P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos.Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: "¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?". Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía: "No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa".
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Anteriormente (Mc
5, 21-43) vimos el ejemplo de fe dado por la mujer enferma de hemorragias y
por el jefe de la sinagoga que tenía a su hija en peligro de muerte. En el
pasaje de hoy, en cambio, Jesús no encuentra fe alguna, no puede hacer ningún
milagro y expresa la desilusión que le causan sus propios paisanos y parientes:
Un profeta sólo es despreciado en su
propia tierra, entre sus parientes y entre los suyos.
El hecho ocurre en la sinagoga de Nazaret, en el pueblo en donde
Jesús ha vivido la mayor parte de su vida. Lo rodean sus amigos y familiares
que lo conocen desde niño, que lo han visto crecer y actuar entre ellos, pero
que a pesar de ello, o precisamente por ello mismo, no creen en él.
La incredulidad de “los
suyos” los ha llevado incluso a querer
llevárselo a casa porque decían que estaba loco (Mc 3, 21). No fueron
capaces de ver más allá de lo físico y tangible. Para ellos, Jesús no era más
que un simple vecino, un pobre carpintero, “hijo de María, hermano de Santiago,
de José, de Judas y de Simón” (6,3), a quienes ellos conocían.
Conviene
señalar que estos “hermanos de Jesús”, que los
evangelios y Pablo mencionan, han dado motivo de discusión desde los primeros
siglos del cristianismo. San Jerónimo (347-420 d.C.), gran conocedor de las
lenguas antiguas y traductor de la Biblia al latín, resolvió el asunto haciendo
ver que el significado de hermano, tanto en hebreo como en griego, es muy
amplio y abraza también a los primos
o parientes cercanos. Así, Abraham
llamaba “hermano” a Lot, que era su sobrino. Y Jacob llamaba “hermano” a su tío
Labán. Finalmente, los hermanos mencionados en Mc 6, 3 tienen nombres bíblicos
de contenido simbólico, que entroncarían a Jesús con el Israel de la antigua
alianza: Santiago significa Jacob,
padre de las doce tribus; José, es el
hijo de Jacob; Judas, es Judá, otro
hijo de Jacob; y Simón, o Simeón,
también es hijo de Jacob.
Dice el texto que la multitud estaba asombrada de la sabiduría con
que Jesús enseñaba y de su poder para hacer milagros, pero no podían aceptarlo
como Mesías. Tenían otra idea de lo que debería ser el Enviado de Dios, que traería
la revelación definitiva, y el Salvador de Israel que vendría a restaurar la
monarquía de David.
En el fondo de esta oposición a Jesús está el escándalo que
produce la encarnación de Dios. Es lo que en última instancia llevará a los
fariseos y jefes del pueblo a acusarlo de blasfemo por pretender usurpar el
puesto de Dios. Es el escándalo que moverá a sus discípulos a abandonarlo, al
verlo entregado por sus jefes y muerto a manos de los paganos.
Finalmente, por este mismo escándalo muchos cristianos renegarán
de él por querer un Cristo a su gusto y medida. Se puede pertenecer a su grupo
y no decidirse a seguirlo, ser de “los suyos” y acabar como Judas. Por eso dijo
Jesús que sus verdaderos familiares son los que escuchan la palabra de Dios y
la ponen en práctica (3,35).
Desde otra perspectiva se puede ver también una cierta semejanza
entre algunas actitudes que se dan hoy en la Iglesia y las de aquella gente de
Nazaret. Nada hay más cerca del Señor que la Iglesia; en ella está el Señor y en
ella se nos comunica el Espíritu Santo. Sin embargo, en el cristiano individual
–cualquiera que sea su rango en la jerarquía– y en enteros grupos de ella, la
Iglesia puede actuar como lo hicieron los nazarenos y judíos al reclamar un
Mesías a la medida de sus recortadas miras humanas.
Asimismo se reproduce esta actitud en quienes, por la idea que
tienen de los planes de Dios, se niegan a amar a la Iglesia porque les
escandaliza su parte más humana, más pesada, más opaca que no transparenta el
rostro del Señor. Lo que quieren es una Iglesia puro espíritu sin cuerpo, campo
de trigo sin cizaña, red que reúne peces de una sola especie, el cielo en la
tierra.
Así obraron los judíos que se negaron a ver en la “carne” del
pequeño carpintero de Nazaret la presencia del Dios con nosotros. En la Iglesia
se reproduce a otra escala el misterio de la encarnación. Ella prolonga la sorprendente
presencia de Dios a través de lo débil (cf. 1Cor
1, 18-25) y por eso será siempre motivo de extrañeza. Pero es a esta
Iglesia, divina y humana de arriba abajo, a la que amamos y procuramos
construir, colaborando para que, a partir de su condición de pecadora que
Cristo bien conoce –como conocía los pecados de Pedro y de sus apóstoles–, se
esfuerce cada día por ser más fiel al Evangelio.
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