P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús subió de nuevo a la barca, pasó a la otra orilla del lago y llegó a Cafarnaúm, su ciudad.
En esto, trajeron a donde él estaba a un paralítico postrado en una camilla. Viendo Jesús la fe de aquellos hombres, le dijo al paralítico: “Ten confianza, hijo. Se te perdonan tus pecados”.
Al oír esto, algunos escribas pensaron: “Este hombre está blasfemando”. Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, les dijo:“¿Por qué piensan mal en sus corazones? ¿Qué es más fácil: decir
‘Se te perdonan tus pecados’, o decir ‘Levántate y anda’? Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, –le dijo entonces al paralítico–: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”.
Él se levantó y se fue a su casa. Al ver esto, la gente se llenó de temor y glorificó a Dios, que había dado tanto poder a los hombres.
La escena se desarrolla en Cafarnaum,
probablemente en casa de Simón Pedro (1,29) donde Jesús se alojaba. Se había
propagado la noticia de que realizaba signos en favor de los enfermos y se agolpó
una gran cantidad de gente a la puerta, tanto que ya nadie podía entrar. Un
paralítico quiere ser curado, pero depende totalmente de lo que hagan por él. Aparecen
entonces sus amigos, observan lo difícil que les va a ser llevarlo hasta Jesús,
y elaboran una estratagema ingeniosa: cargan al enfermo con su camilla, abren
un boquete en el techo de la casa y por allí lo descuelgan hasta ponerlo a los
pies de Jesús.
La escena puede recordarnos situaciones semejantes.
Cuántas veces y por cuántos motivos le es difícil a la gente, sobre todo a los
pobres y a los que son excluidos, acercarse a Jesús en su casa, la Iglesia.
Nosotros mismos, cuántas veces nos hemos quedado como paralizados por problemas
que parecían superar nuestra capacidad. Y también gente amiga nos ayudó a salir
adelante, nos hizo ver a Dios en nuestra situación y a partir de ahí todo
cambió.
Pero hay algo interesante en el texto: como
el paralítico, todos tenemos necesidades más o menos urgentes, más o menos
dolorosas de las que queremos librarnos, y recurrimos a Dios, pero esa liberación
que nos interesa ¿es en verdad la que más necesitamos, la más profunda? Dios no
responde mecánicamente. Actúa como lo hizo con el paralítico, acoge nuestro
deseo aunque no esté bien formulado y responde a lo que más necesitamos en la
profundidad de nuestro ser, en otro nivel de necesidad más hondo que, de momento,
como el enfermo y sus amigos, no hemos reconocido ni formulado.
Otro dato sorprendente del relato es que Jesús
no se fija sólo en la carencia de ese hombre, sino que destaca lo mejor que él
y sus amigos demuestran y que los escribas allí presentes (los expertos en
religión) no tienen: la fe. Viendo la
fe...
Y el milagro ocurre, el verdadero, que en la
lógica de la respuesta de Jesús a los escribas es lo más importante y lo más
difícil: el perdón, es decir, la regeneración del hombre para una vida nueva
gracias al encuentro con el Hijo de Dios, que aporta salvación, salud integral.
Esa gracia del perdón se ofrece a todos, pero sólo los sencillos y los pobres
de corazón, como el paralítico, la aceptan y aprovechan, no los sabios de este
mundo. Ánimo, hijo, tus pecados te quedan
perdonados, dice Jesús al paralítico ante el asombro de los escribas.
¡Este blasfema!, gritan éstos y tienen su lógica porque, en efecto, la Biblia dice que perdonar
los pecados sólo Dios puede hacerlo (cf. Is
43, 25); y si Jesús lo pretende es porque usurpa la autoridad divina y ofende
a Dios. Piensan así porque no creen en Él, no están dispuestos a aceptarlo como
el Enviado que abre para todos el tiempo del perdón y de la misericordia,
anunciado por los profetas: Esta es la alianza
que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor. Meteré
mi ley en su pecho y la inscribiré en sus corazones..., pues yo perdono sus
culpas y olvido sus pecados (Jr 31, 34).
La curación que se produce a continuación
viene a ser solamente la garantía visible del poder de salvación que actúa en
Jesús. Perdonando primero al paralítico, le ha hecho trascender la inmediatez
de su deseo de verse libre de su enfermedad; ha trastornado los esquemas de los
expertos en Dios, y ha movido a la gente a reconocer el verdadero proyecto de
Dios que se anticipa y encarna también en el gesto simple y sin ostentación alguna
de la curación: Se dirigió al paralítico
y le dijo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. La liberación que
trae Dios por medio de Jesús elimina el mal hasta en las raíces más
subterráneas del pecado, hasta en sus más oscuras ramificaciones, que son la
enfermedad y la muerte.
Y a la vista de todos, el paralítico se
marchó cargando su camilla. Es una representación plástica de lo que ha pasado
en su interior. La camilla, signo pesado y humillante de su desgraciada
invalidez, se transforma en el signo de su libertad y dignidad recuperadas para
siempre. Todos cargamos nuestras camillas, recuerdo de nuestras antiguas
parálisis, carencias, frustraciones y ofensas sufridas.
Por la fe se nos concede descubrir la acción
de Dios en ellas, y poder asumirlas, integrarlas, no depender ya de ellas ni
dejar que determinen nuestra autoestima y la conducta que tenemos con nosotros
mismos y con los demás. San Pablo aprendió a ver la fuerza de Dios en sus debilidades
personales y en las heridas sufridas, y cuando las recordaba no dudaba en decir:
Por eso me complazco en mis flaquezas, en
las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas
por Cristo; pues, cuando soy débil,
entonces soy fuerte (2 Cor 12,10).
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