P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "No den lo que es santo a los perros, ni echen sus perlas a los cerdos, pues podrían pisotearlas y después se volverían contra ustedes para destrozarlos. Todo lo que ustedes desearían de los demás, háganlo con ellos: ahí está toda la Ley y los Profetas".
"Entren por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que conduce a la ruina, y son muchos los que pasan por él. Pero ¡qué angosta es la puerta y qué escabroso el camino que conduce a la salvación! y qué pocos son los que lo encuentran".
Para los hebreos, los perros
y los cerdos eran animales
impuros, así aparecen en varios pasajes de la Escritura (1Sam 17,43; 24,15; 2Sam 3,8; 9,8; 16,9; Prov 26,11; 2Pe 2,22). Lo santo tenía relación con el culto,
concretamente con la carne de los sacrificios que no podía darse a los perros.
Por otra parte, dar perlas a los cerdos sería absurdo. En contexto cristiano,
lo santo y las perlas hacen referencia a los dones más preciados de la comunidad
cristiana: la palabra de Dios y al pan de la eucaristía.
Situada en este contexto, la frase recuerda a los discípulos que
no conviene ofrecer el don santo del evangelio y del pan eucarístico a quienes
no sólo no los van a aceptar, sino que harían de ello escarnio y mofa. Se debe
proteger el evangelio, la moral cristiana, la comunión eclesial, el bautismo,
la eucaristía y los demás sacramentos de toda profanación posible.
Pero, obviamente, no se puede interpretar la frase como
prohibición del anuncio del evangelio a todas las naciones, tarea que el mismo
Jesús mandó realizar a los discípulos: Vayan
y hagan discípulos a todos los pueblos… (Mt 28, 19).
La experiencia de la Iglesia confirma la necesidad de actuar gradualmente
y con prudencia en la tarea evangelizadora, procurando adaptar el mensaje a la
situación de los pueblos y respetando siempre sus culturas. Querer imponer las
verdades evangélicas a la fuerza cuando el auditorio no está preparado para
comprenderlas, sería inútil; más aún, podría producir reacciones violentas o
contrarias a lo que se pretende. Por lo demás, si no juzgo a los otros de
buenos y malos y reconozco que el mal actúa también en mí, podré saber lo que
conviene hacer por el bien del prójimo.
La
frase siguiente de Jesús es la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto
consiste la ley y los profetas. Es como un compendio de la enseñanza moral
cristiana y la norma para
llevar a la práctica el mandamiento del amor. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. La forma positiva en que la
propone Jesús representa un nivel moral más elevado. De lo que me agrada o me
duele en la manera como los demás se comportan conmigo, puedo sacar la medida
segura para mi propia manera de portarme con los demás.
El
amor se ha de mostrar en obras, dice San Ignacio de Loyola. El amor siempre
produce un hacer en favor del otro.
Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor
lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones
del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de sus
justos deseos. En esto consiste el amor. El yo deja de ser el centro. Todas las
enseñanzas de la Biblia (la ley y los
profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que encuentra, a su vez,
en la regla de oro el modo eficaz de llevarlo a la práctica. Todo lo que el
amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En
este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña.
La frase de Jesús sobre la
puerta ancha y la estrecha hace referencia al medio para llegar a Dios y a
su reino. Jesucristo es la puerta, el mediador entre Dios y nosotros. En Él tenemos
acceso a la vida divina. Su palabra es la vía estrecha que conduce a su reino,
meta de nuestro peregrinar en este mundo y realización plena de todas nuestras
esperanzas.
La puerta ancha y el camino amplio corresponden a nuestras falsas
maneras de buscar la felicidad a impulsos únicamente de nuestras tendencias.
Pero si Jesús advierte que la puerta y el camino verdaderos son estrechos no lo
hace para desanimarnos sino para estimularnos a empeñarnos más y tener cuidado.
La puerta del reino es estrecha y la vía del seguimiento de Cristo angosta,
pero nos dan acceso a la vida filial y fraterna, nos abren a la anchura y
longitud, la altura y profundidad del amor (Ef
3, 18).
Puerta ancha es hacer lo que me da la gana sin mirar los efectos
que ello puede tener en los demás y en mí mismo. Camino amplio es el de la
búsqueda del propio amor, querer e interés, dando la espalda a las necesidades
y angustias de los pobres. Puerta ancha es también la religión hecha de
prácticas y obras que pueden ser sorprendentes – ¡puedo repartir mis bienes entre los pobres y aun dejarme quemar vivo!,
dice San Pablo (1Cor 13, 2) –, pero que
no valen nada porque no se hacen con verdadero amor ni conllevan la entrega de
lo que Dios más quiere: el corazón del hombre.
El cristianismo vivido en su radicalidad siempre nos va a parecer
difícil. Hace falta empeño, sí, pero más importante es la apertura a la gracia,
el caminar humildemente y confiar.
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