medio de este pan que recibimos, nosotros mismos
nos convertiremos en pan para la vida del mundo.
Gracias por haberme dado la vida, que puedo transformar en una vida al servicio
de los demás.
Gracias porque puedo establecer alianza contigo y con todos mis hermanos”.
“Somos muchos y recibimos un solo pan; un solo cuerpo somos, pues todos
participamos de un mismo pan”.
Cristo, maestro, ayúdanos a realizar tu deseo supremo: que seamos uno para que
el mundo crea.
Para que sea efectiva la unidad, enséñanos, Jesús, a compartir generosamente
los bienes espirituales y materiales en verdadero amor fraterno.
Fortalécenos en nuestra lucha por la justicia, en nuestro diario quehacer por
superar tantas diferencias que humillan a nuestros hermanos pobres frente a los
demás y contradicen el amor que decimos tenerte y la unidad en tu Iglesia.
Te adoramos en la Eucaristía, confesamos que en ella estás, conmoviendo nuestro
corazón, cambiando nuestras actitudes, uniéndonos íntimamente a ti, hermano y
Señor de todos.
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