P. Carlos Cardó SJ
Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!».
Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace
que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo
reconozca. Es el fin de una larga espera de dos mil años: Dios se demuestra
fiel a su promesa. María viene a Isabel llevando en su seno al Eterno, al
esperado de las naciones. Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a
toda la humanidad.
En el pasaje aparecen también las dos actitudes que
hacen a María figura y madre de la Iglesia: su servicio y su fe. María “va
de prisa”, movida por la caridad, para ayudar a Isabel, que se encuentra en
avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una,
a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. Y el servicio que María aporta a
Isabel integra el anuncio de Jesús, el anuncio de la salvación: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y
“el niño que llevaba en su seno saltó de
gozo”.
“Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Con este saludo, “Bendita entre las
mujeres”, Israel honraba a las grandes mujeres de su historia: a Yael y a Judit
(cf. Jueces, c. 4, y Judit, c.13), que vencieron al enemigo de su pueblo. María
vence al enemigo de la humanidad. Lleva en su seno al fruto de la descendencia
de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente (Génesis, cap. 3). En María la
creación se torna bendición y vida.
En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído!”. Es
la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando
diga: “¡Bienaventurados los que oyen la
palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡”. “Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios
y la cumplen”. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la
función que cumple dentro del plan de salvación.
“Porque,
si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su
maternidad divina” (Teilhard de Chardin).
Se valora el testimonio de una mujer
creyente, “modelo”, “referente” para hombres y mujeres. María
es la creyente, que escucha la palabra de Dios y la cumple. Por eso, la llena
de gracia, Madre del Salvador, es también Madre y figura de la Iglesia,
comunidad de los creyentes.
Después
de oír el saludo de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó
luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un canto de
alabanza.
Celebra todo mi ser la grandeza del Señor. María es consciente de que todo su ser, su yo personal
(“alma” y “espíritu”) es un don de Dios y a Él lo devuelve en su alabanza. Ella
es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por
méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al
darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en
recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, el
poder y la misericordia de Dios, el santo, el todopoderoso, el misericordioso.
El
Magnificat de María se sitúa en línea
con la corriente espiritual de los salmos. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En él canta la
humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios. Es el
cántico nuevo que entona la criatura, hecha nueva por la muerte de Cristo y por
la efusión del Espíritu Santo. El Magnificat es una síntesis de la
historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes,
a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor. Con
el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en
alabar a Dios por sus preferencias, porque “dispersa a los soberbios de
corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de
bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”.
La Iglesia invita a rezar
todas las tardes el cántico de María como el reconocimiento de que Dios cumple
su promesa y llena nuestra vida de sus gracias.
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