P. Carlos Cardó SJ
Un día se fue a su pueblo y enseñó a la gente en su sinagoga. Todos quedaban maravillados y se preguntaban: «¿De dónde le viene esa sabiduría? ¿Y de dónde esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¡Pero si su madre es María, y sus hermanos son Santiago, y José, y Simón, y Judas! Sus hermanas también están todas entre nosotros, ¿no es cierto? ¿De dónde, entonces, le viene todo eso?».
Ellos se escandalizaban y no lo reconocían. Entonces Jesús les dijo: «Si hay un lugar donde un profeta es despreciado, es en su patria y en su propia familia».
Y como no creían en él, no hizo allí muchos milagros.
Con este relato, San Mateo pone
fin a la actividad pública de Jesús en Galilea. Se conoce este momento como la “crisis
galilea”. El pueblo que lo había seguido por los milagros que realizaba y por
la sabiduría con que enseñaba, cambió, le dio la espalda, rehusó su llamada a
la conversión. Se decepcionaron de Él porque no correspondía su modo de ser y
de actuar al del mesías que ellos esperaban.
Jesús va a su ciudad, Nazaret, y
como era su costumbre se pone a enseñar en la sinagoga. Sus paisanos lo oyen
con estupor. Se preguntan sobre el origen de su sabiduría y de sus milagros.
¿De dónde le viene todo eso? ¿Son facultades humanas suyas propias o son
poderes divinos que actúan en él? Así formulan sus dudas, pero en realidad lo
que les impide dar el paso de la fe y adherirse a él es su misma persona.
El texto de Mateo lo afirma
explícitamente: se escandalizaban a causa
de él (v.57). El misterio de la persona de Jesús actúa en ellos como un
obstáculo y frente a Él se cierran en la incredulidad. La razón es que no se
muestran dispuestos a deponer sus propias seguridades y reconocer que Dios
puede actuar de manera distinta a como ellos piensan que debe actuar, el mesías
tiene que ser como ellos lo piensan, la salvación tiene que coincidir con lo
que ellos ansían lograr.
Por esto, no son capaces de ver en
Jesús más que al hijo del carpintero. Ha crecido entre ellos, lo conocen de
sobra. Además, su madre, María, y sus hermanos y hermanas son gente conocida de
Nazaret, sin nada extraordinario. El mesías, libertador de Israel, no puede
tener orígenes tan humildes.
Jesús responde a sus paisanos citando
un proverbio, probablemente conocido por ellos, con el que les hace ver la
experiencia que le están haciendo vivir: Un
profeta sólo es despreciado en su pueblo y entre los suyos. El desprecio de
los nazarenos anticipa lo que se hará realidad más tarde para todo el pueblo,
su «no» a Jesús, su incredulidad.
Los parientes de Jesús no sólo no
lo apoyaron sino que, como refiere Marcos, intentaron sacarlo de circulación
porque lo veían como un loco (Mc 3,21);
sus paisanos de Nazaret, que lo vieron crecer, se negaron a aceptar que pudiera
ser más que un simple carpintero; en su propio grupo de íntimos hubo un traidor;
los sumos sacerdotes y expertos en religión pidieron su muerte; y sus
discípulos lo dejaron solo.
Se puede estar muy cerca de Jesús
y no aceptarlo; mejor dicho, por estar cerca de Él, se le puede desvalorizar o
no tener en cuenta. Se hace de Él y de su mensaje algo ya tan conocido, que la
costumbre le priva de su fuerza transformadora. Puede ocurrir también que otros
atractivos e intereses personales o de grupo releguen a un segundo plano lo que
Él ofrece: otros valores se superponen a los de su evangelio y los ahogan.
La comunidad cristiana en sus
representantes puede actuar a veces como un grupo o espacio social de gente que
sabe cómo debe actuar Dios y se niegan a la novedad y al cambio que con su
pobreza y humildad el pequeño carpintero de Nazaret les propone.
Se quiere un mesías conforme al
propio gusto, una salvación feliz que ahorre el esfuerzo de la continua
purificación, una realidad divina sobrenatural y trascendente que haga olvidar
los dolores y sufrimientos del mundo. Siempre ha sido un escándalo la realidad
humana de Jesús, la encarnación de Dios y la sabiduría de la cruz.
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