P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, oyó el virrey Herodes lo que se contaba de Jesús y dijo a sus ayudantes: "Ése es Juan Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso los poderes actúan en él."
Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado, por motivo de Herodías, mujer de su hermano Filipo; porque Juan le decía que no le estaba permitido vivir con ella. Quería mandarlo matar, pero tuvo miedo de la gente, que lo tenía por profeta.
El día del cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó delante de todos, y le gustó tanto a Herodes que juró darle lo que pidiera. Ella, instigada por su madre, le dijo: "Dame ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan Bautista". El rey lo sintió; pero, por el juramento y los invitados, ordenó que se la dieran; y mandó decapitar a Juan en la cárcel.
Trajeron la cabeza en una bandeja, se la entregaron a la joven, y ella se la llevó a su madre. Sus discípulos recogieron el cadáver, lo enterraron, y fueron a contárselo a Jesús.
La actividad de Juan Bautista y la de Jesús estuvieron muy
relacionadas. La muerte cruenta de Juan anticipa la de Jesús. Ambos sufren el
mismo destino de los grandes profetas. En su martirio, el enviado de Dios demuestra
que su vida ha estado configurada con la palabra que recibió de lo alto y que Él
ha transmitido con todas sus consecuencias; manifiesta así el valor de la causa
a la que se ha entregado. Hay valores que valen más que la vida; esta verdad se
hace patente en la muerte del profeta.
Herodes, el asesino de Juan Bautista es, junto con Pilato,
prototipo de hombre falaz e inconsecuente.
Dice de él San Mateo que había oído
hablar de Jesús. La fe se inicia por el oído, creemos porque hemos oído, la
fe se transmite. Herodes había oído,
pero está incapacitado para alcanzar la verdad, como todos aquellos que oprimen
la verdad con la injusticia y causan la indignación de Dios (Rom 1, 18).
El modo de vivir no deja oír la verdad, la diluye con la
frivolidad, la censura con la prepotencia. El modo de vida de Herodes aparece
implícitamente descrito: el adulterio, la venalidad y la violencia. Todos estos
ingredientes aparecen ostentosamente en el banquete que el rey se organiza por
su cumpleaños. Fiesta de los poderosos sobre el dolor de los inocentes. Fiesta
de cumpleaños con sabor a muerte.
Destaca en el festín la figura de Herodías, concubina de Herodes. Simboliza
el placer que él cree poder darse porque todo lo puede, incluso quitarle la
mujer a su hermano Filipo con toda desfachatez. La mayor torpeza del corrupto es creerse
omnipotente. Esta omnipotencia le hace exhibir sin temor alguno su adulterio.
Pero el santo profeta lo encara: ¡No te
es lícito! Como ocurre con frecuencia en los casos de corrupción, la
denuncia pone al culpable en la encrucijada: o vida o muerte. La decisión es
inevitable. No se puede ser una cosa y al mismo tiempo su contraria.
Pero el malvado elige la muerte del que lo acusa. Por eso Herodes quería matarlo. Quien
obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no
hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. Pero
no procede por miedo al pueblo que aprecia al profeta.
La ocasión se produce con el banquete. Belleza, arte y placer aporta la hija de Herodías. Danza ante el
rey y la corte, y encanta. Belleza, arte
y placer, son buenos en sí; pero el mal se sirve de ellos; la belleza se torna
mal gusto, el arte vulgaridad y el placer se prostituye: ya no dan vida sino
muerte. Pide lo que quieras, le dice
el que se cree capaz de todo. Incluso juró
darle lo que pidiera, quedando obligado a cumplir su promesa insensata. Es
muy común este quedar entrampado el sujeto en sus propias contradicciones. Y
por su parte la belleza, bajo el influjo de la necedad, es capaz de llegar a causar
el horror. La muchacha, instigada por su
madre, pidió que le diera en una bandeja la cabeza del Bautista.
Herodes se
entristeció. Rápido se esfumaron belleza y placer. La tristeza puede ser buena
–advierte Ignacio de Loyola para acertar en el discernimiento– porque hace
recapacitar, induce al arrepentimiento. Pero ocurre muchas veces que el hombre
no puede salirse del enredo en que se ha metido, quedando preso del qué dirán. Y
por eso, por la pura veleidad de no
quedar mal ante los palaciegos, ordenó
que le cortaran la cabeza a Juan. Herodes se pone así entre los primeros de
la larga serie de necios que han creído y creen poder hacer lo que les viene en
gana, hasta despreciar la vida del inocente por cálculo político, por mantener
renombre, autoridad y dominio.
El relato concluye con una nota de piedad: vinieron sus discípulos (de Juan), recogieron el cuerpo, le dieron sepultura y fueron a contárselo a
Jesús.
El historiador Flavio Josefo (Antigüedades
judías, XVIII) se fija en el motivo político del asesinato. Herodes podía
temer que, a consecuencia de la predicación del Bautista, se armase un
movimiento popular que podría traerle problemas con los romanos, de quien era
vasallo. Los evangelios prefieren resaltar la dimensión moral del arresto y
decapitación del santo y situarlo como precursor, aun en su muerte, del Mesías
Jesús.
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