P.
Carlos Cardó SJ
Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él |
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me aman, cumplirán mis mandamientos; yo le rogaré al Padre y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, sí lo conocen, porque habita entre ustedes y estará en ustedes.No los dejaré desamparados, sino que volveré a ustedes. Dentro de poco, el mundo no me verá más, pero ustedes sí me verán, porque yo permanezco vivo y ustedes también vivirán. En aquel día entenderán que yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes. El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama. Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él".
Jesús vuelve a su Padre y nos deja como herencia su mandamiento
del amor y su Espíritu Santo. Su mandamiento tiene como referente esencial el
amor que Él nos tiene: nos mueve a amarnos como Él nos ha amado. Su amor a
nosotros es también la fuente de nuestro amor a los demás. Uno ama como es
amado. Y en su forma de tratar a los demás manifiesta el trato que han tenido
con él. Por eso, la forma como tratamos a los demás debe manifestar de alguna
manera el amor con que Dios nos ama. Ámense
como yo los he amado.
El amor no es sólo un sentimiento. Se ama con hechos y en verdad.
Por eso dice Jesús: Si me aman, guardarán
mis mandamientos. Se pueden observar los mandamientos como deberes
impuestos, sin libertad de hijos (como el hermano mayor del Hijo Pródigo), o se
pueden observar como expresión del amor que uno tiene a Dios como a su Padre. El
secreto de la verdadera observancia de los mandamientos de Dios es la gratitud de
un corazón que se sabe amado.
El amor que nos enseña Jesús nos lleva, además, a reconocer en toda
circunstancia lo que más nos conviene, “lo bueno, lo agradable a Dios y lo
perfecto” (Rom 12,3). Por eso, el
amor es cumplimiento de la ley y de la enseñanza de los profetas, y culmen de
toda moral.
San Agustín llegó a decir: “Ama
y haz lo que quieras”. Que no significa: ama y permítete todo, sino déjate
guiar por el amor y no harás daño, no actuarás por egoísmo, no cometerás
injusticias ni actuarás con engaño. Obrar en todo conforme al amor verdadero es
el camino más perfecto, según San Pablo (1
Cor 12, 31). Lo cual significa que no nos engañamos nunca siguiendo el
dictamen del amor a Dios y nuestros hermanos.
Se podría decir que todo el progreso
en la vida cristiana consiste en ir aprendiendo a creer en el amor de Dios. Es
cierto que podemos olvidarnos y abusar del amor, pues no hay nada más frágil y vulnerable,
pero al mismo tiempo no hay nada hay más fuerte y exigente que el amor, sólo
que su exigencia se asume no como algo que viene del exterior sino de dentro,
no se vive como obligación impuesta, no genera resentimiento, y tiene el sentido
de la gratuidad, la alegría, la libertad.
Si creemos que Dios nos ama con
todo su ser, que no piensa sino en nuestro bien, que es incapaz de castigar y
de vengarse, que lo único que quiere es ayudarnos a realizarnos como personas y
ser felices, nuestra vida ciertamente resultará distinta. No hay nada que transforme
más a una persona que el saberse realmente querida. Así, pues, queda en pie
esta verdad que ilumina y alienta: si creyéramos en el amor que Dios nos tiene,
nuestra vida cambiaría. Lo dijo Jesús a la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…! (4, 10).
Jesús se va y promete enviarnos el Espíritu Santo. Lo llama Paráclito,
es decir, consolador, y Defensor, porque está con el solo, nos acompaña
siempre, y porque nos defiende como abogado. Desde el Antiguo Testamento se le
sentía como viento, fuerza y fuego, que actúa libremente, arrebata, purifica y
consagra, como lo hizo con los jueces y profetas de Israel. Es el Espíritu
mismo de Dios, su fuerza vital y su energía creadora, que procede de Dios y es
Dios.
No es un concepto, ni una fórmula, sino el mismo ser divino que ha
dado la existencia a todo cuanto existe y conduce la historia humana a su
plenitud. Nosotros lo reconocemos en la fuerza interior que dinamiza al mundo,
que no deja de impulsar para que todo crezca y se multiplique la vida, que
alienta y sostiene el despliegue histórico hacia la transformación del mundo.
Renueva la paz de la tierra.
Por medio de su Espíritu, Cristo actúa en su Iglesia y habita en
los corazones de sus fieles. Por eso nos dijo antes de partir que no nos dejará
solos, sino que, por medio de ese mismo Espíritu, establecerá una nueva forma
de hacerse presente entre nosotros y en nosotros.
Hoy sería un día para hacer un balance sobre el peso que tiene el
Espíritu Santo en nuestra vida. Reconocemos que está en nuestros corazones,
pero tendríamos que preguntarnos ¿por qué damos la impresión de andar sin
espíritu, tan poco espirituales y tan apegados a lo material? ¿Por qué –si el
Espíritu es fuego, ardor, mística– reducimos la vida cristiana a normas y
obligaciones y no procuramos más bien manifestarla en actos, gestos y actitudes
que brotan del amor generoso y agradecido?
El Espíritu de Cristo es espíritu de santa inquietud y de
constante renovación. Él nos mantiene en la continua búsqueda del mejor
servicio, de la mayor entrega e impide en nosotros el acomodo y la tibieza. Es
el Espíritu que hace a los santos insatisfechos consigo mismos. Es el Espíritu
que quiere renovar la faz de la tierra, transformarnos, purificar y alentar a la
Iglesia. Por eso le pedimos: ¡Ven.
Espíritu Santo, llena nuestros corazones y enciende en ellos el fuego de tu
amor!
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