P. Carlos Cardó SJ
Mientras Jesús enseñaba en el Templo, preguntó: "¿Por qué los maestros de la Ley dicen que el Mesías será el hijo de David? Porque el mismo David dijo, hablando por el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: "Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies". Si David mismo lo llama "Señor", ¿cómo puede entonces ser hijo suyo?". Mucha gente acudía a Jesús y lo escuchaba con agrado.
Estas palabras de Jesús corresponden al final de la controversia que
tuvo con las autoridades del pueblo en el templo de Jerusalén, poco antes de su
pasión. Después de defender el origen divino de su autoridad, Jesús vuelve a
tomar la palabra para explicar que el Mesías esperado por Israel no puede ser
simplemente un descendiente de David, sino alguien muy superior a David. Y para
probarlo, citará el Salmo 111, salmo mesiánico muy conocido, con la intención
de mover a sus oyentes a una reflexión sobre su propia identidad de
descendiente de David e Hijo de Dios.
Según el judaísmo y la enseñanza de los rabinos del tiempo de
Jesús, basada en muchos textos del Antiguo Testamento, el Mesías por venir
habría de restaurar la monarquía y señorío de David, dándole su máximo
esplendor, pero sin trascender del plano estrictamente terrenal. Al ver las
acciones que realizaba y la autoridad con que hablaba, la gente sencilla del
pueblo había advertido que la promesa divina del Mesías se había cumplido en Jesús.
Prueba de ello fue la aclamación con que lo recibieron en Jerusalén: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre
del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David! (11,9-10). Pero Jesús tiene que aclarar esto; la gente
debe tener una idea exacta de la identidad del Mesías y debe trascender el
plano puramente terreno al pensar en el reino que el Mesías trae consigo.
Para ello, plantea una pregunta: ¿Cómo dicen los maestros de la ley que el Mesías es Hijo de Dios?,
y cita como respuesta al mismo David, quien, como autor del Salmo 111, habla del
Mesías en un tono de máximo respeto, llamándolo su Señor, y haciéndolo subir a sentarse a la diestra del trono del
mismo Dios. Por consiguiente, este argumento
debe hacer pensar a sus oyentes que el ser hijo de David no puede designar
verdaderamente su verdadero ser, porque el Mesías es más que eso, es Hijo de
Dios. David mismo dijo, inspirado por el
Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha hasta que ponga
a tus enemigos debajo de tus pies.
En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, Jesús da a
entender que tampoco la idea corriente que se tiene de su reino corresponde a
la realidad. No se puede reducir la promesa divina de la salvación, ligada a la
venida del Mesías, a una simple restauración y continuidad de una dinastía
política.
Es cierto que Jesús en esta intervención suya no se aplica el
salmo directa y explícitamente a su misma persona, pero sí lo hará cuando el sumo
sacerdote Caifás le pregunte: ¿Eres tú el
Mesías, el Hijo del Bendito? Entonces, su respuesta será clara y directa: Yo soy, y verán al Hijo del hombre sentado a la derecha del
Todopoderoso y cómo viene entre las nubes del cielo (14, 61-62). Hay que
recordar también que los apóstoles en su predicación no dudaron en ver en el salmo
una prueba de la mesianidad de Jesús y de su exaltación a la gloria celestial.
Si se tiene en cuenta, finalmente, que la traducción griega de la
Biblia, empleada por Jesús y los primeros cristianos, traduce el hebreo Adonai por el griego, Kyrios, Señor, se
puede ver que este título contiene la confesión de fe de la primera comunidad
cristiana en la divinidad de Jesucristo y en su misión salvadora. Para ellos, a
la luz de la resurrección, quedó patente que Jesús es el Kyrios, Señor, y el Cristo,
es decir, Salvador (ungido), verdadero hombre y verdadero Dios. Los primeros
cristianos de lengua aramea lo llamaban Maraná,
Señor nuestro (cf. 1Cor 16,21).
Después de esta intervención suya, los oyentes de Jesús debieron
sentirse movidos a reflexionar sobre su identidad y, sobre todo, a decidir si
creían en él o no. Todo el evangelio de Marcos se escribe para responder a la
gran pregunta: “¿Quién es Jesús?”.
Nos corresponde responderla, no sólo desde lo que sabemos de él,
sino desde la vivencia personal que tenemos de él como el verdadero Señor de
nuestras vidas, que nos libra de todo cuanto nos impide lograr nuestra plena y
feliz realización como personas, y nos compromete en la tarea de transformar
nuestra realidad personal y social conforme al contenido y valores de su reino.
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